La revista Science ha publicado un trabajo de 18 científicos sobre los límites planetarios (Planetary boundaries: guiding human development on a changing planet), en el que identificaron estas nueve dimensiones básicas para la continuidad de la vida y de nuestro ensayo civilizador: cambios climáticos; cambios en la integridad de la biósfera con erosión de la biodiversidad y extinción acelerada de especies; disminución de la capa de ozono estratosférico que nos protege de los rayos solares letales; creciente acidificación de los océanos; desarreglos en los flujos biogeoquímicos (ciclos del fósforo y del nitrógeno, fundamentales para la vida); cambios en el uso de los suelos, como la deforestación y la desertificación crecientes; escasez amenazadora de agua dulce; concentración de aerosoles en la atmósfera (partículas microscópicas que afectan al clima y a los seres vivos) e introducción de agentes químicos sintéticos, de materiales radiactivos y nanomateriales que amenazan la vida.
Mi admirado y amigo Leonardo Boff lo comenta, y afirma: “A pesar de este escenario dramático, miro a mi alrededor y veo, extasiado, el bosque lleno de cuaresmeiras, árboles de la cuaresma violetas, casias amarillas, y en la esquina de mi casa amaryllis belladonnas en flor, tucanes posados en los árboles frente a mi ventana, y araras que hacen nidos debajo del tejado”.
Lo hace desde su fe y su esperanza a pesar de todo cuanto vemos a diario en esta destrucción del medio en el que vivimos, nos movemos y somos, y de la misma especie humana que se ha convertido en la más letal arma de destrucción masiva, la explosión demográfica. En 1914, la población mundial era de unos 1 mil 300 millones; antes de que terminara ese siglo, en 1989, ya habíamos alcanzado los 6 mil millones y, en un crecimiento exponencial, en menos de 20 años ya superamos los 7 mil 200 millones.
Nuestros políticos siguen con escaladas de armamentos, engendros nucleares, ensañamiento por las migraciones que siempre se han producido en el planeta en busca de pastos, de aguas y de mejores condiciones de vida. Y todavía tenemos que padecer la aberrante teoría, sostenida por algunas enloquecidas ideologías, de que el control de la natalidad por los medios más adecuados supone un atentado al derecho ilimitado a la vida y lo condenan. Confunden a millones de personas con esa absurda identificación de sexualidad, amor, erotismo, ternura con genitalidad que “sólo” puede conducir a la procreación.
Es posible reconducir esa espiral de muerte bajo una torticera y excluyente defensa de “la vida”. En los países en donde la mujer tiene las mismas posibilidades de educación, trabajo y remuneración que los hombres no existen esas explosiones demográficas. Consúltense estos datos en los 34 países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, que en su mayoría viven a expensas de la explotación de las materias primas y de la fuerza de trabajo humana de esos países que no pueden, por menos, ejercer el derecho natural a emigrar, y ante los que no pueden erigirse artificiales fronteras que la naturaleza no contempla ni estableció nunca.
Y se suceden campañas para enviar comidas, vacunas, leches artificiales y alimentos energéticos a millones de niños que padecen unas vidas atroces, ellos y sus familias. No se trata de eliminar a nadie, sino de educar en unas paternidades y maternidades responsables; de compartir nuestros saberes para una vida digna, con la educación debida, medios de salud eficaces y acordes con el medio y para el disfrute de unas formas de vida endógenas, sostenibles, equilibradas, en comunión con su hábitat natural. Pero para esto es imprescindible devolverles y respetar su derecho a sus riquezas naturales, y el derecho a organizarse y a participar de los logros que pertenecen a toda la humanidad para mejorar sus modos de vida, de salud, de trabajo y de plenitud en la sobriedad compartida.
Basta con dedicar en esa tarea de reparación debida gran parte de lo empleado en ingenios de destrucción del planeta, guerras y explotaciones inhumanas e infecundas. No podemos permanecer impasibles ante tanto dolor, tanta injusticia y semejante locura que nos conducen al caos.
José Carlos García Fajardo*/Centro de Colaboraciones Solidarias
*Profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid; director del Centro de Colaboraciones Solidarias
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