Por Cirilo Morales reportaje y Fotografía
Los del “linaje de perros” ó chichimecas constituyen una de las etnias del Continente Americano que jamás bajaron la guardia ante las armas españolas. Batalla tras batalla defendieron su territorio con fuerza y orgullo; por eso lo despectivo de su nombre.
Para controlarlos fue necesario que el engrandecido imperio español, cuyo soberano Carlos V decía “bajo mis reinos jamás se oculta el Sol”, tuviera que enviar a una comisión para firmar un tratado de paz, la única manera de que esta comunidad se integrara a ellos.
El supuesto desarrollo que les ha llegado por medio de quienes ellos llaman kitus –gente de razón–, únicamente los excluyó, ahora su historia ya es otra.
A escasos cinco minutos de la cabecera municipal de San Luis de la Paz, Guanajuato, se localiza la Misión de los Chichimecas, último reducto de esta etnia en peligro de desaparecer junto con sus raíces, costumbres y lengua.
Un irur (hombre), José Guadalupe Hernández, señala: “hace años te metían a la cárcel si bajabas al pueblo con tu traje de manta, porque según las autoridades atentabas contra la moral, es por eso que ahora todos usamos pantalón de mezclilla y camisas”.
En esta tierra árida casi nunca llueve. En sus tres mil 750 hectáreas sólo crecen nopales, tunas y duraznillos (fruta exótica similar a la tuna, pero que se come con todo y cáscara amarilla), no hay otra forma de ganarse la vida más que vendiendo nopales y para los pocos que consiguen emplearse como jornaleros los 70 pesos diarios que ganan son insuficientes. “Hay ocasiones que los patrones te bajan el salario diez pesos porque según ellos no hay producción, y ni modo, tienes que aguantar”, afirma José Guadalupe.
Con sus dos metros de estatura, Jesús Reyes Hernández, de 30 años, es el chichimeca más representativo de este grupo étnico; su pelo se revuelve por el fuerte aire que corre. Es de tez morena, ojos rasgados y con más de 100 kilos de peso, Katzutze cruza los brazos y dice: “lo único que queda para vivir es vender nopalitos, pero nada más consigues juntar 50 pesos y eso no alcanza para mantener a la familia”.
Esta niña recibe una beca de 280 pesos cada dos meses; pero no le alcanza. Su mamá camina 15 kilómetros para cortar nopales que después vende en el pueblo de San Luis.
Sin embargo, el presidente municipal Armando Rangel asegura que a esta comunidad se ha canalizado una gran cantidad de recursos y servicios, pero que no se reflejan en el nivel de vida de la población porque han sido programas, acciones y decisiones que provienen desde afuera y no han tomando en cuenta la naturaleza de su gente.
En la Misión de los Chichimecas las casas son de adobe, láminas de cartón cubren sus techos y por las noches petates sobre el suelo de tierra les sirven de cama y cubren sus cuerpos con escasas cobijas. En sus arenosas paredes, semidesnudas, cuelgan imágenes religiosas.
El alcoholismo y la drogadicción recorren las calles del poblado, en donde 60 % de sus cuatro mil habitantes son analfabetos y el restante 40 % apenas terminó la primaria. La mayoría de los jóvenes se juntan en pareja a los 14 años. Las familias llegan a tener hasta 38 integrantes.
Cuando Vicente Fox era gobernador de Guanajuato inauguró una escuela bilingüe para la comunidad: “Círculo del Conocimiento para el Desarrollo Indígena”, donde se imparten cursos de computación, gastronomía y manualidades. La gente recuerda que fue la primera y única vez que lo vieron y sus palabras no las olvidan: “les prometo que cuando llegue a la silla grande todo va a cambiar”.
¡Claro, que cambió!, exclaman los pobladores. Ahora que Fox está como presidente en la ciudad de México (Kurijii, en medio del agua), “claro que sí cambió; él tiene más dinero, y nosotros estamos más jodidos”.
Hace seis años, en la Misión de los Chichimecas se construyó una nave industrial de siete mil metros cuadrados, que según el presidente municipal, Armando Rancel, tuvo una serie de defectos: “la primera de ellas fue instalarse en la misión y no haber platicado con los integrantes de la comunidad; sucedió una situación similar a la que se dio en San Salvador Atenco, actualmente el local es propiedad del gobierno estatal”.
Según el alcalde, se buscará –utilizando este local– la promoción de autoempleo mediante un vivero empresarial, dividido en talleres de calzado, costura y carpintería, en función de la demanda de la propia comunidad, capacitándolos con el apoyo administrativo de mercadotecnia y comercialización.
Señala que “el gobierno del estado aún espera inversionistas de manera permanente y global en estas instalaciones, pero pensamos que es mejor tener una empresa cuya propietaria sea la propia comunidad, más que tener una compañía de afuera que los tendría sujetos a sueldos y condiciones laborales que no necesariamente son buenas”.
“Cuando fuimos a pedir trabajo a la fábrica nos dijeron que necesitábamos tener estudios, que supiéramos hablar bien el español y ser menores de 25 años; con todo esto nadie de nosotros va a tener trabajo en esta fabrica”, enfatiza Cristóbal Ramírez García.
A pesar de no ofrecer ningún trabajo a los chichimecas, los empresarios iban a necesitar el agua. Cuando se la solicitaron a la comunidad para el funcionamiento de la fabrica, los indígenas contestaron: “si no tenemos trabajo y nos quieren quitar el agua, no queremos que funcione la fábrica”, cuenta Katzutze.
El presidente municipal se refiere a la opresión que ha padecido esta comunidad. “Ya han sido muchos años de cohibirlos, hay que rescatar su dignidad y darles la posibilidad de autodecisión en su comunidad, ya que es especial por sus raíces; es por eso que se pretende crear una comisión en el ayuntamiento para tratar asuntos puramente indígenas.”
Pero las palabras de los kitus, u hombres de razón, ya no tienen ningún valor para los chichimecas. Ellos piensan que la supuesta autonomía de su comunidad los sumirá más en la marginación.
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