Hambre, enfermedades y tristeza entre familias desplazadas de Guerrero

Hambre, enfermedades y tristeza entre familias desplazadas de Guerrero

A 7 años del desplazamiento forzado, 45 familias de la Laguna y Hacienda de Dolores, Coyuca de Catalán, están en el abandono; su trauma, vivo; sus muertos, sin justicia; sus agresores, en la impunidad. El caso cayó en el olvido, a pesar de que la crisis humanitaria que padecen se ha agudizado

Personas desplazadas en Colonia Libertad, La Unión, Ayutla.

Es un mediodía de noviembre. El colectivo avanza a trompicones por la ruta, precariamente asfaltada. Atraviesa topes, puestos de quesadillas, graveras y varios retenes: de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), de la Policía Federal, de una policía ciudadana. Finalmente, llega a Cruz Grande, donde aborda una camioneta de redila con dirección a Ayutla.

Varios golpes en la plancha del auto indican que se llegó al destino. El colectivo baja por una trocha en la que han crecido las matas. En una casa encuentra a varias niñas, de 7, 4, 5 años de edad, cuidando a una bebé que se mece sobre la hamaca. Poco a poco van llegando hombres y mujeres, muchos de ellos familia que fueron “reubicados” aquí, en la Colonia Libertad, La Unión, Ayutla de los Libres, tras el desplazamiento forzado que sufrieron de la Laguna en 2012.

“Ya pasó tiempo, sí, ya pasó tiempo… pero para nosotros no pasa tiempo. porque tenemos los muertos en el corazón, los sentimos. Para nosotros es como si se hubieran ido nuestros familiares hace 8 días; a nosotros nos sigue doliendo”, dice Leonor Ochoa, una de las personas desplazadas.

Ella, que fue reubicada en La Tondonicua, Sierra de Petatlán, incluso tuvo que salir del estado de Guerrero por las amenazas que padecía. Y es que este desplazamiento forzado, ocasionado a raíz de la lucha ecologista que llevaron a cabo para defender el bosque de la tala inmoderada y los incendios provocados, es una gran maraña de violencias: tres personas desaparecidas forzadas; fabricación de delitos a, al menos, 14 personas y más de 25 muertos en una sola familia, la de Rubén Santana.

Tras este desplazamiento forzado, se detonarían muchos otros en Guerrero: en Tierra Caliente, Chilapa, Leonardo Bravo o San Miguel Totolapan; comunidades convertidas en pueblos fantasma, donde anida el miedo y el olvido.

Según estima el International Displacement Monitoring Centre (IDMC), a partir de datos de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), en diciembre de 2018 había 338 mil personas desplazadas en México, siendo Guerrero uno de los principales estados del país con más personas en situación de desplazamiento forzado. Aunque las cifras son pequeñas para los organismos internacionales comparadas con la de otros conflictos armados, como el de Colombia, el tema es considerado una bomba de tiempo, una crisis humanitaria repercusión en toda América Latina, como país asilo y país frontera en el tránsito a Estados Unidos que México es.

Rubén Santana hijo, la abogada Maria Helena Hernández de AMAP, el General Gallardo, el Diputado Manzano, Leonor Ochoa y Mariana Diaz.

La violencia y la lucha: las mujeres líderes ecologistas

La historia de Rubén Santana, está vinculada a la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán (OCESP), un caso que en su momento llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Coidh), y supuso la condena del Estado mexicano por detención arbitraria y tratos crueles y degradantes e impunidad ante graves violaciones de derechos humanos, cuando Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera fueron detenidos en mayo de 1999, como señala la abogada María Helena Hernández, representante de la Asociación Nacional de Abogados del Pueblo (AMAP).

Sin embargo, mientras se resolvía el caso de Montiel y Cabrera en tribunales internacionales, los intereses caciquiles no cedieron. La OCESP continuó trabajando en la defensa de los bosques. Los cacicazgos presentes en el territorio se reorganizaron y se articularon con agencias de seguridad estatal, que emprendieron una persecución contra las familias herederas de la lucha ecologista. Lo preciado en la región: la madera, el agua, los minerales y el control de las rutas de tránsito de estos recursos y de droga.

Tras el asesinato de Rubén Santana Alonso el 18 febrero de 2011, varias familias de la Laguna salieron desplazadas a Puerto de las Ollas y fue su viuda, Juventina Villa Mojica, quien retomó el liderazgo de la lucha. Ante la diferencia climática y la pobreza, durante meses estuvieron tratando de regresar a su casa. Otras familias permanecieron en La Laguna, sufriendo una violencia que penetró con fuerza en quienes la padecieron y escucharon. Siendo tantos los hijos, los esposos y los hermanos muertos, las mujeres serían quienes garantizarían la continuidad de la memoria y de la vida. La violencia represiva de los grupos armados adquirió también una dimensión de género, que buscaba quebrar e invalidar tales liderazgos, tanto a través de la violencia directa sobre sus cuerpos como a través de la división, el chisme y la infravaloración.

“Allá en la casa, en La Laguna –cuenta Leonor–, se quedó cuidando una hija de Rubén Santana, pero en cuanto nos fuimos mataron a su marido. Ella quedó embarazada con todo el montón de niños, y a los poquitos días, cayeron el montón allá a La Laguna, le decían que la iban a matar, se le subieron los sustos y se le murió su bebé en la panza. Así duró 3 días, le sacaron el bebé como si fuera animal, metiéndole la mano, no sé como se lo sacaron pero muriéndose ella ya, por poquito se muere, y sin poder ir mi tía Juventina a verla.”

El intento de permanecer en su territorio terminó con el asesinato de Juventina Villa Mojica, un asesinato que podría haberse prevenido, pues la comunidad alertó a la Secretaría de Gobernación de las amenazas de muerte. El Estado llegó tarde. Siempre tarde. La abogada María Helena Hernández explica que gran parte de esa tardanza se debe a la negación sistemática de los testimonios de las víctimas, en particular si son mujeres, una práctica generalizada en la integración de expedientes judiciales, pero también a la hora de echar a andar medidas de protección.

Relata Leonor: “Querían que les dijera quién lo había dicho, qué persona, y luego, cuando hay muertos, y preguntaban: ‘¿Tú viste cómo lo mataron? ¿Tú viste qué armas tenían? ¿Tú viste quién era? ¿Tú los conociste?’. Y cuando mataron a mi tía Juventina y al niño –prosigue– también estaba una niña allí. ¡Y querían que la niña les dijera quienes eran! ¡Qué caras tenían! ¡Qué armas tenían! Y la niña tenía siete años [de edad]. ¿Cree usted que la niña, que vio que mataron a su hermanito y a mi tía, que echaban sangre por la boca… Aunque los conociera, ¿iba a tener visto al montón que lo hizo? A uno de los que mataron a mi tía lo agarraron, y lo soltaron”, concluye con indignación.

En Tenango, Ayutla de los Libres.

Las condiciones de vida en La Unión y Tepango

Tras un plantón de meses en Chilpancingo las familias lograron un apoyo para construir casas y obtener un pequeño terreno en la Unión, Ayutla de los Libres, y en la Tondonicua, Sierra de Petatlán. Poco después, se discutió y aprobó la Ley 487 para Prevenir y Atender el Desplazamiento Interno en el estado de Guerrero, pero las indagatorias de cómo se había dado la violencia en el caso de La Laguna y Puerto las Ollas quedaron inconclusas. Con ellas un mensaje firme por parte del Estado: la impunidad para los perpetradores, y la falta de garantías de protección para las víctimas.

En su terreno de la Unión, de apenas 1 hectárea por familia, aunque el gobierno había prometido 3, las 10 familias desplazadas que se encuentran en la Unión cultivan maíz, flor de jamaica y algunos árboles frutales. También cuentan con gallinas y gallos: por lo menos, huevos. Nada comparado con el número de hectáreas que tenían antes de sufrir la violencia extrema que les obligó a desplazarse. Nada comparado con los chanchos, las cabezas de res, los chivos, el agua pura y los bosques que disfrutaban allá en la Sierra. Sus nuevas casas se las construyó el gobierno estatal tras un plantón que hicieron en Chilpancingo, y después de que los huracanes Ingrid y Manuel en 2013 arrasara lo poco que tenían.

Hasta la fecha, las familias no pueden superar el terror que sufrieron impunemente. Como documentaron varios medios en su momento, en 2013, 4 meses después de que se establecieran en los nuevos terrenos, varios sicarios llegaron a rematarles. En aquel momento, lograron repeler la amenaza gracias al cobijo de la UPOEG y poco después lograron ciertas medidas de seguridad por parte del estado: un retén de la policía estatal que se colocó en la entrada de la colonia que habitaban, vigilando la entrada.

Pero este retén fue retirado hace unos meses, dejándolos de nuevo a merced de las agresiones, señala Mariana Díaz. Y estas agresiones son fatales. Su hermano, Constantino Díaz Pérez, fue asesinado hace 3 años en Ayutla cuando se dirigía a comprar herramientas para su trabajo como mecánico.

“Y Los niños van a la escuela, pero es peligroso. Tenemos que vigilarlos para que no se los lleven; y yo, que trabajo en la calle, pues tengo miedo de que me pase algo”, continúa Mariana. “Por eso pedimos a este nuevo gobierno, que nos mande seguridad… que atienda el caso de que no tenemos viviendas ni proyectos productivos, y que tome cartas en el asunto con el tema de las demandas porque tenemos presos políticos. Son presos políticos porque están presos por luchar, por andar luchando, por eso les sembraron delitos y cuando nosotros nos acercamos a poner una demanda de que tenemos familiares muertos pues qué hacen ellos: nos demandan ellos a nosotros, y nos siembran dos o tres delitos”.

Explica los abogados de la AMAP que precisamente, por la criminalización que han sufrido, a muchas personas se les complica salir de la colonia para trabajar. Las amenazas vienen del crimen organizado, de los sicarios, pero también, eventualmente, de cuerpos policiales que responden a intereses oscuros. Una connivencia de poderes en un estado que, al menos para la administración pasada, la AMAP definió como “narco-Estado policiaco-militar”.

El escaso jornal que pueden percibir por un día de trabajo, entre 100 y 130 pesos, tampoco es alentador. Sin embargo, no tienen otra opción y poco a poco van logrando algo, por ejemplo, están tramitando ante el Ayuntamiento de Ayutla –que desde julio de 2018 se rige por usos y costumbres– el servicio de agua potable.

La situación de las familias que se encuentran en Tepango es todavía más precaria: no alcanzaron a que el estado les otorgara tierras o les ayudara en la construcción de sus casas, así que ellos mismos cortaron una palma y un árbol de mango y levantaron unos tablones de madera sobre un suelo irregular. Varios niños duermen sobre el piso, dentro de una carpa, pero cuando llueve las culebras y el agua entran, “por encima, por abajo, por los lados”.

El esposo de Juana Alonso Ochoa y padre de Rubén Santana, va perdiendo la conciencia. “Nos dijo el doctor que por toda la tristeza, por todo lo que pasó”, dice su esposa mientras deshoja unas mazorcas. Su tensión es alta, su ritmo cardiaco irregular y el tono de la reunión triste: Fue difícil adaptarse al clima, a la falta de trabajo, a la incertidumbre, al abandono estatal y a la falta de tierras. ¿Y qué es un campesino sin tierra?

A pesar del aplomo y la fortaleza que exhibe, Juana de vez en cuando se quiebra en llanto cuando recuerda a sus dos hijos asesinados, la violencia sufrida, y todas las personas muertas, entre las que también hubo niños.

Pide condiciones mínimas para poder vivir con dignidad. El tema de la justicia es un deseo soñado. “Porque ya tenemos varios años desplazados, que ni siquiera nos dan un apoyo y por eso nosotros estamos aquí para que nos escuchen, nos oigan las necesidades que tenemos… Mi hijo, él tiene su casita con el puro techo de arriba, no tiene nada. Y yo lo que quiero es que nos den, que nos haga justicia este gobernador. Tengo un hijo preso, que  tiene demandas. Hasta hace 2 años nos visitaba de vez en cuando el doctor Bertoldo [Martínez], venía con la Cruz Roja, con alguna comida y algunos medicamentos, pero luego también murió”, dice Edith, su nuera.

Juana Alonso Ochoa, madre de Rubén Santana.

Justicia y reparación

La violencia extrema y desplazamiento forzado en esta zona fueron consecuencia directa de las disputas por el control del territorio y distintos modelos de gestión del mismo, pero también un mecanismo de despojo y acaparamiento de los bosques, de las tierras, de las minas, del agua, explicam abogados de la AMAP. Riqueza (aunque sea furtiva y fugaz) para unos, hambre y pérdida de autonomía para otros. A la pérdida de los bienes materiales, se suma el trauma por la violencia extrema sufrida.

“Así que imagínese nosotros –continúa Leonor– teníamos 800 hectáreas de tierras, con papeles, con todo, más aparte otras que teníamos más para el otro lado del río… ¿Si no nos hubieran desplazado, creen ustedes que nosotros íbamos a estar sufriendo hambres? Si nosotros cada vez que teníamos ganas matábamos un becerro, un puerco, un chivo. Nosotros no teníamos necesidad de que el gobierno nos ayudara. Ahorita sí tenemos necesidad y por eso venimos, porque hoy sí tenemos necesidad. Tenemos hambre, tenemos miedo. Niños chiquitos y hasta de 15 años están sin estudiar todavía, que no se pueden bajar y no quieren bajarse unos porque no saben leer.”

A pesar de que el tema del desplazamiento forzado interno está considerado en varios artículos de la Ley General de Víctimas, en la Ley 487 para Prevenir y Atender el Desplazamiento Interno en el Estado de Guerrero y, desde la reforma de abril de 2019, en el Código Penal Federal, los casos se desbordan. Todavía no está claro cómo el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que prometió justicia y amnistía, va a resolver este y otros casos, ni a qué esquema de justicia vayan a incluirse estas familias.

Sin embargo. el pasado 29 de noviembre, en conferencia de prensa, la AMAP, anunció que se habían reunido con Alejandro Encinas Rodríguez, subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración, y empezaron a construir rutas de trabajo para la resolución del tema de las personas que se encuentran presas o con ordenes de aprehensión, de las personas desaparecidas forzadas y de las personas en situación de desplazamiento forzado. La atención sicológica a víctimas de violencia extrema también es un tema pendiente.

Inés Giménez Delgado