Moisés Pérez Mok/ Prensa Latina
Brasil. La crisis sin precedentes por la cual atraviesa esa entidad federativa y que llevó a decretar el estado de calamidad financiera 49 días antes de inaugurarse los Juegos Olímpicos Río 2016, y el ostensible crecimiento de los niveles de inseguridad, encuentran claro reflejo en la baja ocupación que aqueja a los hoteles cariocas. En el primer cuatrimestre del año, según la Confederación Nacional del Comercio de Bienes, Servicios y Turismo (CNC), los ingresos turísticos mermaron en 320 millones de reales “debido a la criminalidad” y otros 390 millones dejaron de percibirse como consecuencia del desempleo, falta de créditos y aumento de los gastos de brasileños en el exterior.
Mientras, en pleno mes de julio, cuando en el Cono Sur americano (su principal mercado emisor) disfrutan de las vacaciones de invierno, la planta hotelera de la Barra de Tijuca -por citar un ejemplo- alcanzó apenas un 8 por ciento de ocupación.
Mucho tiene que ver con ello, sin dudas, los alarmantes índices de criminalidad que exhibe Río de Janeiro, señalado como el Estado más violento de un Brasil que entre 2011 y 2015 registró más muertes violentas que la guerra en Siria.
De acuerdo con el Anuario Brasileño Seguridad Pública, en ese lapso en la nación suramericana fueron contabilizados 278 mil 839 casos de homicidio intencional, robo o daño corporal, seguido de muerte y muertes por intervención policial, frente a las 256 mil 124 muertes violentas registradas en Siria.
Solo en 2015, detalló el director ejecutivo del Foro Brasileño de Seguridad Pública, Renato Sergio Lima, 58 mil 383 brasileños fueron muertos de modo violento e intencional, lo cual equivale a una persona asesinada cada nueve minutos o un promedio de 160 muertos al día. Son 28.6 víctimas por cada 100 mil personas.
Del total de muertes violentas, más de 3 mil 300 fueron resultado de la intervención policial. Dicho de otro modo, cada día al menos nueve personas fueron asesinadas por la policía brasileña, alcanzándose un tasa de letalidad policial de 1.6 muertos por cada 100 mil habitantes, muy superior a la de países como Honduras (1.2) y Sudáfrica (1.1).
El número de efectivos policiales víctimas de homicidios es alto en Brasil. En 2015, fueron asesinados 393 policías; en lo que va de 2017, sólo en Río de Janeiro fueron ultimados 91 policías militares.
En esa entidad se reportaron durante el primer semestre del año 2 mil 723 homicidios dolosos, un 10.2 por ciento más que en el mismo periodo de 2016; 138 latrocinios (robo seguido de muerte) para un incremento comparativo de 21.2.
El incremento más significativo fue el de asesinatos resultantes de “actos de resistencia” a la intervención policial, que fue del 45.3 por ciento, elevando de 400 a 581 el número de casos contabilizados.
Militarizar fue la solución que propuso para enfrentar esta crítica situación el gobierno de Michel Temer. Así, el 28 de julio último fue puesta en marcha en Río la operación Seguridad y Paz, con la participación de más de 10 mil efectivos de las Fuerzas Armadas, de la Fuerza Nacional de Seguridad Pública y de la Policía Federal de Carreteras.
El objetivo, según el ministro de Defensa Raul Jungmann, será “golpear el crimen organizado y retirar su capacidad operacional”; una misión que “tendrá reacciones” (más muertes y más violencia), pero ante las cuales “no vamos a retroceder”, sostuvo.
El ostensivo despliegue de fuerzas fue amparado por un decreto de Garantía de la Ley y el Orden (GLO) emitido por Temer y con validez, solo por una cuestión presupuestaria, del 28 de julio al 31 de diciembre, aunque la operación se prolongará hasta finales de 2018.
La ocupación militar de Río de Janeiro ordenada por Temer es apenas el ensayo de una práctica que pudiera extenderse a otros estados brasileños, alertó el cientista político Jorge Rubem Folena de Oliveira.
Como en 1964, los militares pudieran ser manipulados una vez más para instaurar un estado de excepción contra el pueblo brasileño, sostuvo De Oliveira y subrayó que “Temer y sus socios no entregarán fácilmente el poder” que usurparon el pasado año mediante un golpe muy costoso para la incipiente democracia brasileña.
Tomando en cuenta la manipulación política con vistas al recrudecimiento del estado de excepción, mediante la utilización de las fuerzas militares, puede pensarse que la realización de las elecciones en 2018 es hoy una incógnita, advirtió.
El también abogado denunció que el decreto emitido por Temer contradice la Constitución y la Ley de Empleo de las Fuerzas Armadas, pues para ser autorizada la implementación de la GLO, el gobernador del estado, Luiz Fernando Pezão, debió declarar formalmente que las fuerzas de seguridad estatales son incapaces de combatir el aumento de la violencia allí, lo cual no ocurrió.
En el caso de Río de Janeiro como en los demás estados brasileños, manifestó De Oliveira que el aumento de la violencia urbana está ligado al crecimiento de la pobreza y al corte de fondos públicos, patrocinados por el desgobierno de Temer en este último año. Son causas políticas, económicas y sociales, y los militares no tendrán como eliminarlas, enfatizó.
De ahí que justamente los más afectados por esa espiral violenta sean las capas más pobres y desprotegidas de la sociedad, en especial los afrodescendientes y los habitantes de las favelas de la “Ciudad Maravillosa”, muchas de ellas militarizadas.
En su informe final presentado recientemente, una Comisión Parlamentaria de Investigación sobre Asesinato de Jóvenes en Brasil, encabezada por el senador Lindbergh Farias, del Partido de los Trabajadores, reconoció la gran influencia que la llamada “guerra a las drogas” provoca en la disminución de la población joven y negra.
Como consecuencia de ese combate, la violencia policial es direccionada a este estrato de la sociedad, puntualizó el reporte y lamentó que este accionar cuente con la connivencia y muchas veces con el apoyo explícito de una parcela significativa de la sociedad, sobre todo de las clases medias.
Nuestros trabajos, agregó, revelaron la violencia letal que alcanza a los jóvenes, demostrando que la actuación de los órganos de seguridad pública, en especial de las policías civil y militar, debe ser repensada ante una realidad cruel e innegable: el Estado brasileño, directa o indirectamente, provoca el genocidio de la población joven y negra.
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