Hemos llegado a las vísperas del 150 aniversario de la publicación del primer tomo de El Capital. Se trata, sin duda, de la más rica y compleja de las obras de Carlos Marx. En el esquema de organización del conocimiento creado por el liberalismo ascendente, pasa por ser una obra de economía. Desde el pensamiento del autor, quizás sea en realidad un libro de historia, que aborda la formación, las características, las contradicciones internas y las perspectivas de desarrollo de una relación social a la que llamamos capital.
El esquema liberal, en efecto –tan ricamente descrito en su origen y evolución por Immanuel Wallerstein– organizó los distintos campos del saber a partir de lo que a primera vista parecían ser objetos exclusivos, y excluyentes. Las ciencias naturales fueron separadas de las sociales, y las que se referían a la narrativa de procesos que no cabían en ninguna de aquellas conformaron el campo de las humanidades. Así, la sociología pasó a ser la ciencia de la sociedad; la ciencia política, la del Estado; y la economía, la de los procesos de producción, distribución y cambio, según se enseñaba en la escuela secundaria, cuando en nuestra educación secundaria se enseñaban esas cosas.
Desde la perspectiva abierta por Marx, esas disciplinas no dejan de existir. Desaparece, sí, su definición a partir de objetos excluyentes de conocimiento, para dar paso al estudio de campos de relación que definen ámbitos diversos de un mismo proceso histórico. De ahí que el marxismo –que no es una filosofía ni una sociología ni una economía en el sentido usual de esos términos en la cultura creada por el liberalismo– no encuentre en verdad un lugar para sí en la estructura del conocer creada por esa cultura liberal.
Ese lugar es de una naturaleza distinta. Corresponde a un vasto y complejo proceso histórico que, entre otras cosas, comprende la maduración y crisis temprana de la cultura liberal. El marxismo, precisamente, critica y trasciende a un tiempo esa cultura que, a su vez, reacciona ante esa crítica rechazándola e intentando asimilarla.
Cabe recordar, al respecto, que el primer tomo de El Capital fue publicado 19 años después de que apareciera El Manifiesto Comunista, y 50 años antes de la Revolución de Octubre en Rusia que –a través de la combinación de las armas de la crítica con la crítica de las armas– abrió paso a la formación de la Unión Soviética. Y es notable que, aun después de la caída del campo socialista del Este europeo, sigue manteniendo a la defensiva al liberalismo. Y esto es llevado a unos extremos tales de vulgaridad teórica e ignorancia histórica, que sólo cabe a uno imaginar que si El Capital y el comunismo no existieran, el liberalismo tendría que inventarlos para enmascarar el hecho –no la idea– de los desastres sociales, políticos, ambientales y económicos que ha ocasionado y ocasiona en su desarrollo.
En realidad, todo comprueba aquí lo señalado por Gramsci desde su celda: que la superioridad de una visión del mundo respecto a otra se expresa, ante todo, en su capacidad para asumirla como un elemento de su propio desarrollo. A eso se refería Lenin, por ejemplo, cuando consideraba la filosofía clásica alemana, el socialismo francés y la economía inglesa como tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, que las asumía y las trascendía en un mismo movimiento de su desarrollo. Tal fue la vía por la cual, al decir de Federico Engels en el discurso que pronunciara en el funeral de su camarada y amigo entrañable:
Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etcétera; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo. Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas.
Y añadía enseguida:
Para Marx, la ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza revolucionaria. Por puro que fuese el gozo que pudiera depararle un nuevo descubrimiento hecho en cualquier ciencia teórica y cuya aplicación práctica tal vez no podía preverse en modo alguno, era muy otro el goce que experimentaba cuando se trataba de un descubrimiento que ejercía inmediatamente una influencia revolucionadora en la industria y en el desarrollo histórico en general.[1]
El Capital de que se trata fue y sigue siendo, en este sentido, un producto del trabajo científico de indudable influencia revolucionaria en el desarrollo histórico en general. Su influencia indirecta ha sido, en muchos sentidos, tanto o más importante que la directa, en la medida en que la visión del mundo planteada por Marx –si bien ha recibido por múltiples vías la influencia de otras corrientes de pensamiento de especial vigor en la cultura liberal, como el positivismo– ha seguido incorporando otras visiones –tanto en lo ambiental y lo religioso, como en la crítica al moderno sistema mundial– como elementos de su propio desarrollo.
Quien conozca a Marx sabe que fue enemigo de toda canonización en vida o tras su muerte. Sabe, también, que su obra posterior a El Capital sometió a prueba lo planteado en su libro a través del debate constante con sus adversarios, y del examen atento a los azares del desarrollo del mercado mundial. A 150 años de entonces, ese debate y ese examen son los medios más adecuados para el desarrollo de la visión del mundo de Marx en las circunstancias de nuestro tiempo y de nuestra crisis. Y ante una tarea de tal riqueza y tal complejidad, conviene tener presente lo que nos advirtiera otro revolucionario ejemplar de la América nuestra:
“Estudien, los que pretenden opinar. No se opina con la fantasía, ni con el deseo, sino con la realidad conocida, con la realidad hirviente en las manos enérgicas y sinceras que se entran a buscarla por lo difícil y oscuro del mundo. Evitar lo pasado y componernos en lo presente, para un porvenir confuso al principio, y seguro luego por la administración justiciera y total de la libertad culta y trabajadora: ésa es la obligación, y la cumplimos. Ésa es la obligación de la conciencia, y el dictado científico. La misma injusticia de aquella escasa porción de nuestra patria que no amase a los que la quieren constituir para una paz durable, conforme a sus verdaderos elementos, no podría desviar, ni aflojar siquiera, a los que, dispuestos a dar la vida por su país, le dan de seguro lo que vale menos que ella: – la paciencia. […] Amemos la herida que nos viene de los nuestros. Y fundemos, sin la ira del sectario, ni la vanidad del ambicioso. La revolución crece.”[2]
Referencias bibliográficas
[1] Discurso ante la tumba de Marx (1883). www.marxists.org/espanol/m-e/1880s/83-tumba.htm
[2] Martí, José: “Crece”. Patria, 5 de abril de 1894. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. III, 121 páginas.
Guillermo Castro H*/Prensa Latina
[OPINIÓN]
*Investigador, ambientalista y ensayista panameño
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