Criminalizar las sustancias y su consumo sólo agrava el sufrimiento humano y refuerza el poder de los cárteles de la droga. Sustraer este problema del ámbito penal y policiaco es un primer paso para evitar los resultados indeseados de las políticas prohibicionistas. Prohibir ciertas plantas es una absurda pretensión antropocéntrica. Es como declarar ilegal al mar, al viento o a las montañas
México, una tierra habitada por culturas milenarias, se apresta a debatir un conjunto de normas en torno a la legalización de las drogas.
Así definido, el debate parece estrecho, reducido a las premisas del consumismo occidental. Incorporar la mirada de las culturas ancestrales sobre el uso de sustancias, puede arrojar luz sobre el tema.
La drogadicción, un fenómeno moderno
La drogadicción es estrictamente un fenómeno de la sociedad industrial. El uso de sustancias que alteran la conciencia atraviesa todas las culturas y todos los tiempos: alcohol, tabaco y otras plantas maestras son el centro de rituales religiosos y prácticas colectivas que tienen en común el intento por trascender la individualidad y conectarse con otras capas de realidad. El significado antropológico de esta pauta común a la naturaleza humana está lejos de ser revelado.
Con todo, en las sociedades tradicionales no existen las adicciones como patología masiva. El uso de sustancias “mágicas” está regulado por su uso ritual –controlado por chamanes, autoridades o sacerdotes– y por la disponibilidad cíclica y limitada de estas sustancias, atada a los tiempos de la naturaleza.
La sociedad industrial capitalista ha convertido en un problema el abuso de sustancias, a partir de tres factores: la multiplicación artificial de opciones –muchas de ellas de alto contenido tóxico y poder adictivo–; la creación de un mercado de suministro continuo (para aquellos que lo pueden pagar); y la separación de su uso del significado ritual que reviste en las sociedades tradicionales.
Así, los estados alterados de conciencia, una práctica sanadora y terapéutica en entornos controlados, se convierte en un acto de consumo solitario y compulsivo, desprovisto de significado espiritual: un vicio enfermante del cuerpo y el espíritu de millones de personas que buscan mitigar un extendido sentimiento de desconexión.
Ciertamente, criminalizar las sustancias y su consumo sólo agrava el sufrimiento humano, refuerza el poder de los cárteles de la droga y muestra una profunda ignorancia sobre las raíces del problema.
Sustraer este problema del ámbito penal y policiaco es un primer paso para evitar los resultados indeseados de las políticas prohibicionistas.
Sin embargo, esta simple medida no responde a todas las preguntas: ¿Legalización irrestricta del consumo, producción y comercialización de cualquier sustancia? Y si no de todas: ¿Cuáles sí y cuáles no?
Legalizar las plantas: una reverencia a lo sagrado
Hay una distinción simple que puede ordenar el debate, donde los conocimientos de las culturas ancestrales se dan la mano con la ciencia moderna.
Prohibir ciertas plantas es una absurda pretensión antropocéntrica. Es como declarar ilegal al mar, al viento o a las montañas. Es desconocer que en la delicada trama de seres e interconexiones que son los ecosistemas, hay circunstancias y equilibrios más allá de nuestro entendimiento. Ante este orden sagrado, se impone la prudencia como la más sabia conducta colectiva.
El uso de plantas no debe estar sujeto a leyes humanas, más allá de aquellas que aconsejen saberes milenarios o de amplísimo consenso. La relación que asumimos con ciertas especies vegetales debe formar parte del libre albedrío de cada individuo y cada colectividad en el entretejido de culturas ancestrales y modernas que conforma el mundo de hoy.
Este simple principio permite despejar de una vez varios debates parlamentarios inútiles y engañosos, y desarmar las pretensiones de algunas corporaciones por reglamentar y patentar el uso de la naturaleza.
Legalizar las plantas, en forma genérica y como principio universal, permite bloquear los intentos de los intereses farmacéuticos por prohibir las plantas medicinales, o reglamentar su uso en favor de intereses privados y en detrimento de las libertades humanas.
Legalizar las plantas también resuelve de una vez todas las controversias en torno al uso de la marihuana, la ayahuasca, el peyote, los hongos y otras plantas maestras.
Principios antiguos, ciencia moderna
Los interminables debates en torno al efecto perjudicial o benéfico de estas plantas se resuelven apelando a principios simples del saber antiguo que hemos olvidado, y conocimientos científicos modernos que al parecer queremos ignorar.
Hace siglos, el eximio Paracelso definió: “Nada es veneno, todo es veneno. La diferencia está en la dosis”.
Más recientemente, Gregory Bateson resumió el mismo principio en términos científicos: “En biología no hay valores monótonos”.
Para el metabolismo de los seres vivos, ninguna sustancia es buena o mala en sí misma. Su efecto depende de umbrales máximos o mínimos de administración.
Eso explica por qué –de la misma manera que ciertas drogas industriales– la marihuana puede ser un eficaz antidepresivo en una etapa, y un potenciador de depresión en otra. O por qué para algunos se convierte en una prisión de dependencia, y para otros en una herramienta para una vida mejor.
Frecuentemente estigmatizadas, las plantas maestras tienen un enorme poder sanador y terapéutico. Las ceremonias de ayahuasca, peyote y otras plantas, provenientes de culturas ancestrales, reparan angustias, miedos y traumas profundos. Debido al tabú en torno a su uso y a la ambigua situación legal, su uso en ambientes urbanos es reducido, aunque cada vez más se experimenta en tratamientos profesionales.
Las plantas inductoras de estados alterados de conciencia no deben ser tratadas con liviandad. Su uso conlleva una potencial peligrosidad en cuanto a los efectos sobre la percepción, la capacidad de autocontrol y otros aspectos que aconsejan su administración en entornos controlados. Su legalización no debe asumirse como un alegre llamado a su conversión en mercancía de uso cotidiano.
Sin embargo, la legalización de las plantas como política sanitaria general tiene una salvaguarda adicional: el peligro químico que entrañan, en comparación con las drogas y el alcohol, es infinitamente menor. La experiencia indica que las plantas contienen su propio mecanismo regulador del exceso, que no provoca la espiral de consumo compulsivo que puede observarse en las drogas y el alcohol.
Como corolario, hace falta admitir que, en esta era de manipulación genética en todos los niveles, es borrosa la frontera que separa a las plantas “originarias” de las plantas de diseño y las drogas producidas mediante la manipulación industrial de productos naturales. Este debate pendiente nos lleva al segundo punto del planteamiento.
Combatir las drogas: un cambio cultural
En la sociedad occidental, la prohibición de las plantas maestras y la ilegalización de ciertas drogas, va acompañada de un paradójico fomento del uso generalizado de drogas legales como política hegemónica de salud, en desmedro de las terapias metabólicas y naturistas.
Hay un discurso engañoso en torno a la “seguridad” y la “eficacia” que esta estrategia le ofrece a los enfermos. La medicina centrada en fármacos basa su poder en una red de intereses que impone esa vía como la “única solución” en casi todos los niveles, y ha convertido a la corporación médica en un poder de facto, pero tanto su seguridad como su eficacia deben ser puestas en tela de juicio. En Estados Unidos la Iatrogenia –la muerte del paciente como consecuencia del tratamiento médico dispuesto– es la tercera causa de muerte, detrás del cáncer y el infarto. No se trata de muertes por mala praxis, o por error del enfermo en seguir las instrucciones: se trata de muertes por seguir el tratamiento al pie de la letra, ya sea a causa de los efectos secundarios, errores en el diagnóstico o complicaciones evitables.
Es decir que las drogas legales, incluso cuando son administradas profesionalmente, entrañan al menos tantos peligros como las ilegales. ¿Debemos, a la vista de esas estadísticas, prohibir los fármacos y la investigación médica asociada al uso de drogas?
Evidentemente no. A la par de las víctimas, millones de personas encuentran alivio y cura en los tratamientos en base a fármacos.
De lo que se trata es de visualizar que las políticas prohibicionistas de sustancias no tienen fundamento en los presuntos “peligros”, ya que de ser así, debiera prohibirse un enorme porcentaje de medicamentos con un alto potencial tóxico, o el ejercicio mismo de la medicina alopática. Ni qué decirse del alcohol, que lidera la tabla de efectos dañinos, accidentes y enfermedades derivadas de su abuso.
Se trata también de incorporar una visión más comprehensiva del problema de las drogas –tanto las legales como las ilegales– y poner en su correcta perspectiva la distinción con las plantas.
Legalizar las plantas, combatir las drogas
Combatir las drogas comprende no solamente una batalla contra el abuso de drogas químicas como la cocaína, heroína y otros enervantes, sino también contra una cultura que santifica el uso de antidepresivos, ansiolíticos y pastillas para dormir. Es absurdo constatar que, al mismo tiempo, esta misma cultura criminaliza elementos sagrados provenientes del mundo natural, cuyos riesgos y contraindicaciones son incomparables.
Legalizar las plantas es un principio simple que reduce la violencia del control policial sobre las personas. Es un camino intermedio entre el Estado policial que pretende controlarlo todo, con sus aduanas, sus requisas y sus listados de “sustancias prohibidas” y “permitidas”, y la irresponsable liberación de un supermercado de sustancias tóxicas en nombre del derecho individual al aturdimiento.
Drogas y plantas no deben confundirse. Más bien, en contextos de sanación espiritual, son antagónicas. Entender a las plantas como seres aliados en el camino del hombre, enseñar su consumo en entornos de cuidado mutuo, con fines terapéuticos, puede ser el primer paso que nos abra el camino hacia más respuestas para combatir el estrago de las adicciones.
Claudio Fabián Guevara/Telesur
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