La Revolución del Jazmín del paradigma tunecino, que penetró los cuatro rincones del mundo árabe sin excepción, no tiene el efecto geoestratégico de la caída del Muro de Berlín de 1989 y la concomitante liberación de los países de Europa del Este, que llevó a la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y al ascenso unipolar estadunidense sin haber disparado una sola bala.
El “efecto dominó” que inició en Túnez ha desembocado, hasta ahora, en la defenestración de dos sátrapas de África del Norte (Bin Ali y Mubarak) y tiene sitiado al dictador libio Muamar Khadafi en su último bastión de Tripolitania (capital Trípoli), cuando la región entera de Cirenaica (capital Bengazi) ha sido “liberada”, lo que ha tenido como consecuencia la brusca elevación del petróleo en alrededor de 20 por ciento.
La dinámica de la “revuelta árabe” no alterará el orden geoestratégico mundial entre Estados Unidos y Rusia, basado en las armas nucleares, ?aunque puede afectar las regiones musulmanas de Rusia y su periferia centroasiática, así como las entrañas islámicas de India y China, en el caso dado de que la “revuelta árabe” se transmute en “revuelta islámica”?; pero, ya desde ahora comporta los prolegómenos de un nuevo orden regional medio-oriental a favor del eje de Turquía-Irán, lo cual, curiosamente, ya estaba escrito en el muro, como con antelación habíamos descrito aquí en Radar Geopolítico (1 de noviembre, 11 y 20 de diciembre de 2009), en un artículo que resultó premonitorio.
En sentido estricto, la “revuelta árabe” no cambia el orden medio-oriental, sino acentúa las tendencias que habían empezado a dibujarse con la doble derrota militar de Estados Unidos en Irak y Afganistán, que se suman a las otras tres derrotas militares de los aliados interpósitos de Estados Unidos: Israel frente a Hezbolá y Hamas; y Georgia, aplastada por la resurrección de Rusia en la sensible región del Transcáucaso?, lo cual, en su conjunto, daba como vencedores geopolíticos en el clásico Medio Oriente tanto a Turquía, un país sunnita de origen mongol, y a Irán, un país chiíta de origen persa.
En el caso del binomio Turquía e Irán, dos potencias regionales de primer orden tanto en lo militar como en lo geoeconómico, no cabe el simplismo del maniqueísmo lineal hollywoodense entre “buenos y malos” o, peor aún, en la inevitabilidad de la confrontación de sunnitas contra chiítas que han manipulado alegremente las potencias coloniales, con mayor obscenidad Gran Bretaña, para “dividir y vencer”.
Se podrán querellar los sunitas y chiítas en Líbano, Yemen, Irak o Bahréin a niveles trivialmente tribales, pero el eje Turquía-Irán, que no ha sido elucidado adecuadamente, ha perdurado por necesidad geopolítica, además de necesitarse mutuamente.
Irán, la segunda reserva de gas mundial (detrás de Rusia y antes de Qatar), abastece con energéticos a Turquía, que los requiere y quien le procura en su transfrontera, con una salida al Mar Mediterráneo y con un suculento intercambio comercial, pese a las sanciones asfixiantes de Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Europea (que firmaron pero no aplican contundentemente Rusia y China, quienes no desean perder a su relevante cliente iraní).
La complementariedad geoeconómica entre Turquía e Irán, que rebasa las contingencias etnorreligiosas de la propaganda maniquea hollywoodense, asentó sus reales geopolíticos mediante la creativa “declaración de Teherán” en apoyo al programa civil nuclear iraní frente al asedio de Israel, en primer lugar, luego de Estados Unidos y Gran Bretaña, en segundo lugar, y en un lejano tercer lugar, Europa continental.
La simple defenestración de Hosni Mubarak, quien había alcanzado niveles inconcebibles de iranofobia para un mandatario respetable, sin contar su colaboración con Israel en el bloqueo inhumano de Gaza, la mayor cárcel viviente del planeta (papa Benedicto XVI dixit), le daba un triunfo inesperado a Irán, que se había convertido innecesariamente en su principal rival en el mundo árabe conformado por 22 países.
La caída de Egipto, la décima potencia militar en el ranking mundial y la primera del mundo árabe, por default, coloca al eje de Turquía-Irán, paradójicamente sin ambos árabes, en el peor sitial del mundo árabe hoy en la orfandad y en búsqueda de protección militar.
La prensa anglosajona, tan contumaz y sediciosa como de costumbre, coloca únicamente a Irán, colmada de todos los epítetos malignos del planeta que repiten insensatamente sus poderosos multimedia, como el país mayor beneficiado por la revuelta árabe, lo cual no solamente delata su inconsistencia sino, peor aún, denota su carencia dramática de conocimiento de una región tan compleja que aborda con un análisis simplón.
En un segundo nivel, el notorio socavamiento del nepotismo de los Khadafi en Libia, al borde del precipicio balcanizador, beneficia, de nueva cuenta, tanto a Irán como a Turquía.
Es ampliamente conocida la hostilidad entre la satrapía de los Khadafi (padre y e hijos) e Irán, por extensión a los chiítas de Líbano (verbigracia, Hezbolá), por la desaparición en Trípoli del Musa al-Sadr, el prelado estrella del chiísmo libanés.
África del Norte –sea el clásico Maghreb (“occidente” árabe), sea Egipto– es de identidad sunnita donde el factor chiíta no juega ningún papel.
Sucede que Irán cosecha su siembra geopolítica en Gaza, donde gobierna la guerrilla palestina de los sunnitas de Hamas, que con la defenestración de Mubarak se conecta de nuevo con las masas de “creyentes” de El Cairo y Alejandría. Es decir, es probable que el nuevo régimen, todavía militar, en Egipto mantenga el acuerdo de paz concertado con Israel en 1979, pero no seguirá los pasos bélicos del Estado judío contra los palestinos de Gaza, los libaneses chiítas de Hezbolá ni mucho menos su iranofobia.
Una cosa es no pelearse directamente con Israel y otra es seguir ciegamente las querellas interminables del Estado hebreo contra el resto del mundo árabe e islámico.
Ahora, a Israel, cada vez más aislado del mundo árabe e islámico, ya no se diga del resto del mundo civilizado, le pesa su gravísimo error estratégico de haberse querellado contra su anterior aliado Turquía, todavía miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y aliado privilegiado de Estados Unidos, debido al bloqueo inhumano de Gaza y que Ankara buscó infructuosamente levantar.
Los errores y horrores de la autista política exterior de Israel también cuentan y se puede decir, sin temor a equivocarse, que con la defenestración de Mubarak inició el “fin de la era israelí” en el Medio Oriente. El Estado hebreo, siempre tan soberbio, tendrá que buscar otros aliados allende la Vía Láctea.
Sin necesidad de adentrarse a lo que hemos denominado “el jaque de los jeques” en el Golfo Pérsico, cuya culminación lógica impulsaría a Irán a la estratosfera debido al “efecto dominó chiíta” (La Jornada, Bajo la Lupa, 27 de febrero de 2011), por el simple default de Israel y Egipto, el eje Turquía-Irán está resultando el gran vencedor geopolítico de la irredentista Revolución del Jazmín del paradigma tunecino.
*Catedrático de geopolítca y negocios internacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México
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