El politólogo estadunidense Al Smith fue quien planteó que “la democracia debe resolver con más democracia los problemas de la democracia” (Estados Unidos, una Civilización, varios autores; obra dirigida por Daniel J Boorstin; editorial Labor). Pero las democracias más elementales –como la mexicana– son presa del presidencialismo más antiguo por el exceso de facultades que gozan, intromisiones en los otros dos poderes del Estado Federal y el férreo control del poder de un sólo hombre por encima del poder de las leyes. La democracia mexicana sigue siendo el poder de los hombres que, tras las elecciones, se divorcian de su carácter representativo y combaten con represiones, encarcelamientos y hasta homicidios las manifestaciones de la democracia directa, la otra cara de la democracia representativa.

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De ahí, pues, la baja calidad de ésta como experiencia que acusan sus ciudadanos y que se ha reflejado en el índice de Democracia 2015 del grupo The Economist, sobre el que nos ha informado la reportera Jacqueline Fowks (El País, 23 de enero de 2016). La nuestra está clasificada como “democracia imperfecta” por su falta de avance, de progreso, precisamente, hacia más democracia. Esto fomentado por el poder casi absoluto del presidencialismo y “con los mayores escándalos de corrupción que han salido a la luz recientemente. El informe destaca, entre otros, el debate por la destitución de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff; la renuncia y posterior arresto del presidente Otto Pérez Molina en Guatemala; y las acusaciones de corrupción de la casa blanca hacia el presidente mexicano, Peña Nieto y su esposa”.

No acata ni respeta el presidencialismo mexicano las reglas jurídicas del derecho positivo. No se somete a la legalidad vigente. Es común que los presidentes mexicanos pasen, impunemente, por encima del orden jurídico que constituye al Estado, como medio para los fines constitucionales y sus leyes reglamentarias. Y sin esto la democracia representativa mexicana va a la zaga del progreso democrático, danto tumbos por su autoritarismo. Y vulnerando los principios republicanos. En su ensayo periodístico José María Ruiz Soroa, escribe: “Para Kant el problema de establecer una república justa es un problema resoluble, incluso si sus habitantes no son ángeles sino demonios. Lo único necesario es que sean racionales, que estén dotados de entendimiento, porque entonces establecerán reglas de convivencia que, limitando el interés de cada uno termine por conducir la cooperación común. Y para construir el edificio de normas hay una que funciona como metarregla: nadie puede exceptuarse de la aplicación igual de las reglas, ni siquiera (menos aun) el que las hace… Nuestro sistema de convivencia democrático ha degenerado desde que sus reglas se establecieron allá por”, digo yo, de 1917 a la fecha.

Todo porque nuestro presidencialismo se comporta más como una monarquía que un representante, más o menos supuestamente salido de las urnas (Bernard Manin, Los principios del gobierno representativo; Alianza Editorial). No hemos encontrado la manera de controlar su inmenso poder y de permitir la sumisión, con todo y las protestas (Danielle Tartakowsky y Olivier Fillieule, La manifestación: cuando la acción colectiva toma las calles; Siglo XXI Editores). Desde su implantación, tras la Revolución de 1910, nuestra democracia sigue pariendo Porfirios Díaz cada sexenio, con las altas y bajas de ese autoritarismo, por sustituirlos por presidentes que cambien su “modo de gobernar (escribe Immanuel Kant) consagrado a la lucha por los derechos del pueblo” (Roberto Rodríguez Aramato, Kant, antología; ediciones Península). Continuamos teniendo (y padeciendo) una democracia elemental, de bajísima calidad, históricamente paralizada, como una variante antigua (David Held, Modelos de democracia; traducción de Teresa Albero; Alianza Editorial).

Ya no puede la nación seguir así. De lo contrario estaremos poniendo las condiciones para menos democracia representativa, conflictos más o menos violentos con el pueblo y el probable golpismo para pasar de un Estado Federal a uno centralista o Estado Unitario. Se hace necesario limitar al presidencialismo, instituir el Tribunal Constitucional separado de la Suprema Corte, suprimir el servilismo del Congreso de la Unión y fortalecer al federalismo, combatiendo seriamente a la inseguridad y su barbarie, para que “Lo que el pueblo –dice Kant– no puede decidir sobre sí mismo, tampoco puede establecerlo, decidirlo el soberano sobre su pueblo”. Quitarle facultades y funciones al presidencialismo y que deje de sustituir al Congreso con fiestas en Palacio Nacional. Y de decidir unilateralmente con sus compinches en secreto, las normas que le acomodan para luego imponerlas autocráticamente. De lo contrario, seguirán madurando las inconformidades. Y es que hay mucho desprecio por consultar (¡y existen las consultas populares, constitucionalmente!) lo que resuelve una minoría en sínodo nocturno entre las élites económicas y políticas.

Álvaro Cepeda Neri

[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: CONTRAPODER]

Contralínea 479 / del 14 al 19 de Marzo, 2016

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