La acción política está basada en una concepción que produce un ideario y un programa. Los mismos dan fuerza y solidez a una organización, con el objetivo de luchar por la hegemonía ideológica, política y cultural. De esta manera, tomar el poder del Estado y así desarrollar el programa preconcebido.
Asimismo, tiene como referente fundamental una correlación de fuerzas entre quienes impulsan un programa de cambios y quienes lo resisten. A esta situación, llegan las fuerzas sociales debido a un determinado estado de la base económica de la sociedad. Es elemental, pero cierto.
¿Cómo entender correctamente a la cuarta transformación?
El programa político de la 4T-4R –cuarta transformación y cuarta república– implicaba realizar un conjunto de cambios y transformaciones orientados a la fundación de una nueva República. Ciertamente, el objetivo es derrumbar el orden social anterior construido por un programa, una hegemonía y por un bloque de fuerzas encaminados hacia un orden social llamado neoliberalismo –poco exacto el concepto–.
De las cenizas, emergería un nuevo orden social con una nueva república, un nuevo pacto social y una nueva base económica. Esta última sería sustentada en un modelo de desarrollo económico-social; un Estado reconfigurado. Sería un verdadero cambio histórico, sin embargo, todo ello es imposible sin una nueva Constitución Política.
“Una cuarta transformación de la vida pública de México”, se repetía. Para ello, habría que convocar a un congreso constituyente, como sucedió en febrero de 1917. No es el caso. En síntesis, se requiere un proceso de transformaciones, a partir de conquistar el Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria calificada, para conformar una nueva República con una nueva Constitución, la cual refundará el Estado.
En la segunda conmemoración del 5 de febrero en el Teatro de la República Querétaro, el presidente Andrés Manuel López Obrador dijo: “no descartemos una nueva Constitución”. Ésta es la forma política que han asumido otros países. La entronización de nuevas normas supremas que refundan al Estado, su estructura organizativa y socio-institucional, como una nueva República democrática. Un nuevo Orden Jurídico.
Digamos que se presentaba como el escenario ideal para el proceso político inaugurado el primero de diciembre de 2018. Nosotros señalamos que un sexenio era muy poco tiempo para lograr un propósito de semejante envergadura.
Cuando llegó la pandemia global y arrasó lo que pudo, Morena y el Ejecutivo federal perdieron la mayoría calificada en las elecciones intermedias –para renovar la Cámara de Diputados–. La misma permite al gobierno cambiar la constitución política sin el consenso de otras fuerzas sociales organizadas. Se apreció que tal escenario programático, socio-político e institucional era imposible de realizar, como también, modestamente lo señalamos.
Este sexenio tiene varios meses de vigencia, pueden ocurrir distintas cosas. Y a ello, se atiene el presidente Andrés Manuel López Obrador al enviar un conjunto muy amplio de reformas constitucionales al Congreso de la Unión. La enorme mayoría no tiene posibilidad de convertirse en decretos e impactar el estado actual de la Constitución Política, debido a esa falta de una mayoría calificada.
En la tradición política y teórica de Occidente, existe un concepto muy útil para el análisis de procesos de cambio operados desde el poder, desde las instituciones del Estado y del gobierno –otros le llaman “cambio desde arriba” o también “modernizaciones”–.
Este proceso desarrolla ciertas limitaciones en el cambio producido de diverso tipo conceptualizándolo como una “Revolución Pasiva”. A su vez, es un concepto distinto y contrapuesto a “Ruptura Revolucionaria” –o “revolución activa”, como lo fueron la revolución francesa, la revolución rusa o la revolución cubana–. Una explicación es necesaria:
La revolución pasiva es “una categoría analítica con gran relevancia para la izquierda actual por diversos motivos; en primer lugar, porque se refiere a los procesos de transición y cambio político, los cuales son decisivos para evaluar la capacidad que tiene cada fuerza política para marcar la orientación de esos procesos; en segundo lugar, porque advierte sobre la adecuada o inadecuada ubicación política cuando las organizaciones de la izquierda pierden oportunidades históricas o están debilitadas; en tercer lugar, porque es un principio básico para elaborar una estrategia política de corte gramsciano que revise las acciones pasadas y proyecte el futuro desde una lucha política en el presente (https://kmarx.wordpress.com/).
En su origen, no es un concepto marxista, más bien fue adoptado por algunos teóricos o líderes de formación marxista. Antes, fue usado por el líder político y filósofo inglés impulsor del liberalismo y la izquierda política, Thomas Paine, considerado dentro de los “Padres Fundadores” en Estados Unidos.
Sin embargo, fue el líder liberal italiano Vincenzo Cuoco, quien lo aplicó. En 1801, publicó una obra dedicada a la efímera “Revolución Napolitana” de 1799, en la que participó, y por la que tuvo que exiliarse. Asimismo, Gramsci utilizó la expresión “revolución sin revolución” para referirse a la “revolución pasiva”. Y, dentro de los usos analíticos que Gramsci dio, también llamó a estos procesos “transformismo”.
Es decir, un proceso en donde las masas populares –movilizadas tras de sus demandas– NO marcan la pauta –ritmo y profundidad– del cambio político. De ninguna manera significa que no sean procesos valiosos que introducen cambios de importancia para la democracia política; el nivel de vida de las clases mayoritarias; la distribución de la riqueza; la soberanía, y la autodeterminación.
En particular, cuando esos espacios se encuentran en riesgo por un orden social anterior, el cual logró y desarrolló una hegemonía perjudicial y reaccionaria. En los sexenios anteriores, el neoliberalismo se extendió por el conjunto estructural, no sólo en la economía. El modelo de desarrollo y la estructura política hegemónica entraron en una grave crisis.
Y por ello, pudo conformarse una voluntad nacional mayoritaria en su contra, lo cual habría sido imposible sin el cambio de mentalidad de la ciudadanía. A esto, el presidente López Obrador lo llama “la revolución de las conciencias”. Y da para ir más allá y continuar con el proceso transformador.
No hay suficiente espacio. Sin embargo, es evidente que el proceso de la cuarta trasformación se parece a estas experiencias históricas, a la caracterización que hacen los teóricos y líderes históricos sobre ese tipo de “revoluciones pasivas”, de “reformismo atemperado”; como lo llaman otros.
En ellas, el o los líderes no permiten que las tensiones sociales se desborden por el choque de intereses y fuerzas. Administran, regulan y atemperan las coyunturas. Colocan las reivindicaciones populares para lograr las que sean posibles, sin desbordar el marco legal-constitucional. Éste es el límite aceptado.
Ahora bien: ¿Estamos ante la posibilidad de una nueva Constitución y la refundación de la República y del Estado mexicano? Es evidente que no.
En todo caso, ello será una magna tarea del próximo gobierno de la cuarta transformación; es decir, consumar la cuarta república –que es a lo que la doctora Claudia Sheinbaum, entiendo, llama “el segundo piso”–. Son importantes los avances y cambios logrados. No obstante, no se puede conceptualizar como tal la cuarta república, aún.
En términos tácticos, el presidente López Obrador ha denominado a la prosecución de los cambios con sentido democrático-popular –dentro de su gobierno y del próximo– como “Plan C”.
En esta línea de razonamiento político, debemos inscribir las 20 reformas enviadas al Congreso. Es un paquete sumamente ambicioso. En otras circunstancias, nos habría abierto la posibilidad de un proceso de convocatoria a un congreso constituyente, tal como sucedió en la Ciudad de México en 2016, cuya nueva Constitución entró en vigor en 2018. No es el caso.
Los propósitos expresos de tales iniciativas de reforma constitucional:
“Un paquete de iniciativas de reformas legales orientadas a modificar el contenido de artículos antipopulares que fueron introducidos en el periodo neoliberal o neoporfirista. Las reformas que propongo buscan establecer derechos constitucionales y fortalecer ideales y principios relacionados con el humanismo: la justicia, la honestidad, la austeridad y la democracia que hemos postulado y llevado a la práctica desde los orígenes del actual movimiento de transformación nacional”.
Incluyen cambios al sistema de pensiones, a los programas sociales, a la administración pública, a la seguridad pública, al ámbito energético y al Poder Judicial. En esencia, se trata de “proteger lo logrado hasta ahora para que si en el futuro regresan los de antes, les cueste intentar hacer los cambios”, afirmó el presidente en su alocución al Congreso.
Menciono tres ausencias muy relevantes –con la información del contenido que se ha conocido–: no hay tema sobre la reforma a la inteligencia de Estado; a sus estructuras organizativas y operativas; a su marco jurídico, y a la renovación del marco legal para la seguridad.
Tampoco, hay tema sobre elevar los flujos de agua dulce a categoría de recurso para la seguridad nacional, como han hecho las potencias europeas y algunas asiáticas. Por ejemplo.
Las interpretamos como “lo que quedó por hacer”. Sin embargo, así son los procesos sociales y políticos. No se puede alcanzar lo que se desea porque la política es la ciencia y el arte de lo posible, no de lo deseable.
Sin la pandemia, este sexenio habría sido algo distinto mucho mejor, pero en la actividad política emergen con fuerza destructiva los “imponderables”. Nadie tiene control sobre el futuro. Hoy, ya es historia, por lo menos hasta este momento.
Para lograr la aprobación de las reformas, será complejo cabildear con los grupos parlamentarios de la oposición de la derecha. Aunque podría haber sorpresas.
Están interpretando estas iniciativas como impulsos de mejora social y política. Si rechazan, el presidente los va a exhibir como una fuerza retardataria, antipopular frente a un electorado atento en tiempos de sucesión presidencial. En buena medida lo son, pero tratan de disimularlo al máximo.
Podría haber algo de eso, sin embargo, no creo que sea lo fundamental. Xóchitl Gálvez dice que “las adopta todas”. Si fuera real y hubiera congruencia, impulsaría la votación en el congreso, con las mismas fuerzas que apoyan su candidatura. No lo hará, es un desplante táctico rupestre.
Las reformas son la ruta trazada para la siguiente etapa sexenal. El próximo gobierno consiste en profundizar la transformación, hacerla difícilmente reversible y señalar las rutas del humanismo mexicano hacia la cuarta república; magna tarea pendiente.
Para la construcción del “segundo piso”, quedará la profundización de la cuarta transformación hacia la refundación de la República y del Estado, mediante la nueva Constitución. Se deberá convertir al país en una República del progreso, de la anticorrupción, con equidad social, justicia constitucional y distributiva, así como democracia participativa ampliada como parte de la emancipación política de las mayorías populares.
La organización de las “empresas globales” ha alcanzado un posicionamiento importante dentro de la económica actual. Asimismo, han presentado 20 propuestas para el desarrollo económico más acelerado de México.
Sin duda, es un punto de crucial importancia para nuestro país, al cual le urge un ciclo largo de crecimiento económico y la correcta distribución de dicha riqueza. De esta manera, México se colocaría entre las primeras 10 economías del mundo, pero con compromiso social a fondo.
¿Podrá haber un proceso de negociación directa o indirecta bajo alguna modalidad institucional dentro de ambas propuestas? Lo considero beneficioso para el país. Creo que la organización de los empresarios globalizados estará anuente a ello.
Saben bien que las 20 reformas constitucionales del presidente López Obrador son una ruta hacia el futuro próximo. Sería relevante ver a la doctora Claudia Sheinbaum Pardo impulsando los encuentros y convergencias, dado a que sus posibilidades de triunfo son amplias.
Jorge Retana Yarto*
*Exdirector de la Escuela de Inteligencia para la Seguridad Nacional, Licenciado en economía con especialidad en inteligencia para la seguridad nacional; maestro en administración pública; doctor en gerencia pública y política social. Tiene cuatro obras completas publicadas y más de 40 ensayos y artículos periodísticos; 20 años como docente de licenciatura y posgrado.