La cosecha del primer año de la administración del priísmo resucitado es una verdadera calamidad. Para retornar al gobierno, el candidato del viejo partido de Estado ofreció hasta lo indecible: prosperidad, bienestar, equidad, seguridad, democracia… Casi el paraíso. Todo un rosario de promesas que recuerda a la tradicional sarta de cuentas utilizada por los católicos para ordenar el rezo del mismo nombre, y cuyos beneficios esperados (purificación del alma, la virtud, la gracia, el mérito, entre otros), de acuerdo con los resultados obtenidos, son insubstanciales, como los ofrecimientos del peñismo.
Nueve meses después sólo queda en pie la exuberancia verbal. El exceso anatómico de la lengua.
El resto se desplomó o permanece sin cambios sustantivos –o al menos éstos aún no se observan, en caso de que existan–, por lo que a Enrique Peña Nieto, durante la presentación de su primer informe de gobierno, sólo le quedará recurrir otra vez a la gesticulación. Es cierto que, ecuánimemente, era difícil pensar que en unos cuantos meses pudiera revertirse la perniciosa herencia del panismo y de su propio partido. Por ejemplo, que se redujera el número de homicidios que tiñó de sangre al país y, por añadidura, mejorara la seguridad pública –según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), durante el calderonismo el total de asesinatos anuales, asociados principalmente al narcotráfico y la guerra de exterminio instaurada por el régimen, se elevó de 10 mil 452 a 26 mil 37, un 149 por ciento–; o que se abatieran la pobreza y la miseria –94.1 millones de personas, el 80.2 por ciento de la población, que sobreviven en esas condiciones más los llamados “vulnerables por carencias sociales” y “por ingresos”–; la impunidad, partera de la corrupción; o la injusticia y el autoritarismo que caracterizan al sistema político mexicano y su modelo neoliberal.
Lo que no se esperaba es que se desvaneciera prematuramente la quimera de oro alentada por el peñismo. Que se desinflaran rápidamente las expectativas de prosperidad y bienestar prometidos, y con ellas la credibilidad en las primeras luces de su mandato.
La empresa GEA-ISA, de todas las confianzas del gobierno por sus impecables trabajos sucios realizados, y sin duda bien pagados, informa de una “caída considerable” en la aprobación a la gestión del peñismo, al pasar ésta de 55 a 45 por ciento; y que una tercera parte de la población estaría dispuesta a participar en protestas por las condiciones económicas, de seguridad y por la corrupción que privan en el país. La pérdida de popularidad de Enrique Peña en 1 semestre se debe, según GEA-ISA, al deterioro en la percepción de la situación económica y a la ausencia de logros importantes en la gestión gubernamental. El 58 por ciento de sus encuestados contestó que “no sabe” cuál ha sido el mayor acierto del gobierno o, de plano, no le reconoce “ninguno”. Por su parte, los consultados por la empresa Covarrubias y Asociados calificaron con 6.3-6.9 los primeros meses del peñismo, en contraste con el 8.4 del foxismo y el 7.9 del calderonismo.
No es para menos. De diciembre a agosto el balance de la gestión peñista arroja un cero en conducta –un remedo más de la telecomedia forjada por Emilio Azcárraga Jean– en sus resultados. O de casi cero. ¿Qué más da un cero si la tasa de crecimiento para la primera mitad de 2013, o en 9 meses, será del orden de 1-2 por ciento, o incluso menos? Porque para alcanzar un nivel 1.8 por ciento en el primer semestre del año, estimado por Gerardo Gutiérrez, del Consejo Coordinador Empresarial, el aparato productivo tendría que expandirse en 3 por ciento en el segundo trimestre del año, luego del 0.8 por ciento del primero. En el primer semestre de 2012 el ritmo de crecimiento fue de 4.7 por ciento y de 4.2 por ciento hasta setiembre. El resultado de 2013 será el peor desde 2009, cuando la economía decreció 8.3 y 7.3 por ciento en cada caso.
Ese mismo 3 o 4 por ciento deberá alcanzarse en el segundo semestre para que la economía cierre en 2-3 por ciento en promedio anual, como sugiere Agustín Carstens, del Banco de México, quien un poco lerdo, con 1 año de retraso, por fin atisbó, entre abril y junio, una fuerte desaceleración en la actividad económica, debido a un “comportamiento horizontal que ha tenido el componente industrial, con cierta tendencia a la baja”, afectado por la atonía de la actividad económica y el comercio internacional. Por esa razón, el banco central redujo sus expectativas iniciales de 3-4 por ciento –Luis Videgaray había propuesto 3.5 por ciento– a la mitad, y el nivel de empleos formales esperados de 550-650 mil a 450-550 mil.
En cualquier caso, las diferencias entre esas estimaciones son cuantitativas e inútiles para las necesidades de la población. Anualmente se requiere poco más de 1 millón de empleos. Las proyecciones oficiales más optimistas y que se esfumaron hubieran dejado en la calle a cuando menos 350 mil personas. Las pesimistas actuales a más de 450 mil. Unas y otras, además, ahondarán las huellas del desempleo, la inequidad, la pobreza y la miseria.
Lo anterior explica la urgencia peñista por la aprobación de sus contrarreformas estructurales neoliberales. Su respaldo a la “flexibilización” del mercado de trabajo y el desmantelamiento de las conquistas laborales, la extranjerización de las telecomunicaciones o la privatización de las zonas costeras y fronterizas. También por reprivatizar la industria petrolera y energética, disfrazada con los contratos de riesgo y el reparto de su renta.
El problema es que sus cuentas alegres sobre la “modernización” energética que, supuestamente, traerá la reprivatización, el acceso a nuevas tecnologías o las toneladas de divisas que reportarán, así como la prosperidad económica, no son más que cuentos. Como una bandada de frenéticas cacatúas, los gacetilleros a sueldo y los grandes empresarios tratan de convencer a la población con sus supuestas virtudes.
Pero un aguafiestas, libre de toda sospecha, Carlos Serrano, economista en jefe de BBVA Bancomer, señala que la apertura al capital privado a los sectores petrolero y eléctrico apenas aumentaría en 0.4 puntos porcentuales el crecimiento potencial del producto interno bruto, el cual calcula en 2.7 por ciento. Aumentaría a 3.1 por ciento. ¿Cuántos empleos nuevos se generarían? Las cuentas alegres de los vocingleros se deben a los negocios que pretender realizar sin beneficios sociales para las mayorías.
Enrique Peña Nieto tendrá que recurrir a las gesticulaciones durante la presentación de su primer informe de gobierno. No es fácil encubrir su descrédito y a una economía que se hunde en la recesión inflacionaria y que Carstens trata de ocultar con los eufemismos de “fuerte desaceleración” y “comportamiento horizontal”. Mes a mes el Inegi reporta la persistente caída cuyo fondo no se percibe y hasta los analistas, los hombres de negocios dedicados a la comercialización de información y otros mercenarios de exuberantes plumas, contritos, se ven obligados a reconocer el sombrío panorama.
A la luz de los resultados, Peña Nieto y su equipo me recuerdan a Francis Turner, personaje de la novela Confesiones de un bribón, de William Wilkie Collins. Turner es un consumado defraudador, una suerte de pícaro a la inversa. Si éstos eran de clase baja, Francis es un aristócrata, pero su conducta es similar.
Como decía Maquiavelo: “Es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños”. Pero la “experiencia demuestra que los príncipes no se han esforzados en cumplir su palabra”.
En el segundo trimestre la inversión fue de -1.1 por ciento. En enero-mayo, las ventas al mayoreo se desplomaron 5.4 por ciento y las minoristas en 0.1 por ciento. Las de alimentos se paralizaron (0.3 por ciento) y de las tiendas departamentales en 2.8 por ciento. Las exportaciones petroleras y no petroleras están virtualmente paralizadas.
El sostén de dichos motores son el empleo, la masa salarial, el poder de compra de la población, los réditos y el gasto público. Pero la tasa de desempleo abierto ha sido de 5 por ciento en promedio durante 2013 y ese concepto, junto con la informalidad, los subempleados y los que dejaron de laborar equivalen a la mitad de los ocupados. El poder de compra de los salarios se ha deteriorado aún más, ya que la inflación de la canasta básica supera los aumentos en aquellos. México registra la segunda inflación más alta de la Organización para el Crecimiento y Desarrollo Económicos (4.1 por ciento contra 1.8 por ciento en junio).
La austeridad fiscal mata. Provoca recesiones. Eso dicen Krugman, Stiglitz y otros economistas no ortodoxos.
Con especial crueldad, los amigos de Jaime Serra, extitular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público en la gestión de Ernesto Zedillo, cuentan que aún no terminaba de festejar su nombramiento cuando llegó el colapso devaluatorio del 20 de diciembre de 1994. Sólo duró 28 días en su puesto y tuvo que enfrentar la resaca en la soledad. A los peñistas también se les acabó rápido la fiesta. Pareciera que ni Peña Nieto ni Videgaray han asumido sus respectivos puestos, pues adoptaron el papel de vendedores de los activos nacionales.
La actual recesión se debe en parte al subejercicio del gasto público. En marzo, el programable mostraba decremento real de 11.5 por ciento y la inversión, de 41 por ciento. Para junio es sólo de 7 y 41 por ciento. Hace 1 año el primero había aumentado en 11.7 por ciento y el otro apenas se había contraído 0.3 por ciento. Para un primer semestre, el programable muestra su peor retroceso desde el colapso de 1995 (-24.9 por ciento). El segundo desde 2001 (54.1 por ciento).
Unos dicen que se debe al cambio de gobierno. Si es así, los peñistas y sus Chicago Boys se han visto lentos en aprender el negocio.
Pero es posible una hipótesis perversa: la subordinación de la economía a los intereses políticos. Inducir una austeridad fiscal deliberada para que la consecuente recesión doblegue a la población y la obligue a aceptar la reprivatización energética, ante el temor de perder su empleo y el agravamiento de sus necesidades sociales.
Ante el trilema de política económica: crecimiento, empleo-distribución del ingreso o precios, una sociedad se enfrentará a un gobierno seguidor de Keynes o a uno de Friedman.
El primero optará por los dos primeros objetivos, fundamentos del bienestar, y empleará el gasto público, el activismo estatal, la planificación, las regulaciones para esos propósitos. Keynes tenía claro dos grandes inconvenientes del capitalismo que proponía administrar: su incapacidad para procurar la ocupación completa y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y los ingresos. Dijo: “Creo que hay justificación social y sicológica de grandes desigualdades en los ingresos y en la riqueza, pero no para tan grandes disparidades como existen en la actualidad”. Para él, la esencia del capitalismo es la dependencia de un intenso atractivo por hacer dinero y por los instintos de amor al dinero de los individuos como principal estímulo de la máquina económica. Y sólo proponía regular su anarquía sin llegar a afectar su naturaleza.
Al segundo le preocupará la inflación –y, por tanto, la productividad y la competitividad– y usará otras medidas económicas para alcanzar sus metas: la disciplina y la restricción fiscal y/o monetaria, las privatizaciones, la apreciación cambiaria y subida de la tasa de interés, la integración hacia afuera sin molestarse sobre sus costos sociales.
A estas alturas es claro que los peñistas se inclinaron por el llamado el anarco-capitalismo de los doctrinarios Friedman, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek. Por el Estado mínimo, según Robert Nozick, que sólo tolera al Estado policía.
Sin embargo, a las mayorías que se les cerraron las puertas y se les condenará a la pobreza y la miseria, aún le queda otra opción: la salida enseñada por Marx.
*Economista
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Fuente: Contralínea 349 / 25 de agosto de 2013
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