“¡Hijo de tu puta madre, baja la cabeza. Ahora vas a valer madre. No me estés viendo. Ponte chingón!”, fueron las palabras de bienvenida que le dieron los custodios del Reclusorio Preventivo Varonil Oriente de la Ciudad de México a Bruno Valdez. Era la media noche de un sábado de 2013 cuando lo ingresaron por vez primera a una lúgubre y austera celda junto con el resto de los primo delincuentes, conocida como zona de ingreso.
Bruno recuerda que fue despojado de sus pertenencias. Los celadores se quedan con todo aquello a lo que puedan “sacarle algo”: unos tenis “chidos”, por ejemplo, narra el joven a Contralínea. A cambio, los prisioneros reciben “pinches chanclas o lo que tengan”.
Actualmente, la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México investiga 4 mil 345 quejas por presuntas violaciones cometidas en las cárceles de la capital, que fueron presentadas entre enero de 2018 y mayo de 2019. El Reclusorio Preventivo Varonil Oriente concentra el 23.6 por ciento de esas denuncias, de acuerdo con datos de la ombudsperson capitalina Nashieli Ramírez.
Las personas que más sufren “allá adentro [en la cárcel]” son quienes padecen de alguna discapacidad, señala Bruno. Aquellos pertenecientes a una comunidad originaria o los analfabetas, asegura. “Si no contestas bien, te pegan chingón”.
Los tratos crueles, inhumanos y degradantes se viven desde el ingreso. Ningún reo parece escapar de ellos, pues en la cárcel –considerada de por sí como un espacio torturante– hasta el espacio que habitan resulta ser un acto de tortura: en las pequeñas celdas de 5 por 5 metros cuadrados se hacinan de cuatro a más personas; y en las más grandes, hasta 50 reos.
Ya en libertad, Bruno recuerda aquellos días tras las rejas: “Me tocó estar con 25 personas. Éramos muchos. Vi que unos güeyes se dormían de gargolita: se amarraban en la puerta [con sábanas, suéteres o bufandas], o dormían en las tumbas [espacio que se forma entre el piso y la primera cama de la litera]”. Otros se apropiaban del espacio correspondiente al sanitario y ahí intentaban conciliar el sueño.
De acuerdo con el Diagnóstico nacional de supervisión penitenciaria –elaborado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH)–, de 1 mil 162 centros de reclusión en el país, 457 están sobrepoblados y 494 presentan autogobierno.
En la capital, se desprende de ese mismo estudio, cinco cárceles se encuentran en esa situación: los reclusorios varoniles Oriente, Norte y Sur; Centro Femenil de Reinserción Social Tepepan; y Penitenciaría Santa Martha Acatitla.
Sentado en las escaleras de un centro social al oriente de la Ciudad, el joven viste con playera negra de manga corta, jeans color azul claro, tenis negros con detalles verdes y una gorra oscura con la visera echada hacia atrás. Desde allí, narra los pesares que pasó en prisión, como ése de “luchar” por un espacio para dormir o de hacer piel gruesa ante los constantes insultos de los custodios.
Para Osvaldo Chavarría Suárez, especialista en derecho penal por el Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe), el que los reclusos tengan que dormir de manera vertical y amarrados a rejas de las celdas con suéteres, cobijas o bufandas “implica una cuestión de tortura”.
El académico de la Facultad de Derecho, de la Universidad Nacional Autónoma de México, advierte que las formas en las que se agrede a los reclusos son variadas y constantes, algunas de ellas son físicas y muy dolorosas, pero en ocasiones no dejan marca o ésta desaparece en menos de 24 horas.
Por ejemplo, se les pega con palos en extremidades del cuerpo, se le obliga a hacer limpieza en cuclillas durante tiempos prolongados sin descanso, les meten alfileres o agujas debajo de las uñas.
Ante la ausencia de marcas, a las víctimas se les dificulta presentar denuncias y pedir audiencia con un juez de ejecución, como lo indica la Ley de Ejecución Penal, para que posteriormente su caso pueda ser revisado bajo el Protocolo de Estambul, explica Adriana Greaves Muñoz, maestra en derecho público y derecho comparado por la Benjamin Cardozo School of Law-Yeshiva University de Nueva York.
No sólo son las agresiones físicas que padecen los reclusos. Otro tema que ocurre detrás de los barrotes se refiere a los daños sicológicos y, al respecto, Estefanía Medina Ruvalcaba, especialista en Sistema Penal Acusatorio por la Escuela Libre de Derecho, refiere que es muy difícil probarlos. “No es lo mismo que el delito tenga poco tiempo a que sea denunciado 2 años después”.
Datos de la CNDH indican que en lo que va de 2019 se han presentado dos quejas por tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes en las prisiones; mientras que en 2017, fueron 68 quejas presentadas por esos delitos de lesa humanidad. “Es oscuro el tema porque claramente hay una cifra negra de gente que no denuncia y que se siente amenazada”, señala la investigadora Greaves Muñoz.
Para 2018, sin embargo, no hay estadísticas similares: la Comisión apunta –en el Diagnóstico nacional de supervisión penitenciaria– que en ese año recibió 143 quejas por violaciones al derecho a la protección de la salud, 24 por transgresiones al derecho al trato digno y cuatro por violaciones al derecho a la integridad y seguridad personal.
El tema de la impunidad también es un factor para no denunciar. Consultadas por medio de la Ley General de Transparencia (solicitudes 000170191118 y 0002700001119), la Fiscalía General de la República –antes Procuraduría– y la Secretaría de la Función Pública (SFP) refieren no tener datos de sanciones aplicadas a celadores y funcionarios de cárceles federales o de propios reos perpetradores de estos delitos.
Para Greaves Muñoz y Medina Ruvalcaba, cofundadoras de la asociación civil Tojil Estrategia Contra la Impunidad, el problema no es la ausencia de datos, sino que las autoridades no investiguen los casos denunciados como tortura, porque las víctimas enfrentan procesos o han cometido delitos.
En entrevista con Contralínea, refieren que esto genera un vicio en el que se percibe a los reos como los malos, gente de la sociedad que no merece la pena de investigar si fueron o no víctimas de violaciones a sus derechos humanos. Son doblemente castigados, desprotegidos por el mismo sistema, coinciden.
Los centros de reclusión deben proporcionar a sus poblaciones lo más básico, como papel higiénico, toallas sanitarias para las mujeres, agua, vestido, medicamentos y alimento en condiciones favorables con base en las Reglas Nelson Mandela, como se les conoce a las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos adoptadas por el Estado mexicano.
Sin embargo esto no siempre se cumple. En el Reclusorio Oriente, por ejemplo, no se les proporcionan utensilios para consumir sus alimentos en el llamado rancho. Bruno relata que únicamente en la zona de ingreso les proporcionaban platos, cucharas y otros enseres: “ahí hay trastecillos, los lavas y los usas. Y si no hay, usas lo que encuentres”.
Ante la falta de insumos básicos y la desesperación, incluso, utilizan sus manos para sostener la comida o de la basura rescatan una botella de plástico, la cortan por la mitad con los dientes y ahí se les sirve el alimento, afirma el abogado Chavarría Suárez.
En el Reclusorio Oriente no sólo hay déficit en servicios básicos, sino incluso los presos pagan para que los funcionarios hagan su trabajo: la organización civil Documenta refiere que en 2016 los celadores cobraban 10 pesos por el pase de lista, lo que les representaba una ganancia superior a los 150 millones de pesos.
Según Bruno, “ingreso es una zona muy cara. Para todo tienes que pagar: si no quieres pasar lista y pasar horas bajo el frío sentado en el patio, si quieres realizar una llamada aunque no contesten, si no quieres hacer fajina [limpieza de las instalaciones]”.
El joven, quien actualmente estudia la licenciatura en derecho, refiere que ya en el anexo 7, él y otros cinco compañeros de celda compraron cobijas en los meses más fríos del año y las colocaban como cortinas.
Las Reglas Nelson Mandela indican que el lugar de alojamiento, en especial los dormitorios, “deberán cumplir todas las normas en condiciones climáticas y, en concreto, al volumen de aire, la superficie mínima, la iluminación, la calefacción”.
Bruno recuerda otra de las penurias frecuentes en la cárcel: los llamados castigos. Para ello se tiene el llamado módulo, adonde mandan a personas castigadas, a los multi-reincidentes o quienes tienen cadenas perpetuas porque los delitos cometidos fueron de alta peligrosidad.
Ahí, detalla, las condiciones son infrahumanas: la comida no alcanza para todos. “Nunca ves la luz del sol y cuando lo haces [los custodios] son muy cuidados. “Sólo sales una vez a la semana al patio para jugar soccer o algo así y te vuelven a clavar abajo”.
El especialista en derecho Chavarría Suárez considera que recluir a alguien en celdas apartadas como castigo es otra forma de violentar los derechos humanos. En un centro de reclusión y readaptación social, el individuo tiene derecho a caminar por los pasillos, y en los días de visita acudir al área correspondiente para convivir con sus familiares.
No obstante, es común que a algunos internos se les aísle sin derecho a recibir visita ni a interactuar con los vigilantes, porque incluso los alimentos les son proporcionados por debajo de la puerta. Para el abogado Chavarría, tan sólo el hecho de que se les impida ver a sus familiares ya constituye una tortura.
Otros castigos son más cotidianos y extendidos. Ejemplo de ello es lo que el propio Bruno vivió al momento en que fue trasladado de la zona de ingreso al centro de observación y comunicación (COC): un custodio lo obligó a hacer “fajina” en cuclillas: los llamados “carritos y patitos”.
El primer “concepto”, explica el joven de 23 años, es que “te ponen en cuclillas con la jerga y los brazos extendidos hacia el piso, para arrastrarla por toda la zona”. El segundo es que, en la misma posición, “vas barriendo con una escobeta; y ahí va toda la fila de chavos persiguiéndose”.
Hacer la fajina quiebra a la persona: Bruno resistió un solo día tanta presión física. Así que desde entonces empezó a pagar a los celadores para no ser obligado a limpiar. Pero no todos tienen los mil o mil 500 pesos que exigen al mes.
Todo ello ocurre a pesar las normas que tienen por objeto prevenir la tortura y respetar la calidad humana de quienes viven privados de la libertad, como la Ley de Ejecución Penal y la Ley General para Investigar, Prevenir y Sancionar la Tortura.
Toda la normatividad se queda en mecanismos y documentos que son letra muerta, no en la realidad de las prisiones, señalan las cofundadoras de Tojil, Greaves Muñoz y Medina Ruvalcaba.
“Valdría la pena poner ahí el foco rojo: no quedarnos sólo con el diagnóstico, sino de volver los ojos en quién y cómo lo evaluarán, y qué resultados están teniendo”, puntualiza Estefanía Medina.
El coordinador del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad (CCTI) guerrerense, Raymundo Díaz Taboada, asegura que con el nuevo sistema judicial quienes están a cargo de velar por el cumplimiento de los derechos humanos son los jueces de control. Sin embargo, en lugar de hacer cumplir la ley, le otorgan la responsabilidad a las comisiones o a las defensorías estatales.
Para que una persona sea torturada tiene que estar bajo el control de alguna autoridad, explica. En muchos casos, detalla, los perpetradores intelectuales son los celadores y los materiales son los propios internos, con lo cual se complica la imputación del ilícito.
Otro factor por el que se alienta la impunidad es que no hay libre acceso a las cárceles para los visitadores de la CNDH, las comisiones estatales y las organizaciones internacionales: para que les permitan entrar, tienen que recorrer la burocracia para que les otorguen los permisos, y esto provoca opacidad.
Díaz Taboada observa que mientras no haya voluntad política será difícil que exista un cambio de fondo. “Mientras no se termine la impunidad, mientras no haya perpetradores sentenciados encarcelados, sabrán que son impunes, que nadie los toca, nadie los castiga y cometerán los mismos actos, aunque las leyes sean muy buenas”.
Para el investigador, no hay esa voluntad política ni a nivel estatal ni federal para acabar con el hacinamiento, la sobrepoblación y sobre todo la y corrupción.
Maiisa Hubert Chackur –investigadora de la organización civil Documenta– advierte que la administración penitenciaria “sigue siendo la misma desde hace dos o tres administraciones: no hemos visto cambios”.
La politóloga por la Universidad Denis Diderot Paris VII observa que en el tema del combate a la corrupción en las cárceles capitalinas es necesario profundizar: ir más allá de los celadores, porque no es el tema de dos o tres funcionarios, “sino de una red muy poderosa que va muy arriba”.
Y agrega que “la Ciudad de México es uno de los estados más atrasados en su sistema local anticorrupción. No vemos que haya ninguna voluntad absoluta para combatir cualquier tipo de corrupción”, a pesar de que figura en el primer peldaño de corrupción carcelaria, con 310 víctimas por cada 1 mil personas privadas de la libertad.
Para conocer su versión sobre los tratos crueles, inhumanos y degradantes y las acciones anticorrupción, Contralínea buscó entrevista con Antonio Hazael Ruiz Ortega, titular de la Subsecretaría del Sistema Penitenciario de la Ciudad de México, pero hasta el cierre de esta edición no hubo respuesta.
Los problemas de las cárceles capitalinas son similares a los que enfrentan las prisiones federales: corrupción, tortura, impunidad. A nivel federal se percibe en las autoridades una actitud de “arrogancia”, señaló Salva LaCruz, miembro del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, durante el seminario virtual México ante el Comité contra la Tortura.
Las cifras más recientes en torno a delitos de lesa humanidad corresponden a 2017. En ese año, un total de 1 mil 328 situaciones riesgosas fueron registradas en centros de reclusión mexicanos, a partir de 415 visitas de supervisión realizadas por la CNDH en su papel de Mecanismo Nacional para Prevenir la Tortura. El 67 por ciento pudo derivarse en actos tortuosos, crueles e inhumanos.
Entre los factores de tortura que el Mecanismo menciona están la sobrepoblación y el hacinamiento, la falta de higiene en instalaciones, el confinamiento prolongado en celdas, alimentos en mal estado, fugas de agua, humedad en paredes, falta de iluminación y ventilación adecuada e insuficiente personal para reinsertar a los reos a la sociedad. Los problemas han sido heredados de administración en administración y aún perviven.
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