Hasta ahora, por decir lo menos, ha sido notoria la manera en que las instituciones judiciales han fracasado en la solución efectiva de los conflictos de derechos suscitados por el manejo mediático de informaciones que involucran, por una parte, las libertades de expresión e información ejercidas por los periodistas y los medios de comunicación y, por otra, los derechos de la personalidad relativos a la vida privada, el honor y la propia imagen de que son titulares los particulares y los personajes públicos.
Héctor Guzmán*
Tal fracaso no es casual ni imputable, aisladamente, a la falta de criterio de los juzgadores, a leyes inadecuadas, procesos engorrosos o indefinición de los límites en los derechos y obligaciones de los profesionales de la información; si bien cada una de tales cuestiones genera injusticias concretas, en realidad deben contemplarse en conjunto, como efectos que tienen su causa en la manga ancha que las cúpulas políticas y económicas se han reservado para decidir sin condición ni obstáculo cuándo premiar o castigar a un personaje o medio de comunicación.
Un paso significativo para acotar ese margen de discrecionalidad se ha dado en la capital del país con la expedición de la Ley de Responsabilidad Civil para la Protección del Derecho a la Vida Privada, el Honor y la Propia Imagen en el Distrito Federal, entre cuyos méritos se encuentra dar certidumbre al ejercicio periodístico, al incorporar al orden jurídico nacional los criterios internacionales para determinar cuándo deben prevalecer las libertades de expresión e información y cuándo, los derechos de la personalidad. Tales criterios permiten distinguir, por ejemplo, en dónde se encuentra el interés público de la información, por qué un personaje público debe resentir una mayor afectación a su esfera de derechos en comparación con un particular o cómo el periodista cumple con el deber de diligencia para evitar la difusión de información que no merece protección jurídica.
Sin embargo, tal ley adolece del mismo defecto que la legislación genérica civil que la precedió y que aún rige en la mayor parte del país: la falta de especialización de los órganos judiciales que han de aplicarla.
Tal falta no sólo debe entenderse como el desconocimiento que el juzgador que firma la sentencia tiene de la materia sobre la que versa la controversia (como en el caso, dramático, de Contralínea), va más allá: para que en realidad se logre no sólo la aplicación de la ley, sino, especialmente, la salvaguarda de las libertades y derechos involucrados en el tratamiento mediático, no basta con “sensibilizar” a los jueces: es necesario redefinir la vía jurisdiccional como hasta ahora ha sido entendida.
Tanto desde el punto de vista de los medios y los periodistas, de las personas que son objeto de noticia y de la sociedad en su conjunto, de nada sirve una resolución que llega tarde, mal o nunca, que adquiere firmeza sólo al cabo de los años una vez agotadas todas las instancias y recursos imaginables, que sólo resuelve un aspecto periférico (la reparación del daño) diverso al verdadero quid relativo a si el ejercicio periodístico transgredió o no los derechos de la personalidad y que de ninguna manera tiene el alcance de contrarrestar el menoscabo que pueda causarse a la reputación del medio o del particular merced a un “juicio paralelo” o “linchamiento mediático”.
Tales aspectos indispensables para una impartición de justicia de calidad están fuera del alcance de los tribunales civiles tradicionales por una cuestión de origen: no están diseñados para atender la materia mediática y su dinámica.
Para que así sea, los tiempos para emitir la sentencia definitiva deben ser análogos a los tiempos en que la nota está “viva”, es decir, cuando aún no se ha abandonado el tema en los medios (o cuando ello recién ocurrió) y es posible contrarrestar la percepción negativa que el público pueda formarse sobre el personaje, el medio o el periodista, merced a una resolución que se pronuncia sobre la profesionalidad o no con que el emisor de la información se condujo. Además, la resolución debe tener “fuerza mediática”: estar especialmente pensada en su formato, contenido y alcances para que se difunda en los medios y para que logre el efecto antedicho.
La carga de trabajo de los juzgados civiles, las diversas etapas procesales (que casi invariablemente terminan en la tramitación del juicio de amparo), el formato de las resoluciones judiciales (decenas, cuando no centenas de páginas de lenguaje técnico y muchas veces oscuro) y el punto de vista del resolutor (estrictamente jurídico) no permiten tal agilidad y calidad.
Es por ello que se necesita un replanteamiento de cómo se ha de impartir justicia cuando los contenidos mediáticos son el objeto de análisis, creando un tribunal de medios de la más alta jerarquía en su materia, para que este órgano judicial conozca en específico y exclusivamente de este tipo de asuntos, que su competencia sea federal para que sólo ante él se litiguen y con ello se evite que el medio o el periodista sea demandado en todas y cada una de las entidades federativas en las que se difundió la nota (lo que derivaría en una reducción de costos, tiempos e impediría sentencias contradictorias). Además, en virtud de que aplicaría el tipo de parámetros de profesionalismo previstos en la Ley de Responsabilidad Civil capitalina, su resolución no sólo ha de contener el punto de vista jurídico, sino también el periodístico; de ahí que no sólo debe correr a cargo de un perito en derecho, sino que debe ser emitida colegiadamente por un abogado, un periodista y un académico especialista.
Para que la resolución se expida con rapidez (pocas semanas), deben ser incorporadas las ventajas de los medios electrónicos para las notificaciones, diligencias y probanzas y excluirse la posibilidad de que un órgano diverso conozca de la apelación contra la resolución que se emita y, desde luego, restringir la procedencia del juicio de amparo, lo cual puede lograrse estableciendo un determinado número de salas que resolverían en primera instancia, y la apelación a la misma sería del conocimiento del pleno del propio tribunal de medios, igualmente compuesto por abogados, periodistas y académicos, distintos a los que resolvieron en primera instancia.
En cuanto a las características de la sentencia, cabe decir que la misma únicamente establecerá si la actuación del medio y/o el periodista fue conforme a las libertades de expresión o información o si, por el contrario, violó los derechos de la personalidad del personaje involucrado; quedando para ejecución de sentencia fijar si hubo o no daños y perjuicios económicos y su cuantificación (ante un juzgado civil federal, en vía ordinaria). El efecto de la sentencia sería, además de reconocer el actuar profesional o no del medio, que se publique una síntesis de la misma, especialmente diseñada por el tribunal para que se haga del conocimiento del público y sea difundida en el medio involucrado. Si bien este efecto, a primera vista, no es diverso de lo que ahora se contempla en la vía civil de reparación del daño moral, no se le compara, al atender a que aquella resolución se emitiría en tiempo y con el peso moral de un órgano de la más alta jerarquía, especializado y plural.
La creación de un tribunal de medios según las líneas generales aludidas permitirá elevar la calidad de la justicia que se imparte en materia de libertades informáticas y de derechos de la personalidad. La ventaja o desventaja que entraña, según se le quiera ver, es que implica un cambio de paradigma en la concepción de la justicia que debe impartirse y ello demanda la voluntad política y jurídica, no siempre presentes en nuestro país, para asumir la necesidad de un cambio de tal envergadura que, antes que cualquier transformación, entraña reconocer la precariedad del modelo vigente y discutir abierta y pluralmente su estado de desgracia y oportunidades de mejora.
Uno de los primeros puntos que debe ser superado es la visión complaciente sobre la poca importancia que entraña la afectación a las libertades informáticas y los derechos de la personalidad, al estimar que lo que hoy es noticia mañana se olvida y por ello, por ser cuestión tan “efímera”, los que resienten sus estragos al poco tiempo están como si nada, pues basta tener presente que la información de calidad es indispensable en la democracia y que la incertidumbre jurídica es un vicio que amenaza a todos: políticos, particulares, periodistas y medios que hoy contemplan a resguardo el escándalo; pero mañana, con la misma indefensión a sus derechos e inoperancia institucional, pueden ser los próximos Santiago Creel, familia Gebara Farah, Carmen Aristegui o Contralínea.
*Licenciado en derecho y en lengua y literaturas hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Maestro en periodismo político por la Escuela de Periodismo Carlos Septién García
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