Durante bastante tiempo se creyó que sólo los trabajadores que habían cotizado a la seguridad social tenían derecho a cobrar una pensión al llegar su jubilación. Personas que habían trabajado toda su vida sacando adelante a sus familias, trabajando en asistencia doméstica, como modistas, artesanos o en cualquier otro trabajo duro, pero no remunerado con sueldo fijo ni dados de alta por un empleador, ni en sueños podían aspirar a que la sociedad, por medio del Estado, reconociese su derecho a una pensión digna que les permitiera vivir sin zozobras la última etapa de su vida.
Lo que durante siglos perteneció a la utopía hoy son en los países desarrollados y democráticos valores concretos reconocidos por leyes y exigibles ante los tribunales. Nadie en su sana razón lo discute. De igual manera hemos de abordar otras propuestas que parecen utópicas, “verdades prematuras”, para que, a fuerza de comentarlas, estudiarlas y ponderarlas se conviertan en realidades concretas.
A fuerza de hablar de la desigualdad de ingresos y riqueza, olvidamos su acelerado crecimiento, sus causas, orígenes y consecuencias, y olvidamos refutar las falsas justificaciones ofrecidas por los más poderosos y por los ejecutores de sus dictados, muchos políticos indignos. Olvidamos que la desigualdad hace tiempo que ha rebasado lo social, la ética y lo estéticamente tolerable. La extrema desigualdad nos debe golpear por ser radicalmente injusta e inhumana. Ante la desigualdad no sólo tenemos el derecho de resistencia sino el deber de alzarnos como ante cualquier tiranía.
Leemos sin inmutarnos que la mitad de la humanidad, casi 4 mil millones de personas, vive con menos de 2 dólares al día y, de éstos, 1 mil 500 millones con menos de 1 dólar diario. Esta desigualdad extrema entre ricos y pobres destroza la comunidad, rompe los lazos de fraternidad y desata la codicia de unos pocos mientras provoca la desesperación de muchos, condenados sin culpa.
Algunos sostienen sin rubor que cada uno tiene lo que se merece y que la buena suerte hay que trabajarla. Falso. Nadie ha merecido nacer donde nació ni disponer o carecer de medios para su formación y desarrollo. Pero todos nacemos miembros de una sociedad y, aunque falleciesen nuestros padres, la sociedad es responsable de nosotros, como nosotros lo somos de los demás miembros de la misma. Esta conciencia es una de las conquistas de la globalización que nos ha descubierto próximos y, por tanto, responsables solidarios unos de otros.
Por eso es urgente no cejar en la lucha contra la desigualdad, construyendo propuestas alternativas graduales a este modelo de desarrollo basado en el sofisma de que “cuánto más, mejor”; falsa premisa de que lo importante en economía es la mayor productividad posible con el mayor beneficio, caiga quien caiga y tratando a los seres humanos como recursos y no como a sujetos libres, dignos y responsables. Es urgente construir alternativas que nos permitan recuperar el control democrático sobre las decisiones económicas. Y a las personas, recuperar el control sobre sus vidas en una vida que merezca la pena de ser vivida mediante una paterno/maternidad responsables, y no sea una condena ante la que es comprensible rebelarse.
La explosión demográfica no nos debería permanecer de manos cruzadas ni intolerablemente falseada con fanatismos sectarios o religiosos. De mi piel para adentro yo soy responsable absoluto. Aunque luchar por el derecho a una vida digna algunos la condenen como un ataque a la sociedad, como si no fuera el terrorismo social, y no sólo de Estado, la causa de esta desigualdad injusta.
José Carlos García Fajardo
*Profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid; director del Centro de Colaboraciones Solidarias
[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ARTÍCULO]
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