Pasta de Conchos: rescatar la dignidad

Pasta de Conchos: rescatar la dignidad

A la memoria de mi abuelo Manuel Maldonado

y mi tío Fernando Ortiz, mineros del infinito

La degradación de las condiciones laborales –tendencia creciente en el México actual– constituye una de las violaciones más comunes a la dignidad y a los derechos laborales de las personas. El trabajador, en la medida en que va siendo desposeído de su calidad humana, va adquiriendo el status propio de una mercancía y, en ocasiones, ni siquiera eso –baste señalar que mientras las mercancías cruzan libremente a Estados Unidos gracias al Tratado de Libre Comercio, los trabajadores mexicanos no gozan del mismo privilegio, cruzando cada año miles de ellos la frontera por el desierto, a escondidas de la patrulla fronteriza y huyendo de gavillas de asaltantes y sicarios.

Con la llegada de la tecnocracia al poder en 1982 se inició una asonada contra los trabajadores, exigiéndoles cada vez mayores “sacrificios” (eufemismo usado para no llamar por su nombre a la pauperización del trabajo), en tanto que las élites políticas y económicas seguían gozando de toda clase de privilegios. El derecho al trabajo digno, justamente remunerado, es una entelequia en un país como México, en donde dos de cada tres trabajadores reciben un salario menor o igual a los 5 mil 400 pesos mensuales, cuando las estimaciones indican que un salario mínimo justo debería estar por encima de los 8 mil 400 pesos mensuales.

Un caso sintomático de la vulneración de los derechos laborales –por el dolor vigente que su memoria evoca y por la confluencia de actores y circunstancias adversas– es el de los mineros; en particular, el de los trabajadores de las minas de carbón del estado norteño de Coahuila. El 19 de febrero de 2006, una explosión en uno de los pozos de la mina Pasta de Conchos, ubicada en la región al Norte de la entidad, derrumbó los túneles de salida atrapando en su interior a 65 mineros, y dejando al descubierto una larga cadena de complicidades entre el gobierno foxista y el propietario de la mina, el poderoso emporio Grupo México de Germán Larrea.

Meses antes de la explosión, los mineros de Pasta de Conchos habían hecho llegar su inconformidad a las autoridades y a los administradores de la mina por las altas concentraciones de gas presentes en el lugar, así como por las condiciones de alto riesgo que enfrentaban en sus labores diarias. Sus quejas no fueron atendidas, orillándolos a convocar a 14 protestas y a tres intentos de huelga sin tener una sola respuesta favorable por parte de Grupo México. Diecinueve meses antes del siniestro, la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, en una de sus inspecciones a la mina, detectó decenas de irregularidades en su funcionamiento; sin embargo, fue hasta un año después que se le exigió a Grupo México solventarlas, pero ésta nunca lo hizo.

Mientras que en el mundialmente famoso rescate de los 33 mineros chilenos el presidente de aquel país –Sebastián Piñera– hizo presencia de inmediato, en Pasta de Conchos el entonces presidente Vicente Fox nunca estuvo en el lugar, y ni él ni Felipe Calderón ni Enrique Peña Nieto se reunieron con los más de 300 familiares de los mineros. En Chile, a pesar de que los mineros se encontraban a más de 700 metros de profundidad, nunca se suspendió la búsqueda y el primer contacto con los mineros atrapados se hizo el día 17. En México los mineros estaban a 150 metros de profundidad, sin embargo la búsqueda se suspendió al quinto día. Había prisa tanto de las autoridades como de Minera Grupo México por enterrar el caso, darle vuelta a la página y olvidarse para siempre de los mineros atrapados. Con crudeza, el obispo de Saltillo, Raúl Vera, señaló que, mientras enChile, el gobierno federal y los empresarios se unieron para rescatar a los mineros, en México se unieron para impedirlo”. El objetivo principal era desviar inmediatamente hacia otro lado la atención de la opinión pública, que no se supiera que en México la mayoría de los mineros carecen de protección social, con sueldos de hambre y condiciones laborales deplorables. No querían que se supiera, por ejemplo, que en esa mina las vigas que brindaban soporte a los túneles fueron removidas para no gastar en ellas, o que desde dos meses antes se sabía que el sistema de ventilación no funcionaba de manera adecuada y el equipo eléctrico presentaba una serie de fallas.

¿Qué hay detrás de este asunto? Impunidad al más alto nivel. El dueño de la mina es Germán Larrea, el tercer hombre más rico de México. El año del accidente obtuvo utilidades por 2 mil 600 millones de dólares. En cambio, las viudas de los mineros reciben una pensión mensual de sólo 2 mil 200 pesos. Se ha señalado que Marta Sahagún, esposa del entonces presidente de México, obtuvo de Germán Larrea cuantiosos recursos para financiar su Fundación Vamos México, y que Francisco Javier Salazar, secretario del Trabajo al momento del accidente y quien hizo todo lo que estuvo a su alcance para suspender lo más rápido posible las labores de rescate, era propietario de una empresa proveedora de Minera Grupo México.

Tanto la minera como el gobierno mexicano se anticiparon para dar por muertos a los mineros, señalando la imposibilidad de rescatarlos con vida y argumento que seguramente todos habrían fallecido calcinados por la explosión. Sin embargo, meses después dos cadáveres lograron ser rescatados, y cuyas autopsias indicaron que la causa de muerte fue por asfixia y no por calcinamiento. Desde entonces se hicieron esfuerzos para llegar al resto de los 63 cuerpos, pero los gobiernos de Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto se opusieron al rescate, aduciendo altas concentraciones de gas que lo impedirían. Contrario a la versión oficial, en 2007 el sitio fue analizado por expertos que no encontraron una sola razón técnica para no efectuar el rescate de los cuerpos. Al año siguiente, un grupo de mineros sindicalizados intentó realizar por su cuenta la operación de rescate; sin embargo, antes de llegar a los restos mortales de sus compañeros fue empleada la fuerza pública para impedirlo.

La obsesión por evitar el rescate obedece a dos motivos. En principio, imposibilitar las autopsias que determinarían las causas de muerte y dotarían de amplios elementos a los familiares para sustentar sus denuncias contra la minera y las autoridades de ese entonces. Por otra parte, si al ser localizados los cuerpos se observa que éstos se encuentran agrupados, se desvanecería la hipótesis oficial de muerte por la explosión y se confirmaría que los dejaron morir esperando un rescate que nunca llegó. Incluso existen testimonios de rescatistas que afirman haber escuchado ruidos de palas y picos golpeando piezas de metal, ruidos de mineros luchando por sus vidas que jamás fueron atendidos por las autoridades responsables.

Desde entonces se han sucedido una serie de accidentes en las minas mexicanas sin que las condiciones laborales hayan mejorado. La Recomendación 85 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos acusó al gobierno mexicano por su omisión y negligencia, sentando las condiciones para que los empresarios no obedezcan las leyes laborales y sometan a los mineros a regímenes de subcontratación, bajos salarios y alto riesgo. Las administraciones de Fox, Calderón y Peña Nieto fallaron en garantizar condiciones laborales dignas para el trabajador mexicano. Irónicamente, Grupo México, en vez de ser sancionada por el accidente con el retiro de la concesión, fue premiada con cinco concesiones adicionales para exploración y explotación de yacimientos minerales.

Frente a este estado de cosas, es de celebrarse el acuerdo firmado el 14 de septiembre pasado entre el gobierno federal y los familiares de los 65 mineros atrapados, por medio del cual el presidente Andrés Manuel López Obrador instruye a la Comisión Federal de Electricidad realizar el rescate de los cuerpos, se acuerda la construcción de un memorial y la indemnización individual a los 65 núcleos familiares, así como la reparación colectiva y medidas de no repetición. Es un paso necesario, aunque lamentablemente insuficiente. Haber abandonado a los mineros es una ofensa imperdonable. Cuando se abusa del más débil no hay perdón que alcance. El mismo Jesús, dirigiéndose a sus discípulos, así lo reconoció: “pobre del que hace caer a los demás. Sería mejor que lo echaran al mar con una piedra de molino colgada al cuello, antes de que haga caer a uno solo de estos pequeños” (Lucas 17:1-2).

También Hannah Arendt, la gran filósofa política del siglo XX, lo sintetizó magistralmente: “hay crímenes que no se pueden castigar ni perdonar”. Nada devolverá la vida de los mineros y nada compensará el dolor de sus familias, pero rescatar los cuerpos es un paso necesario para dignificar su memoria y la de sus familias. Que sea para todos nosotros un eterno recordatorio: nunca más.

Erick Limas*

*Doctor en economía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. https://perifractal.wordpress.com/ Twitter: @perifractal

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