Santiago Gallur Santorum*/Segunda parte
La década de 1980 supone el principio de una serie de inercias políticas, policiales, militares y económicas que estarán presentes tanto en la lucha contra el narcotráfico mexicano como en el discurso político antinarco. Es más, para ser exactos, se podría decir que en esta época se puede empezar a identificar la utilización política del discurso de la lucha contra el narcotráfico como medio de justificación para ejercer un férreo y violento control sobre la población civil.
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Y es que esta década está caracterizada por una serie de cambios económicos, políticos y sociales en México que derivaron en una expansión del descontento social a lo largo del país, sobre todo en las zonas más deprimidas, lo cual lleva al desencadenamiento de importantes protestas, huelgas y manifestaciones. Éstas, por su intensidad y continuidad en el tiempo, parecen ser el germen de un levantamiento social al estilo revolucionario que se suponía erradicado en las décadas anteriores. Por ello, la necesidad del control del descontento social se hace evidente desde un primer momento.
El principal problema para las autoridades mexicanas es que la violenta represión de las ideas disidentes –llevada a cabo durante las décadas de 1960 y 1970– fue fuertemente cuestionada a nivel internacional. Por ello, el régimen necesita de una nueva estrategia que permita justificar la violencia y el control social. Paradójicamente, durante la década de 1980 se vive un momento de cierta “apertura” social en el que, a pesar de las dificultades y presiones gubernamentales, surgen algunos medios de comunicación que empiezan a sacar a la luz las miserias del país, convirtiéndose así en vehículos que externalizan el descontento de una parte importante de la población. Todo esto está acompañado por una crisis económica cada vez más aguda, caracterizada por una gran inflación, la devaluación del peso y una crisis alimentaria en determinadas zonas del país que pone de manifiesto que la más exagerada opulencia convive con el hambre y la desnutrición. A la vez, se hace demasiado frecuente la salida a la luz de grandes escándalos de corrupción política, económica y empresarial que evidencian la existencia de poderosas redes clientelares en el centro del sistema mexicano (generalmente documentadas por Proceso y otras revistas de la época).
Un país contra las drogas
En este contexto se hace necesario recordar que ya en la década de 1960, y con continuidad en la de 1970, México alcanzó una serie de acuerdos internacionales en materia antidrogas que le habían permitido ser cada vez más aceptado a nivel mundial, a pesar de su política de persecución de la disidencia, a la vez que construía un discurso contra las drogas muy bien acogido por la comunidad internacional. Así, la retórica antidrogas de la época pivota sobre el ataque al cultivo de estupefacientes como el opio o la mariguana (Juan Barona Lobato, México ante el reto de las drogas) sin hacer apenas mención a la lucha contra el tráfico por el papel de “trampolín” en el transporte de drogas procedentes de otros países de Latinoamérica: “[…] México es uno de los pocos países que combate con energía y radicalidad el tráfico de drogas, con resultados y pruebas evidentes que benefician no sólo a éste, sino a la comunidad internacional… México no puede aceptar ser inculpado del problema de las drogas que sufren otros Estados y jamás aceptará ser señalado como responsable directo o indirecto de ese problema” (ídem).
Así, a partir de 1976 se iniciaron una serie de acciones gubernamentales para erradicar los cultivos de drogas en suelo mexicano que fueron publicitadas con bombo y platillo como la solución contra el narcotráfico y que tuvieron continuidad hasta bien entrada la década de 1980 (Francisco Ortiz Pinchetti, La Operación Cóndor). Sin embargo, a pesar de la insistencia en la eficacia de los procedimientos de erradicación de los cultivos, los datos de los años subsiguientes sobre el tráfico y el consumo de drogas en Estados Unidos acabaron por quitar la razón al gobierno.
Así, las grandes cifras oficiales de destrucción de cientos de hectáreas de plantíos de estupefacientes se veían insignificantes cuando se comparaban con el incremento del tráfico de drogas a través de suelo mexicano (Carlos Loret de Mola, El negocio. La economía de México atrapada por el narcotráfico). Más aún, si se tomaba en cuenta el aumento exponencial del consumo de drogas en Estados Unidos en los años posteriores. Y es que con el paso del tiempo esta campaña antinarcóticos conocida como Operación Cóndor evidenció que el narco mexicano, lejos de verse realmente afectado, salió ampliamente fortalecido al hacerse socio de los colombianos y situarse así a la cabeza del narcotráfico hacia Estados Unidos (Guadalupe González y Marta Tienda, México y Estados Unidos en la cadena internacional del narcotráfico). A partir de este momento, la sociedad mexicana empezó a ser consciente de que el problema del narcotráfico, a pesar del rimbombante discurso gubernamental, iba más allá del cultivo de drogas en territorio mexicano. Concretamente la clave de todo se centraba en los incalculables beneficios económicos obtenidos por el narco mexicano gracias al tráfico de drogas hacia Estados Unidos procedentes de países latinoamericanos, como Colombia (Leónidas Gómez Ordoñez, Cártel:historia de la droga). Entonces, por lógica, la lucha contra el narcotráfico debería haberse centrado en atacar el lavado de dinero procedente del tráfico de estupefacientes. La realidad, sin embargo, fue muy distinta.
La realidad de las políticas contra el narco
A la vez que todo esto ocurría, la violencia política de años anteriores tuvo una continuidad en la décadas de 1970 y 1980: “[…] En el periodo de 1971 a 1986, el investigador Miguel Concha contabilizó 1 mil 351 ejecuciones arbitrarias ocurridas en el país, es decir, un promedio de siete ejecuciones mensuales. Esta cifra había aumentado a 21 muertes por violencia política entre 1989 y 1990. En el periodo de 1988-1994, de acuerdo con la muestra, cada año 47 personas fueron asesinadas y 179 sufrieron diferentes tipos de violencia a causa de las elecciones y la actividad política…” (Mario Rojas Alba, Las manos sucias. Violación de los derechos humanos en México 1988-1995). Concretamente, la organización Americas Human Rights Watch –autora de varios informes sobre la violencia en México– publicó en 1990 el libro Derechos humanos en México, una política de impunidad, en el que se identifica la tendencia a resolver los problemas políticos y policiacos a través del uso del Ejército. En éste se hace especial hincapié en la tolerancia del gobierno ante las violaciones de derechos humanos llevados a cabo por los “servidores públicos” (ídem). Este diagnóstico coincide con algunos de los aspectos señalados en 2007 por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México (Informe especial sobre las quejas en materia de desapariciones forzadas, capítulos II, III, IV y VI).
Al realizar un análisis pormenorizado de una parte de las violaciones de derechos humanos cometidas por la policía y el Ejército desde finales de la década de 1970 hasta la última etapa de 1980 (y con continuidad en décadas posteriores) vemos que están relacionadas con la lucha contra el narcotráfico. Es decir que periódicamente distintos grupos de policías, así como determinados destacamentos del Ejército, llevaron a cabo asaltos, desapariciones, asesinatos, violaciones, torturas y todo tipo de agresiones contra poblaciones (normalmente indígenas y con gran conflictividad social) supuestamente vinculadas con el tráfico de drogas.
Lo más llamativo de todo esto es que en casos concretos estos grupos policiales, militares o paramilitares, han sido finalmente identificados, acusados e incluso condenados por este delito. En este sentido, los casos más sorprendentes fueron los de los grupos de policías que trabajaban respectivamente bajo las órdenes de Arturo el Negro Durazo, Francisco Sahagún Baca o Javier Coello Trejo. Lo realmente paradójico es que los tres ocuparon cargos muy importantes en la lucha contra el narco en distintos cuerpos policiales e incluso en la extinta Dirección Federal de Seguridad (DFS), tristemente conocida por su papel clave en la detención, tortura, desaparición y asesinato de cientos de personas en todo el país.
Precisamente, estos personajes fueron célebres por la represión ejercida bajo su mando contra la población civil. Es más, en 1985 después de un terremoto que provocó el derrumbe de varios edificios, quedaron al descubierto celdas de tortura de la Procuraduría del Distrito Federal, donde eran retenidos y torturados decenas de personas (Leónidas Gómez Ordoñez, Cártel:historia de la droga).
El asesinato que lo cambió todo
Tan sorprendente como lo anterior es el conocimiento que Estados Unidos ha tenido sobre la vinculación de los cuerpos policiales mexicanos en el tráfico de drogas y en especial la DFS. Así, ya en 1951 la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) alababa dicho cuerpo de policía, aunque matizaba: “[…] Algunos jefes de este grupo son poco escrupulosos y han abusado del considerable poder que tienen porque toleran, y de hecho controlan, actividades ilegales como el contrabando de narcóticos” (Sergio Aguayo, La charola. Una historia de los servicios de inteligencia en México). A pesar de conocer perfectamente todas las violaciones de derechos humanos cometidas tanto por la policía como por el Ejército Mexicano (Luis de la Barreda Solórzano, La tortura en México.Un análisis jurídico), la CIA no hizo nada para impedir dichas actitudes o intentar corregirlas (Jennifer Harbury, Truth, torture and the american way. The history and consequences of US involvement in torture). Es más, algunas agencias de inteligencia de Estados Unidos llevaron a cabo todo tipo de torturas en Latinoamérica e incluso llegaron a utilizar el narcotráfico en determinadas ocasiones (Peter Dale Scott y Jonathan Marshall, Cocaine politics. Drugs, armies and the CIA in Central America) como medio para conseguir sus objetivos políticos en países que estaban bajo su influencia (Alfred W McCoy, A question of torture).
A pesar de todo lo anterior, a mediados de la década de 1980 se produjo un suceso que provocó una serie de reacciones que cambiarían la lucha contra el narcotráfico y, como consecuencia, derivarían en una nueva etapa para éste. Me refiero concretamente al asesinato en México del agente de la Agencia Antidrogas Estadunidense (DEA, por su sigla en inglés) Enrique Camarera, en 1985. Este crimen sorprendió por completo a Estados Unidos, que pudo comprobar en sus propias carnes el gran poder que había logrado el narco y el altísimo nivel de corrupción existente en México que alcanzaba amplios sectores políticos.
Este acontecimiento derivó en una serie de acusaciones de corrupción por parte del gobierno de Estados Unidos hacia el mexicano y en un serio enfrentamiento diplomático entre ambos países. Como consecuencia, tiempo después y por las presiones de Estados Unidos, se produjeron las detenciones de algunos de los presuntos responsables del asesinato de Camarena: los narcotráficantes Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca, Don Neto.
Sin embargo, debido a que las responsabilidades sobre el crimen comenzaron a apuntar a las más altas esferas políticas, las críticas hacia el gobierno mexicano continuaron y provocaron que se cuestionara la legalidad de las intervenciones de la DEA en México.
Todo ello derivó en la emisión en Estados Unidos de una serie de televisión que destapó el nivel de corrupción política que había logrado el narco mexicano. De este modo, la presión sobre México fue tan grande que no quedó otro remedio que aplicar una nueva estrategia constante en la lucha contra el tráfico de drogas: la persecución de las grandes figuras conocidas del narcotráfico. Y es que a pesar de que todo el mundo sabía de las conexiones del narco con políticos y empresarios mexicanos, el gobierno necesitaba capturar a algunos de éstos para dar ejemplo ante la comunidad internacional que empezaba a cuestionarlo seriamente. Así, a finales de la década de 1980 fue detenido el mítico narcotraficante Miguel Ángel Félix Gallardo. Su aprehensión supuso el fin de una etapa del narco en México y el comienzo de otra, que traería desastrosas consecuencias para la verdadera víctima de las políticas antinarco: la sociedad mexicana.
*Doctorante en historia contemporánea por la Universidad de Santiago de Compostela, España