John Bellamy Foster*/ Prensa Latina
Por primera vez en la historia humana, nuestra especie enfrenta una disyuntiva existencial extrema. Podemos mantenernos en la senda de los negocios ya conocidos y arriesgarnos a cambios catastróficos en el sistema-Tierra (aquello a lo que Frederick Engels se refirió metafóricamente como “la venganza” de la naturaleza), o podemos tomar la ruta de transformación del sistema social, encaminada a un desarrollo humano igualitario en coevolución con los parámetros vitales de la Tierra. Esto constituye el desafío mayor de nuestro tiempo: llevar adelante medidas radicales de reforma, que se opongan a la lógica del capital en el presente mientras se fusionan con una prolongada revolución para construir una nueva formación social y ecológica que promueva el desarrollo humano sostenible.
La ecología tal y como es entendida hoy vino a constituirse a partir del ascenso de la ecología de sistemas y del concepto de ecosistema. Si bien Ernst Haeckel –quien promovió y popularizó el trabajo de Charles Darwin en Alemania– acuñó el término ecología en 1866, éste fue utilizado originalmente apenas como un equivalente del vago concepto de “economía de la naturaleza” de Darwin. Este punto de vista de la ecología ampliaría su circulación como un medio para referirse a comunidades complejas de plantas en estudios botánicos de comienzos del siglo XX.
Aun así, la ecología tuvo otras raíces, más cercanas a nuestra concepción contemporánea, en estudios tempranos sobre el ciclo de los nutrientes y la extensión del concepto de metabolismo a procesos de ecología de sistemas. Una figura clave a este respecto, el gran químico alemán Justus von Liebig, planteó una severa crítica ecológica a la agricultura industrial inglesa a fines de la década de 1850 y comienzos de la de 1860.
Liebig acusó a los británicos de desarrollar una cultura del robo, extrayendo sistemáticamente los nutrientes del suelo, y requiriendo por ello la importación de huesos de los campos de batalla napoleónicas y las catacumbas de Europa (así como de guano del Perú) para restaurar los campos ingleses. El propio análisis de Liebig era el producto de las revoluciones que tenían lugar en la física y la química del siglo XIX. En 1845, Julius Robert von Mayer, uno de los codescubridores de la conservación de la energía, había descrito el metabolismo de los organismos en términos termodinámicos. El nuevo pensamiento físico-químico enfatizaba la interrelación entre lo inorgánico y lo orgánico (abiótico y biótico), proporcionando la base inicial para lo que eventualmente vino a ser una teoría más amplia de ecología de sistemas.
Apoyándose en el trabajo de Liebig, y en el del médico socialista Roland Daniels, Karl Marx introdujo el concepto de “metabolismo social”, que a partir de fines de la década de 1850 ocupó un lugar central en todos sus trabajos sobre economía. Marx definió el propio proceso de trabajo como un medio a través del cual “el hombre, mediante sus propias acciones, media, regula y controla el metabolismo entre sí mismo y la naturaleza”.
Estas dos vías de análisis ecológico –la noción de “ecología” de Haeckel y el concepto de una relación metabólica entre la sociedad y la naturaleza, de Marx y Liebig– evolucionaron entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. A partir de la década de 1880, el destacado zoólogo británico E Ray Lankester (protegido de Charles Darwin y Thomas Huxley, y amigo cercano de Marx) planteó una dura crítica al capitalismo y al concepto victoriano de progreso. El botánico Arthur George Tansley, discípulo de Lankester y, como él, un socialista de tipo Fabiano, fundó la Sociedad Británica de Ecología. Él introdujo el concepto de ecosistema en una polémica teórica en contra del “holismo” ecológico racista del general Jan Smuts y sus seguidores en Sudáfrica.
En el proceso, desarrolló una amplia aproximación materialista a la ecología, que incorporó tanto a procesos inorgánicos como orgánicos. La ecología, tal como la conocemos hoy, representa por tanto el triunfo de la teoría de sistemas materialista. El concepto de ecosistema de Tansley se enfoca en complejos naturales en estado de equilibrio dinámico.
Los ecosistemas son vistos como complejos relativamente estables (resilientes) que, sin embargo, eran vulnerables y estaban sujetos a cambio. Al desarrollar este análisis, se apoyó en la perspectiva de sistemas del matemático y físico marxista británico Hyman Levy. En el marco de referencia de Tansley, la humanidad era vista como “un factor biótico excepcionalmente poderoso” que alteraba y transformaba los ecosistemas naturales. De manera correspondiente, la ecología de nuestro tiempo se centra cada vez más en la disrupción de ecosistemas por los humanos, desde lo local a lo global.
En la Unión Soviética hubo desarrollos relacionados. En su libro de 1926, La Biosfera, V I Vernadsky planteó que la vida existe en la delgada superficie de una esfera planetaria autocontenida, y era en sí misma una fuerza geológica que afectaba a la Tierra en su conjunto, y tenía un impacto sobre el planeta que se hacía más extenso con el tiempo. Estos señalamientos condujeron a Nikolái Bujarin, una importante figura de la Revolución Rusa y de la teoría marxiana, a replantear el materialismo histórico como el problema del “hombre en la biosfera”. Pese a la purga bajo Stalin de Bujarin y otros pensadores de orientación ecológica, el trabajo de Vernadsky siguió siendo central para la ecología soviética, y contribuyó posteriormente a inspirar el desarrollo del análisis moderno del sistema Tierra.
Con el ascenso de la ecología de sistemas, los conceptos de Marx acerca del “metabolismo universal de la naturaleza”, el “metabolismo social” y la brecha metabólica han probado ser invaluables para modelar la compleja relación entre sistemas socio-productivos, en particular el capitalismo, y los sistemas ecológicos más amplios en los que se encuentran insertos.
Este abordaje de la relación humano-social con la naturaleza, profundamente entretejido con la crítica de Marx de la sociedad capitalista de clases, proporciona al materialismo histórico una perspectiva singular sobre la crisis ecológica contemporánea y el desafío de la transición. Marx escribió sobre una brecha metabólica en el suelo ocasionada por la agricultura industrializada. Nutrientes esenciales del suelo como el nitrógeno, el fósforo y el potasio contenidos en alimentos o fibras eran exportados a cientos, incluso miles de millas, hacia ciudades densamente pobladas, donde terminaban como desechos, exacerbando la contaminación urbana sin retornar al suelo.
A partir de allí, enfatizó la necesidad fundamental de una regulación racional del metabolismo entre los seres humanos y la naturaleza en la creación de una sociedad racional más allá del capitalismo. El socialismo fue definido en términos ecológicos, al ser requerido que “el hombre socializado, los productores asociados, gobiernen el metabolismo de la naturaleza de manera racional, lográndolo mediante el menor gasto de energía y en las condiciones más valiosas y apropiadas para su naturaleza humana”. La tierra o el suelo constituían “la condición inalienable para la existencia y reproducción de la cadena de generaciones humanas.”
Como señaló en El Capital: “Incluso una sociedad entera, una nación, o todas las sociedades existentes de manera simultánea, no son las dueñas de la Tierra. Simplemente son sus poseedoras, sus beneficiarias, y deben legarla a las generaciones sucesivas en un estado mejorado, como boni patres familias (buenos jefes de los hogares).
Aun así, si el materialismo histórico clásico incorporaba una poderosa crítica ecológica, ¿por qué fue esto olvidado durante tanto tiempo en el cuerpo principal del pensamiento de Marx? Una respuesta parcial puede ser encontrada en la observación hecha a principios de siglo por la revolucionaria socialista Rosa Luxemburg, en el sentido de que muchos aspectos del vasto marco teórico de Marx, que se extendían más allá de las necesidades inmediatas del movimiento de la clase trabajadora, serían descubiertos e incorporados mucho más tarde, en la medida en que el movimiento socialista maduraba y emergían nuevos desafíos históricos. Una explicación más directa, sin embargo, consiste en el hecho de que las ideas ecológicas de Marx fueron víctimas de la gran brecha que se abrió en la década de 1930 entre el marxismo occidental y el marxismo soviético.
Los pensadores soviéticos siguieron considerando perspectivas de desarrollo complejas, históricas e interrelacionadas entre sí, asociadas al razonamiento dialéctico, como esenciales para la comprensión de la naturaleza y la ciencia. Aun así, mientras el marxismo en la Unión Soviética seguía vinculado a la ciencia natural, sus análisis asumían a menudo un carácter dogmático, combinado con un optimismo tecnológico exagerado. Esta rigidez era reforzada por el lisenkoismo, que criticaba la selección natural darwiniana y la genética mendeliana, y asumió un papel político represivo durante las purgas de la comunidad científica en el periodo de Stalin.
Por contraste, la tradición filosófica conocida como marxismo occidental disoció al marxismo y la dialéctica de los problemas de la naturaleza y la ciencia, alegando que el razonamiento dialéctico, dado su carácter reflexivo, se aplicaba únicamente a la conciencia humana (y la sociedad humana) y no podía ser aplicado al mundo natural externo. De este modo, marxistas occidentales –representados de manera especialmente notable por la Escuela de Frankfurt– desarrollaron críticas ecológicas por lo general filosóficas y abstractas, estrechamente asociadas a las preocupaciones éticas que vendrían posteriormente a ser dominantes en la “filosofía verde”, pero distantes de la ciencia ecológica y de los temas del materialismo. El desdén por los desarrollos científico-naturales y un fuerte giro antitecnológico impusieron límites agudos a las contribuciones de la mayor parte de los marxistas occidentales al diálogo ecológico.
Entre las décadas de 1950 y 1970, cuando ocurrió el primer desarrollo del moderno movimiento ambiental, algunos pensadores ambientales pioneros, como el economista ecológico radical K William Kapp y el biólogo socialista Barry Commoner, recuperaron la idea de Marx acerca de la brecha metabólica en la explicación de contradicciones ecológicas. Sin embargo, en la década de 1980 emergió una singular tradición ecosocialista en el trabajo de figuras de la Nueva Izquierda, que incluían al sociólogo británico Ted Benton y al filósofo francés André Gorz. Estos importantes pensadores ecosocialistas tempranos emplearon el nuevo ecologismo de la teoría Verde para criticar a Marx atribuyéndole no haber encarado los problemas de la sustentabilidad.
Para Benton, Marx, en su crítica de Thomas Malthus, había tirado al niño junto con el agua sucia de la bañera, subestimando y aun negando los límites naturales. La respuesta que ofrecieron estos pensadores consistió en injertar las premisas generales del pensamiento verde convencional (incluyendo nociones malthusianas) en el análisis de clases marxiano. La revista Capitalism Nature Socialism, fundada por el economista marxiano James O’Connor a fines de la década de 1980, negó en general cualquier relación significativa con la ecología en la propia obra de Marx, insistiendo en que los conceptos ecológicos prevalecientes tendrían que ser simplemente incorporados a las perspectivas clasistas marxianas, al modo de una suerte de centauro –una postura conocida hoy como “ecosocialismo de la primera etapa”.
El abordaje híbrido cambió a fines de la década de 1990 cuando otros –y en particular Paul Burkett– demostraron el profundo contexto ecológico en el que había sido construida la crítica original de Marx. El nuevo análisis incluyó la sistemática reconstrucción del argumento de Marx acerca del metabolismo social. El resultado fue el desarrollo de importantes conceptos ecológicos marxianos, en conjunto con una reunificación de la teoría marxiana. De este modo, los “ecosocialistas de segunda etapa”, o marxistas ecológicos, como Burkett, han reincorporado al núcleo de la teoría marxiana las principales contribuciones de Engels al pensamiento ecológico, asociadas con sus exploraciones de la dialéctica de la naturaleza, viendo la obra de Marx y de Engels como complementarias.
Más recientemente, la importancia de la ecología soviética tardía ha salido a la luz. A pesar de su tortuosa historia, la ciencia soviética, sobre todo en el período postestalinista, siguió privilegiando una comprensión dialéctica de procesos históricos y naturales interdependientes. Una innovación clave fue el concepto de biogeocenosis (equivalente a ecosistema, pero proveniente de la tradición de Vernadsky acerca del impacto de la vida en la tierra), desarrollado a comienzos de la década de 1940 por el botánico y silvicultor Nikolaevich Sukachev. Otra aproximación crítica de carácter sistémico fue el descubrimiento a comienzos de la década de 1960, por el climatólogo soviético Michael Budyko, de la retroalimentación albedo glacial, que hizo del cambio climático un tema relevante por primera vez. Hacia la década de 1970, el reconocimiento de la “ecología global” como un problema específico relacionado con el sistema Tierra creció en la Unión Soviética –en algunos aspectos, por delante de Occidente–. No es casual que la palabra “antropoceno” apareciera por primera vez en inglés en ese periodo, en la Gran Enciclopedia Soviética.
Para comienzos del siglo XXI, el conocimiento del análisis ecológico de Marx inspiró una revaloración radical del marxismo alineada con los fundamentos clásicos del materialismo histórico y su marco de referencia ecológico subyacente. Por un largo tiempo, los pensadores marxianos, sobre todo en Occidente, habían lamentado que Marx despilfarrara mucho tiempo y energía en lo que parecían ser tópicos esotéricos relacionados con la ciencia y carentes de relación con las supuestamente estrechas bases científicas de su propia teoría. Marx asistió con gran interés a algunas de las clases sobre energía solar del físico británico John Tyndall, a lo largo de las cuales Tyndall informó sobre sus experimentos que demostraban por primera vez que las emisiones de dióxido de carbono contribuían al efecto invernadero.
Marx también tomó notas detalladas acerca de la forma en que el movimiento de las isotermas sobre la superficie terrestre debido al cambio climático llevaba a la extinción de especies a lo largo del curso de la historia de la Tierra. Notó cómo el cambio climático regional de origen antropogénico en forma de desertificación contribuyó a la caída de civilizaciones antiguas, y consideró la manera en que esto podría llegar a ocurrir con el capitalismo. Hoy, el ascenso de la ecología socialista en respuesta a las condiciones cambiantes ha conducido –como lo anticipara Luxemburg– a un creciente aprecio de estos aspectos más amplios de la ciencia de Marx y su papel esencial en su sistema de pensamiento.
El abordaje de Marx (y de Engels) a la economía ecológica tomó forma a partir de una crítica de la producción, y en particular a la producción capitalista de alimentos y materias primas. Todos éstos eran concebidos como poseedores de la forma dual de valor de uso y valor de cambio, relacionados respectivamente con las condiciones naturales-materiales y las valoraciones del intercambio monetario.
Para Marx, la tensión antagónica entre el valor de uso y el valor de cambio era un factor clave tanto en lo relativo a las contradicciones internas del capitalismo como en el conflicto de éste con su ambiente natural externo. Insistió en que la naturaleza y el trabajo, juntos, constituían las fuentes duales de toda riqueza. Al incorporar únicamente el trabajo (o los servicios humanos) en el cálculo del valor económico, el capitalismo se aseguraba de que los costos ecológicos y sociales de producción resultarían excluidos del cálculo final.
De hecho, alegaba Marx, la economía política liberal clásica trataba las condiciones naturales de producción (materias primas, energía, la fertilidad del suelo, etcétera) como “obsequios gratuitos de la naturaleza” al capital. Basaba su crítica en una termodinámica de sistemas abiertos, en la cual la producción se ve constreñida por un presupuesto solar y por abastecimientos limitados de combustibles fósiles –a los que Engels se refería como “calor solar del pasado”– que estaba siendo sistemáticamente “despilfarrado”.
En la crítica de Marx, el metabolismo social –esto es, el proceso de trabajo y producción– extraía necesariamente su energía y sus recursos del más amplio metabolismo universal de la naturaleza. Sin embargo, el carácter antagónico de la producción capitalista –que trata a los límites como meras barreras a ser superadas– conducía inexorablemente a una ruptura metabólica, socavando sistemáticamente los fundamentos ecológicos de la existencia humana.
“Al destruir las condiciones de este metabolismo” relacionado con “la condición natural eterna” que rige la producción humana, este mismo proceso, escribió Marx, “obliga a su restauración sistémica como una ley reguladora de la producción social, y en una forma adecuada a la raza humana” –en una sociedad futura que trascendiera la producción capitalista de alimentos y materias primas.
Un elemento central de la dinámica destructiva era la tendencia inherente al capital de la acumulación en una escala siempre mayor. Como sistema, el capital estaba intrínsecamente encaminado a la máxima acumulación posible y la producción de masa y energía sin considerar los límites humanos o naturales. En la comprensión de la economía capitalista por Marx, la correlación de flujos materiales (relativos al valor de uso) y los de valor-trabajo (relativos al valor de cambio) conduce a una contradicción creciente entre los imperativos de la resiliencia ecológica y los del crecimiento económico.
Burkett señala dos tipos distintos del desequilibrio en cuestión, que subyace a la teoría de la crisis en Marx. Uno de estos adopta la forma de crisis económicas asociadas con la escasez de recursos y los incrementos concomitantes en costos por el lado de la oferta, que reducen los márgenes de ganancia. Las crisis ecológicas de este tipo tienen un efecto negativo en la acumulación y conducen naturalmente a respuestas de parte del capital, como la conservación de energía en cuanto medida económica.
El otro tipo, la crisis ecológica propiamente dicha, es muy diferente y es desarrollada con mayor plenitud en la concepción de Marx acerca de la brecha metabólica. Se refiere a la interacción entre la degradación del ambiente y el desarrollo humano de maneras de las que no se da cuenta en los instrumentos usuales de medición como el Producto Interno Bruto. Por ejemplo, la extinción de especies o la destrucción de ecosistemas completos es lógicamente compatible con la expansión capitalista y del crecimiento económico. Tales impactos ecológicos negativos son designados como “externalidades”, puesto que la naturaleza es tratada como un obsequio gratuito. De esto resulta que no existe un mecanismo de retroalimentación directa intrínseco al sistema capitalista que prevenga la degradación ambiental a escala planetaria.
Una característica distintiva de la teoría ecológica marxiana ha sido su énfasis en el intercambio ecológico desigual, o imperialismo ecológico, en cuyo marco se entiende que un país puede explotar ecológicamente a otro. Esto puede verse en la famosa referencia de Marx al modo en que, durante más de un siglo, Inglaterra ha “exportado indirectamente el suelo de Irlanda”, socavando la fertilidad a largo plazo de la agricultura irlandesa. En años recientes, teóricos marxianos han expandido este análisis del imperialismo ecológico, llegando a verlo como parte integral de todos los intentos de encarar el problema ecológico.
Tal como se señaló antes, la teoría de Marx sobre la brecha metabólica fue desarrollada a partir de una respuesta a esta crisis de la fertilidad del suelo en el siglo XIX. Los problemas relacionados con el ritmo temporal, la creciente escala y la disyunción espacial (separación de la ciudad y el campo) en la producción capitalista ya habían sido resaltados sistemáticamente por Marx a mediados del XIX. En años recientes, los teóricos marxianos han utilizado esta perspectiva para explorar la ruptura global en el metabolismo del carbono y en una serie de otros temas relativos a la sustentabilidad.
A lo largo de varias décadas, los ecologistas socialista han planteado que el capitalismo ha generado una aceleración de la transformación del sistema Tierra por los humanos, en dos fases principales: (1) la revolución industrial iniciada a fines del siglo XVIII, y (2) el ascenso del capitalismo monopolista, particularmente en su estado de madurez tras la Segunda Guerra Mundial –incluyendo aquí la revolución científico-tecnológica de la posguerra, caracterizada por el desarrollo de la energía nuclear y la expansión del uso comercial de productos químicos sintéticos.
Por tanto, los teóricos del ecologismo socialista hicieron suya con rapidez la capacidad explicativa del Antropoceno, que resalta el surgimiento epocal de la moderna sociedad humana como la mayor fuerza geológica del planeta, orientando cambios en el sistema Tierra. En estrecha relación con esta rica perspectiva, destacados científicos estudiosos del sistema Tierra introdujeron el marco de referencia de los límites del planeta en 2009, con el propósito de delinear un espacio seguro para la humanidad definido por nueve límites planetarios, muchos de los cuales están ya en el proceso de ser rebasados.
En nuestro libro de 2010 The Ecological Rift, Brett Clark, Richard York y yo integramos el análisis marxiano de la brecha metabólica con el marco de referencia de los límites planetarios, describiéndolo como brechas en el sistema Tierra. Desde este punto de vista, la emergencia planetaria de hoy podría ser llamada “la brecha ecológica global”, que integra la disrupción y la desestabilización de la relación humana con la naturaleza a escala planetaria, a partir del proceso de acumulación infinita.
El concepto integrador de la “brecha ecológica global” representa una creciente convergencia del análisis ecológico marxiano con la teoría del sistema Tierra y la perspectiva de la Gran Transición, que comparten una compleja evolución interconectada. Los ecologistas marxianos comienzan hoy con la crítica del crecimiento económico (en su caracterización más abstracta) o de la acumulación de capital (vista de manera más concreta). El crecimiento económico exponencial continuo no puede ocurrir sin la expansión de brechas en el sistema Tierra. Por tanto la sociedad, sobre todo en los países ricos, debe moverse hacia un estado estacionario una economía de estado invariable, que demanda un giro hacia una economía sin formación de capital neto, que se mantenga dentro del presupuesto solar.
Si la necesidad objetiva de una revolución ecológica tal es clara ahora, permanece el problema más difícil: cómo realizar las transformaciones sociales necesarias. El movimiento ecosocialista ha adoptado la consigna Cambio Sistémico, no Cambio Climático, pero un sistema capitalista profundamente atrincherado a escala mundial permea la actual realidad omnipresente. El dominio del modo capitalista de producción significa que aún está más allá del horizonte inmediato de acción el cambio revolucionario a la escala necesaria para confrontar la emergencia ambiental planetaria.
Sin embargo, debemos tomar con seriedad la relación no lineal, contingente, de todo lo relacionado con el desarrollo humano. El teórico cultural conservador del siglo XIX, Jacob Burkhardt, utilizó el término “crisis histórica” para referirse a situaciones en las que “se produce una crisis en todo el estado de cosas, involucrando épocas completas y a todos o a muchos de los pueblos de una misma civilización”.
Explicó que: “El proceso histórico se ve súbitamente acelerado de manera aterradora. Desarrollo que, en otras circunstancias, hubieran tardado siglos parecen volar como fantasmas en meses o semanas, y son culminados”. No cabe duda de que esa aceleración revolucionaria del proceso histórico ha ocurrido en el pasado en torno a la organización de la propia sociedad humana. Podemos señalar no sólo a las grandes revoluciones políticas, sino también más allá, hacia transformaciones fundamentales en la producción como la Revolución Agrícola original y la Revolución Industrial. Hoy necesitamos una Revolución Ecológica equivalente en profundidad y alcance a estas transformaciones más tempranas.
La dificultad evidente consiste en la velocidad –y en algunos casos en la irreversibilidad– del caos ambiental en expansión. La aceleración correspondiente del proceso histórico para encarar la crisis debe por tanto empezar ahora. Subestimar la escala del problema resultará fatal. Para evitar que se llegue al trillón de toneladas de carbón combustionado, equivalente a un incremento de 2 grados centígrados en la temperatura global, las emisiones de carbono deben descender en un promedio de 3 por ciento por año a escala global.
Esto requeriría que las naciones ricas disminuyeran sus emisiones a más del doble de ese promedio. Como siempre, debemos actuar con las herramientas a nuestro alcance, y recordar que no existe una solución meramente técnica para un problema basado en la maximización sistemática del crecimiento económico exponencial ad infinitum. Por lo mismo, “una reconstitución revolucionaria de la sociedad en su conjunto”, que altere el sistema de reproducción socio-metabólica, nos ofrece la única alternativa a la inminente “ruina común de las clases enfrentadas”.
Para los pensadores ecológicos marxistas, este estado de urgencia ha llevado al desarrollo de una estrategia en dos etapas para la revolución social y ecológica. La primera etapa se concentra en “¿Qué puede hacerse ahora?” –esto es, en aquello que es realista en el corto plazo bajo las condiciones actuales, mientras se actúa necesariamente contra la lógica de la acumulación del capital–. Ésta puede ser considerada la fase ecodemocrática en la revolución ecológica mundial.
Bajo las condiciones prevalecientes, es necesario luchar por un amplio conjunto de cambios drásticos en el marco de un movimiento radical de amplia base. Tal esfuerzo tendría que incluir medidas como las siguientes: un sistema de pago por servicios y dividendos del carbono, con el ciento por ciento de los ingresos redistribuido a la población sobre una base per cápita; la prohibición del uso del carbón y de combustibles fósiles no convencionales (como el petróleo extraído de arenas bituminosas); un vasto cambio hacia la energía solar y eólica y otras alternativas sostenibles en materia energética, tales como la eficiencia energética, financiado por recortes en el gasto militar; una moratoria al crecimiento económico en las economías ricas con el fin de reducir las emisiones de carbono, complementada con una redistribución radical (y medidas para proteger a los más necesitados), y un nuevo proceso de negociación internacional sobre el clima, modelado a partir de los principios igualitarios y ecocéntricos del Acuerdo de los Pueblos, de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático realizada en Bolivia en 2010.
Todas estas medidas de emergencia van en contra de la lógica prevaleciente de acumulación de capital, pero incluso así cabe pensar que puedan ser llevadas a cabo bajo las condiciones actuales. En conjunto con un amplio conjunto de iniciativas similares, tales medidas constituyen el punto de partida racional y realista para una revolución social y ecológica, y un medio para movilizar al público en general. No podemos reemplazar todo el sistema de un día para otro. La batalla debe empezar en el presente y extenderse hacia el futuro, acelerando en el mediano plazo para culminar en un nuevo metabolismo social encaminado al desarrollo humano sostenible.
El objetivo de la transformación sistémica a largo plazo plantea el problema de una segunda etapa de la revolución ecológica, o fase ecosocialista. La cuestión principal, por supuesto, consiste en las condiciones históricas en las que este cambio podría tener lugar. Marx se refería a las presiones ecológicas de su tiempo como a una “tendencia socialista inconsciente”, que requeriría que los productores asociados regularan el metabolismo social con la naturaleza de una manera racional. Esta tendencia, sin embargo, sólo puede ser realizada como resultado de una revolución llevada a cabo por la mayor parte de la humanidad, que establezca condiciones y procesos más igualitarios para el gobierno de la sociedad global, incluyendo el requisito de la planificación ecológica, social y económica.
En un futuro no muy distante, un “proletariado ecológico” –signos del cual ya están presentes– emergerá de manera casi inevitable de la combinación de degradación ecológica y privación económica, sobre todo en el fondo de la sociedad. En estas circunstancias, las crisis materiales que afectan la vida de las personas se harán cada vez más indistinguibles en múltiples efectos ecológicos y económicos (por ejemplo, en las crisis alimentarias). Tales condiciones forzarán a la población trabajadora de la tierra a la revuelta contra el sistema.
Lo que a menudo llamamos de manera equívoca las “clases medias” –aquellos que se encuentran por encima de los trabajadores pobres pero con pocos intereses particulares en el sistema– se verán sin duda arrastrados también a la lucha. Como en toda situación revolucionaria, algunos de los elementos más ilustrados de la clase dirigente seguramente abandonarán sus intereses de clase en favor de la humanidad y de la Tierra.
Puesto que el desafío de preservar la resiliencia de la tierra deberá ser encarado sobre todo por las generaciones más jóvenes, podemos esperar que la juventud se verá desencantada y radicalizada en la medida en que se deterioren las condiciones materiales de existencia. Históricamente, las mujeres se han preocupado de manera especial con problemas de reproducción natural y social y, de igual modo, estarán sin duda en la primera línea de la lucha por una sociedad global más orientada en lo ecológico.
En esta Gran Transición, creo que los socialistas desempeñarán el papel de liderazgo, incluso en la medida en que evoluciona el significado del socialismo, adoptando una connotación más amplia en el curso de la lucha. El gran artista, escritor y socialista William Morris expresó en una declaración famosa:
“Los hombres luchan y pierden la batalla, y la cosa por la que lucharon llega a ser a pesar de su derrota, y cuando eso ocurre resulta no ser aquello que decían, y otros hombres deben luchar por lo que decían bajo otro nombre”. Hoy, la lucha histórica por la libertad y el sentido humanos ha llegado a un momento decisivo. En la nueva época ante nosotros, nuestra tarea es clara: luchar por un desarrollo humano equitativo y sostenible en un acuerdo duradero con la Tierra. (Traducción de Guillermo Castro H)
John Bellamy Foster*
*Sociólogo, ambientalista, profesor e investigador estadunidense
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: SOCIAL]
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