Cuando la autoridad rompe el marco jurídico que ella misma se ha dado, desnaturaliza su función: en lugar de servir a las personas que le otorgaron poder, las oprime y las reprime. Pierde la cualidad que le otorga autoridad moral: la legitimidad.
José Enrique González Ruiz*
La guerra sucia es la peor expresión de la falta de legitimidad de una autoridad. Consiste en suprimir a quienes se cataloga como enemigos, sin importar los medios utilizados. No se reconoce límite alguno, ni ético ni jurídico ni político.
El Estado mexicano se atribuye el “derecho” de combatir lo que denomina la subversión, poniendo en práctica los procedimientos más inhumanos. “Para ellos no existen los derechos humanos”, sostienen los agentes de la represión, refiriéndose a los opositores políticos.
Las secuelas de la guerra sucia son de sangre, dolor y muerte. Todos los principios y valores son postergados y violentados en aras de la conservación del poder. Las madres se quedan sin sus hijos y éstos sin sus padres. Las esposas dejan de tener a su lado a quien frecuentemente es el sostén económico; las hermanas y hermanos son separados. El amor familiar explica por qué las respuestas inmediatas provienen del seno de la familia.
Quienes reprimen buscan, sobre todo, inhibir la acción de los grupos y las personas: quieren que cesen sus actos de resistencia a la aplicación de las políticas del bloque hegemónico.
El poder no es un fin en sí mismo, sino un medio para tener, acumular, mandar y dominar, gozar de consideraciones: ser conocido y servido, tomar decisiones y ver que se cumplan. Aquellos que lo poseen quieren ejercitarlo, para lo cual hay que quitar los obstáculos que se atraviesen. Todo detentador de poder se propone disuadir, persuadir, reprimir o incluso suprimir. Cuando esto se consigue rompiendo las leyes, hablamos de guerra sucia.
La mayoría responde a la represión como sus autores desean: dejando de hacer aquello que implica riesgo, como protestar, manifestarse o incluso opinar. Pero siempre hay un sector que decide resistir las acciones represivas, a sabiendas de que implica peligro. No sólo se realizan actos de protesta o denuncia, sino que se busca asegurar que haya castigo para quienes desde el Estado vulneran el marco legal vigente y, particularmente, que no lo repitan más.
El instrumento conocido como comisión de la verdad es de los más importantes que se han creado. Su propósito es ir a fondo en la indagación de situaciones muy complicadas, para que se conozca lo ocurrido (secuestros, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones involuntarias, cárceles clandestinas y otros horrores).
De ninguna manera una comisión de la verdad asegura la justicia. Pero es el mejor instrumento diseñado hasta ahora, siempre y cuando reúna requisitos que le den autonomía: personalidad jurídica, independencia de los poderes formales del Estado y de los partidos políticos, patrimonio propio y, sobre todo, autoridad moral a partir de que sus integrantes provengan de la sociedad y no del poder estatal.
Obviamente, habrá más posibilidades de éxito de una comisión de la verdad si las organizaciones sociales y de derechos humanos mantienen una permanente vigilancia de sus actos y si éstos son siempre públicos. De otra forma, podría convertirse en un instrumento de mediatización de la lucha ciudadana.
En cuanto se hizo pública, en Guerrero, la posibilidad de crear una comisión de la verdad para investigar los hechos acaecidos en la Guerra Sucia, comenzaron a aparecer muestras de apoyo. Rocío Messino, de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS), expresó su respaldo a la idea, lo mismo que la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG). Se sumaron a una propuesta que tiene décadas sobre la mesa de discusión.
Lo anterior indica que existe interés en echar luz sobre los oscuros rincones de la represión, pues son muchos años ya de ocultamiento de una trágica realidad en la que el poder ha sido ejercido con odio hacia la población.
Es lógico que quienes se pronuncian por la comisión son los que han sufrido por acciones represivas del Estado. También es de esperar que se opongan a ella los perpetradores, que gozan hasta hoy de impunidad. Pero en el medio que hay entre las víctimas y los victimarios, existen posturas indecisas.
No obstante que la coyuntura política en Guerrero posibilita la creación de la comisión de la verdad, pues el Partido de la Revolución Democrática derrotó al añejo y correoso caciquismo priista, existen grupos y personas que consideran que sería otro aparato del Estado que mediatizaría la lucha por la verdad y la justicia. Piensan también que podría ser una fuente de empleo para algunos personajes disfrazados de luchadores sociales.
El escepticismo tiene sustento, pues hay experiencias de comisiones de la verdad que no fueron eficientes para agregar información verdadera sobre delitos cometidos por agentes estatales, ni consiguieron enjuiciar ni sancionar a alguno.
También se genera desconfianza, porque los integrantes de la comisión podrían utilizarla para sus fines políticos e incluso económicos. Ya se sabe que el protagonismo y el chambismo enferman a muchos actores de la lucha social.
Además, la comisión de la verdad tendría que ser creada por un acto del Estado (el Congreso, proponemos nosotros) para tener facultades legales y ser efectiva más que testimonial. También debe contar con recursos públicos para poder cumplir la tarea. Pero se sabe que en el aparato del Estado se encuentran todavía muchos de los presuntos responsables de crímenes de lesa humanidad, lo que de inicio es un formidable obstáculo para su autonomía.
No obstante el riesgo señalado, hay que recordar que del primer caso de desaparición forzada que se encuentra documentado (1965, Epifanio Avilés Lino) han transcurrido 46 años, tiempo más que suficiente para saber que los órganos establecidos nada harán para resolver este tipo de casos. Así que es mejor hacer algo que nada. Carece de sentido decir que no nos equivocamos cuando nada hacemos.
Con todo y que es criticable, la comisión de la verdad es mejor instrumento para indagar sobre la guerra sucia que las procuradurías y los juzgados. Negarse a aquélla es pronunciarse a favor de los segundos. Y ya dijimos que éstos no han funcionado y, por el contrario, son coadyuvantes de la impunidad.
Una comisión autónoma y ciudadana, con recursos propios y atribuciones legales para preconstituir pruebas, podría ser menos ineficaz que lo que tenemos hoy. La tentación de convertirla en botín político se atemperaría estableciendo que el cargo de comisionado sería honorífico. Además, estaría asistida por grupos de trabajo profesionales –en derecho, en medicina forense, en sicología y en rescate de memoria histórica– que proporcionarían sustento teórico sólido a sus determinaciones.
El gran riesgo es generar demasiadas expectativas y terminar con un pacto de los montes. Pero aun esto –un ratoncillo– sería menos malo que continuar en el limbo de no actuar para cerrar las heridas abiertas por la Guerra Sucia.
Para tratar de aclarar lo ocurrido en la Guerra Sucia y hacer comparecer ante la justicia a los perpetradores, luchemos por una comisión de la verdad.
*Coordinador de la maestría en derechos humanos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México; doctor en ciencias políticas por la Universidad Nacional Autónoma de México; integrante de la Comisión de Intermediación para el Diálogo entre el gobierno federal y el Ejército Popular Revolucionario
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