Entre dos fuegos, el del Estado y la delincuencia organizada, el sacerdote jesuita Pedro Pantoja Arreola lucha por la protección de los migrantes en territorio mexicano, desde el Suchiate al Río Bravo, convertida en la principal frontera del mundo en incidencia de secuestro de indocumentados
En 2005 se registraron los primeros secuestros de migrantes a manos de células de Los Zetas, la organización criminal más sanguinaria que opera en México. Se supo de ellos por la denuncia pública de Pedro Pantoja Arreola, un sacerdote jesuita avecindado en Saltillo, Coahuila. Desde entonces, padre Pedro, como le llaman sus fieles, emprendió una férrea batalla para que el gobierno mexicano cumpla con los acuerdos internacionales que le obligan a garantizar la integridad de los migrantes en territorio nacional. En respuesta, el Senado de la República dictamina un proyecto de ley antisecuestro, que podría aprobarse en los próximos días, pero Pantoja paga un alto precio: el acoso de dos frentes –el del Estado y el de la delincuencia organizada– en su contra.
Pedro Pantoja Arreola es un sacerdote aguerrido. Formado en la enseñanza de la teología de la liberación, en los últimos 45 años hizo suya la lucha de los grupos más vulnerables, que en este país, paulatinamente, se convierten en mayoría. Su primera batalla la libró en los campos de uva de California, Estados Unidos, cuando en 1965 organizó la exigencia de salarios justos para los pizcadores, todos ellos mexicanos; y logró que se incrementaran las remuneraciones por jornal.
De regresó a México, en Coahuila, se unió a los movimientos obreros que exigían trato digno y se eliminaran las prácticas de explotación, batalla que derivó en la huelga que los obreros de las empresas Cinsa y Cifunsa protagonizaron por primera vez en la historia de Saltillo –terruño de cacicazgos patronales miembros de la extrema derecha en el país–. En represalia, Pantoja fue enviado a Ciudad Acuña, la última frontera en la entidad.
Su estancia en aquel municipio, estratégico en el cruce hacia Estados Unidos, fue determinante para la labor que desempeñaría los siguientes 40 años, misma que hoy tiene a este sacerdote en la mira de quienes han hecho del secuestro, extorsión y trata de migrantes un redituable negocio. En Acuña fundó la primera Casa del Migrante; a su regreso a Saltillo se encontró con las oleadas migratorias que dejaron los devastadores huracanes de 1998 en Centroamérica.
Para brindarles alimentación, vestido, alojamiento y asesoría jurídica y sicológica en su peregrinar hacia Estados Unidos, creó la asociación civil Frontera con Justicia, que opera a nivel nacional, y fundó en Saltillo el albergue Belén, Posada del Migrante. En el territorio de “los de la letra” (como se denomina en Centroamérica a Los Zetas), en la antesala de la puerta del desierto, Pedro Pantoja tiende la mano a cientos de guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, nicaragüenses y suramericanos que transitan el último trecho de la ruta del ferrocarril –la que usan los indocumentados más empobrecidos.
Hoy, esta suerte de Padre Coraje vive acosado, sus teléfonos están intervenidos; debió aceptar las medidas cautelares que la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) pidió para él al gobierno federal al considerar que está en riesgo su vida. Su “error”, denunciar activamente la participación de las autoridades de toda índole en el redituable negocio del secuestro de migrantes.
Testigo del horror
El trasiego de migrantes secuestrados en el sureste y liberados en el norte convirtió a Belén en uno de los principales refugios para víctimas de secuestro, y a Pedro Pantoja, en confidente de sus horrores como cautivos de los temibles Zetas. Así supo de la tortura física y psicológica, del infalible abuso sexual a las mujeres, de la saña que aplican para apurar el pago del rescate, y de la esquizofrénica praxicidad con la que Los Zetas se deshacen de quien, finalmente, no pudo pagar su libertad (destazándolo y quemándolo).
Con base en los testimonios de cientos de víctimas, la organización Frontera con Justicia estableció el modus operandi (que posteriormente oficializarían las autoridades federales), el cual develó que el otrora brazo armado del cártel del Golfo encontró en el secuestro de migrantes un lucrativo negocio que le genera millonarios ingresos por el cobro de rescates y la trata de hombres y mujeres con fines de explotación sexual y laboral.
Las organizaciones en las que participa Pantoja –Frontera con Justicia, Humanidad sin Fronteras y Belén– develaron que de frontera a frontera, de Tapachula a Piedras Negras y de Tijuana a Matamoros, entre el Suchiate y el Río Bravo, Los Zetas expandieron su ilícito negocio con la colusión de autoridades de todos los niveles, incluidas las del Instituto Nacional de Migración y la participación directa de elementos de todo tipo de corporaciones policiacas. Cuando lo denunció públicamente, sus teléfonos fueros intervenidos y comenzó a recibir llamadas telefónicas intimidatorias y amenazas. Sin embargo, junto con la red de organizaciones que integran el Foro Migraciones, comenzó a reportar cada caso ante la Red del Registro Nacional de Agresiones a Migrantes. Fundamentada en dicha información, en junio de 2009, la CNDH emitió el Informe especial sobre los casos de secuestro en contra de migrantes.
Pedro Pantoja, excoordinador de Pastoral Social –grupo de la iglesia católica conformado por sacerdotes y religiosas progresistas–, dice que el secuestro de migrantes es la peor degradación detectada en el fenómeno migratorio, pues no sólo implica el cautiverio con la tortura física y psicológica de rigor, sino el hacer extensivo el infierno a las familias que suelen ser las más pobres de Centroamérica. Sensibilizado por el sufrimiento de las víctimas, tocó puertas para que las autoridades oyeran su clamor; pero a medida que su lucha se volvió agenda pública –en la Suprema Corte de Justicia, en el Poder Legislativo, en docenas de foros en México y el extranjero–, “se vino fuerte la ofensiva del Estado y del crimen organizado”, sintetiza.
La razón, reflexiona el sacerdote, “es que tocamos muchos intereses, intereses comunes entre muchos funcionarios y el crimen organizado”.
?¿Actúan en sociedad?
?¡Claro! –responde Pantoja y no puede dejar pasar que la pregunta le resulta obvia– Es tan evidente. Sólo así se explica que el negocio que se hace con los migrantes sea tan redituable y que el gobierno federal y los locales sean omisos al calvario que sufre en México el migrante centroamericano.
En abril de 2009, en la ciudad de Cuernavaca, Pantoja recibió el prestigiado premio de derechos humanos Sergio Méndez Arceo, destinado a reconocer y apoyar a las organizaciones, grupos y personas destacadas por su valor en la defensa de los derechos humanos en México. Paradójicamente, en los meses posteriores se incrementó el acoso en su contra: comenzó a recibir llamadas telefónicas donde, al descolgar el auricular solamente se oían los latidos de un corazón, luego otras donde le lanzaban ofensas y le sugerían “dedicarse a otra cosa”. Pronto el espionaje telefónico y las llamadas anónimas se acompañaron de agresiones más directas.
El 2 de octubre a las 11:00 horas, un hombre se paró a la puerta del albergue para gritar que todos los que estaban allí eran asesinos y agredir verbalmente a un migrante; un hombre rompió en la puerta dos botellas de vidrio para amenazar a los migrantes calificándolos de criminales. El 4 de octubre, una mujer acudió al Instituto Nacional de Migración para exigir que deportaran a tres centroamericanos a quienes una lugareña brindó hospedaje.
El 10 de octubre, dos policías federales irrumpieron en las instalaciones de Belén para exigir los números telefónicos de Pantoja. La madrugada del día siguiente, un grupo de unas 12 personas hizo explotar el transformador de energía y dejó sin suministro al albergue.
Desde Ginebra, el Observatorio para la Protección de los Defensores de Derechos Humanos, programa conjunto de la Organización Mundial Contra la Tortura y de la Federación Internacional de Derechos Humanos, lanzó una alerta urgente –el 13 de octubre del año pasado–, exigiendo al gobierno mexicano garantizar la seguridad y la integridad física y psicológica de Pedro Pantoja y los integrantes de Belén. Se exigió al presidente Felipe Calderón, al secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, y al gobernador de Coahuila, Humberto Moreira, cumplir con lo dispuesto por la Declaración sobre los Defensores de los Derechos Humanos, ratificada por el Estado mexicano.
La madrugada del 25 de octubre, un grupo de personas apedreó el albergue y rompió las ventanas. “¡No los queremos aquí! ¡Criminales!”, gritaban desde la calle. Tres días después, intentaron ingresar saltando la barda mientras otros lanzaban piedras.
El 4 de noviembre, la Secretaría de Gobernación emitió un comunicado en el que condenó las agresiones contra el personal de Belén y se comprometió a garantizar la seguridad de Pantoja y su equipo, pero la tensión continuó.
El 7 de noviembre, organizaciones nacionales e internacionales de defensa de derechos humanos lanzaron una alerta urgente para exigir la protección del presbítero, y la CNDH pidió al gobierno federal medidas cautelares. En su alerta, el Observatorio para la Protección de los Defensores de Derechos Humanos dice que teme por la integridad de los defensores de Belén y de las organizaciones Frontera con Justicia y Humanidad sin Fronteras, las tres las encabeza el sacerdote Pantoja.
El documento que al respecto emitió Amnistía Internacional es aún más desalentador, dice que la Procuraduría General de Justicia del Estado de Coahuila ha sugerido el cierre del refugio, “ya que no es probable que el acoso cese”.
Un nuevo evangelio
Pedro Pantoja predica un nuevo precepto evangélico: “No criminalizarás ni penalizarás la persona del migrante extranjero”. Pero la política del gobierno actual se intensifica en sentido contrario. El pasado 6 de octubre, cuando arreciaban las agresiones al personal de Belén, diputados locales “del grupo parlamentario de Felipe Calderón” presentaron un punto de acuerdo (promovido por el legislador panista Carlos Ulises Orta) para que el Congreso de la Unión controle y limite las funciones de las 47 casas del migrante que operan en el país.
“En el punto de acuerdo, los diputados acusan a las casas del migrante de violar la ley y se descalifica el trabajo a favor de los derechos de los migrantes, también se recalcan los artículos de la ley que impone sanciones a quienes protegen a los migrantes. La actitud de los legisladores abona a la criminalización de los migrantes, y es parte del acoso institucional”, denuncia Pantoja.
Gabriel Pérez, de la organización Sin Fronteras, explica que el proyecto de gobierno de controlar las casas del migrante ha ido acompañado de una campaña de xenofobia y discriminación.
La criminalización de la población indocumentada se ha hecho extensiva a quienes defienden sus derechos, resume Alberto Brunori, representante en México del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, después de su visita a Belén el pasado 9 de noviembre.
A juicio de la Organización de las Naciones Unidas, la situación de riesgo se relaciona con que la migración trasnacional “sigue siendo un negocio en México, gestionado principalmente por redes de bandas involucradas en el contrabando, la trata de personas y el tráfico de drogas, con la colaboración de las autoridades locales, municipales, estatales y federales”.
Raúl Vera, obispo de Saltillo, dice que el riesgo no ha cesado, azuzado por las propuestas de los legisladores locales que califica como xenofóbicas. Por ello, responsabiliza a los legisladores “de lo que pueda sucederle al padre Pantoja y a sus colaboradores”. No descarta que pudieran registrarse asesinatos y desapariciones.
Así que ahora, los misioneros que laboran en el albergue (jóvenes entre los 18 y 25 años de edad) tienen que azuzar los sentidos para repeler la agresión oficial, tal como lo hacen para identificar al coyote, al enganchador disfrazado, al empleado de Los Zetas que, aprovechándose de la descalificación que el gobierno hace de las casas del migrante, osa infiltrarse en los albergues para cazar a la presa engatusándola con un desayuno convidado, compartiéndole su conocimiento de la zona, ofreciéndole protección en el camino y, por qué no, un cruce a bajo precio.
Pese al acoso, Padre Coraje no se detiene, actualmente asesora nuevos proyectos en beneficio de migrantes en Torreón, Agua Prieta, Altar, Coatzacoalcos y Tierra Blanca, y en el Senado de la República promueve reformas a la ley para descriminalizar al migrante. En su lucha, Pedro Pantoja inscribe un nuevo mandamiento: “No violarás el derecho del forastero”.
Política migratoria fascista
En septiembre pasado, legisladores federales presentaron un proyecto de ley antisecuestro –en discusión actualmente en el Senado de la República– anunciado por los senadores como un avance en la protección de los migrantes. Pedro Joaquín Coldwell dice que dicha ley es una respuesta a las quejas y denuncias de las organizaciones por los secuestros, pero Pedro Pantoja opina que aún cuando se apruebe dicha ley, “es un esfuerzo mínimo e insuficiente”, pues, adelanta, en el marco de la actual política migratoria la ley antisecuestro difícilmente se aplicará para proteger a un indocumentado.
“Sabemos que hay grupos a quienes jamás llegará el poder de esa ley, y dudamos que se presente a los agresores de secuestro y que se les imponga una pena realmente significativa, y, sobre todo, que se busque resarcir el daño de la víctima. Para eso falta mucho, porque no basta que se expida una ley si no hay consenso de la sociedad y un recibimiento y un espacio y un contexto de aplicación de esa ley”.
Explica que una muestra es la reticencia del gobierno a derogar los artículos de la Ley General de Población que criminalizan la migración, tales como el artículo 118, que impone hasta 10 años de prisión para el extranjero, que habiendo sido expulsado se interne nuevamente al territorio nacional sin acuerdo de readmisión; el 123, que impone hasta dos años de prisión y una multa de 300 a 5 mil pesos al extranjero que se interne ilegalmente al país; y el 127, que impone cinco años de prisión al mexicano que contraiga matrimonio con un extranjero sólo con el objeto de que éste pueda radicar en el país acogiéndose a los beneficios que la ley establece para estos casos.
Sumado el modelo de detención del migrante indocumentado que “ordinariamente se realiza con violencia y con la colaboración de elementos policiacos sin ninguna autoridad en la materia, además del espacio donde es asegurado el migrante: en muchísimos casos la cárcel común de delincuentes, o la estación migratoria, que no pierde su dimensión carcelaria para una persona, quien, forzada por el hambre y el abandono social, sólo por buscar trabajo atraviesa el territorio mexicano recibiendo todo tipo de agravios”.
Pedro Pantoja explica que, desde la perspectiva de los derechos humanos, “la penalización que hace el aparato legislativo es inadmisible por distanciarse de las exigencias sociales y el respeto a los derechos humanos”. Asegura que la ley que castiga por la vía penal la migración centroamericana “vulnera los derechos humanos de la población migrante, ya que atenta contra su libertad, contra su dignidad, pero también contra su vida, colocando las condiciones de estas personas en el riesgo total de la vulnerabilidad más grande que pueda tolerar cualquier ser humano”.
A propósito de tal situación, en julio pasado, en su columna en el Diario de San Diego, el relator especial de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos de las Personas Migrantes, Jorge A. Bustamante, escribió: “A mi regreso de varias reuniones en Ginebra donde escuché los informes de quienes, como relatores especiales, componemos el grupo de Procedimientos Especiales del Consejo de derechos humanos de la ONU, me encontré con profunda pena y vergüenza que México se encuentra entre los países donde se comenten las mayores violaciones a los derechos humanos de los migrantes en el mundo”.
Ello, escribe Bustamante, se relaciona con la negativa del gobierno a “que en nuestro país se cumplan las condiciones más básicas de un verdadero estado de derecho”.
Pantoja resume que “al criminalizar la migración, México criminaliza la miseria y el abandono social, que es la realidad de todos los migrantes centroamericanos cuyo único pecado es intentar llegar a Estados Unidos, igual que los mexicanos”. (ALP)