La mayoría de las decisiones estadunidenses sobre Somalia en lo que va del año aludieron al incremento de su presencia militar y diplomática en el país africano, donde Washington sufrió en 1993 su principal derrota después de Vietnam.
Transcurridos 24 años de aquel fiasco militar frente a guerrillas locales, que obligó a retirar sus tropas al entonces presidente William Clinton, la acción estadunidense continúa allí mediante asesores y ataques de aviones sin tripular (drones) que matan por igual a terroristas y a civiles.
Esas dos formas de aporte bélico agravan el conflicto en aquella nación del Cuerno de África tiempo después de la estrepitosa derrota que representó para Washington un conteo militar de protección y su dramático reflejo en la literatura y el cine bajo el título de La caída del halcón negro (Black hawk down).
La guerra aérea mediante drones es sin duda la forma más visible de esa presencia de Washington, pues son sistemáticos esos ataques contra diversos objetivos, que incluyen desde el ajusticiamiento de un líder del grupo islamista Al Shabab hasta el bombardeo contra cualquier conglomerado de civiles inocentes. Ello sin mencionar la actividad estadunidense de inteligencia y de sus mecanismos administrativos de subversión.
El accionar de esos aviones-robot es fácil de ejecutar, pues las naves despegan con plena libertad desde una base de Estados Unidos en Djibouti, país donde tienen similares enclaves otras potencias como Francia y Japón.
Pero esa guerra aérea requiere presencia humana en tierra, mucho más con el creciente aumento de acciones de Al Shabab, principal objetivo de Estados Unidos, sobre todo tras la reciente ofensiva anunciada por el nuevo presidente somalí, Mohamed Abdullahi Mohamed, quien, por cierto, también tiene nacionalidad estadunidense.
Por otro lado, Estados Unidos nunca se fue del todo de Somalia, pues se mantuvo siempre involucrado de forma militar con el país, sin renunciar tampoco a un regreso más oficioso, pese a que la derrota de 1993 fue la más sonada de su ejército después de la propinada por los vietnamitas entre 1955 y 1975.
Después de aquel affaire bélico, Washington siempre pensó en restaurar su presencia, tanto diplomática como militar; esta última ahora sin tropas de combate, tras el envío en 2010 de dos docenas de instructores y consejeros, por primera vez en 20 años, y de otra pequeña fuerza en abril del presente 2017, en total unos 50.
Estados Unidos desplegó este último contingente para el entrenamiento de las fuerzas armadas y la colaboración con la Misión de la Unión Africana en el país, principal soporte del Ejército contra los integristas islámicos.
El portavoz del Comando para África del Ejército estadunidense, Pat Barnes, aseguró que esos soldados realizarán acciones de cooperación en materia de seguridad como parte de un acuerdo de asistencia a sus aliados y socios para la región.
Según el representante del Pentágono, el equipo enviado en abril pasado “ayudará a inculcar disciplina y profesionalidad a las fuerzas locales y les dará herramientas para que avancen en materia de seguridad”. Pero hasta esa presencia mínima, desplegada en la capital, Mogadiscio, también tuvo su descalabro durante un combate en mayo último contra los extremistas.
El balance en el choque de un soldado muerto y dos heridos entre las tropas especiales (Navy SEAL), primeras bajas estadunidenses de ese tipo desde la debacle de 1993, recordó al Black hawk down (19 muertos, 79 heridos, dos helicópteros derribados y otros tres dañados) y puso de nuevo en tensión al Pentágono.
El Departamento de Defensa, por su parte, recomendó al presidente Donald Trump incrementar las operaciones especiales de ayuda al ejército somalí para combatir a los insurgentes de una manera más frontal. La propuesta concedería además a las tropas estadunidenses una mayor flexibilidad para continuar con sus ataques aéreos contra extremistas que constituyan amenazas, o al menos así lo consideran los oficiales de Washington.
Según fuentes oficiales estadunidenses, esos nuevos esfuerzos militares en Somalia encajan con la política de Trump de acelerar la batalla contra el Estado Islámico en Irak y Siria, y derrotar a otros grupos radicales.
Somalia es uno de los siete países de mayoría musulmana incluidos en las restricciones migratorias del nuevo gobernante estadunidense, ahora enfrentadas por cortes federales. Mogadiscio es “nuestro reto más desconcertante. Estados Unidos mira a Somalia desde una perspectiva fresca para el futuro”, declaró el general Thomas Waldhauser, director del comando de Estados Unidos en África.
El retorno a Somalia por cualquier vía tuvo también una nueva señal diplomática, con el anuncio el 23 de junio pasado del embajador estadunidense en el país (con residencia en Nairobi, Kenya), Stephen Schwartz, de que su gobierno habilitará allí de nuevo una embajada a fines de año.
Ésa será la primera sede después del cierre de la anterior en 1991, con el derrocamiento del entonces presidente Mohamed Siad Barre. Schwartz, nombrado en el cargo en julio de 2016 –y cuya antecesora fue Katherine S Dhanani, quien asumió en 2015–, precisó que su país aprobó la construcción de una nueva edificación, cuyo personal continuará el trabajo iniciado tras el reconocimiento por Washington en 2013 del nuevo gobierno federal de Somalia.
¿Porqué Estados Unidos persiste en esa presencia en Somalia? Aunque según Washington la explicación más simple es el mencionado asesoramiento y preparación de las fuerzas del Ejército, “ineficaz y corrupto”, para su enfrentamiento a las milicias islamistas de Al Shabab, expertos, políticos y militares argumentan otros propósitos geopolíticos, militares y económicos.
Esas aspiraciones datan de hace mucho, pero tuvieron una nueva fase con la puesta en marcha por el Pentágono en 2007 del Mando África de Estados Unidos o Africom, destinado a controlar las riquezas y las decisiones políticas de esa región.
El exembajador de Estados Unidos en Somalia, Daniel H Simpson (1994-1995), opinó que parte del motivo de esa presencia de su país es porque este “tiene su única base en África en Djibouti”.
Funcionarios y medios de prensa, por su parte, especulan que ese interés se debe a las reservas energéticas de África del Este, con yacimientos como el de la Cuenca del lago Alberto, en Uganda, junto a otras reservas de petróleo y gas en Tanzania y Mozambique, mientras otras investigaciones privilegian a Etiopía y Somalia.
Un director ejecutivo de una firma occidental declaró bajo condición de anonimato que ésta es “la última área con verdadero alto potencial en el mundo sin ser plenamente explorada”.
Antonio Paneque Brizuela/Prensa Latina
[OPINIÓN]
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