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El futuro es hoy

El futuro es hoy

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FOTO: 123RF

Ciudad de Guatemala, Guatemala. “El futuro es hoy”, “el futuro ya está aquí” suele decirse. Expresiones que quieren dar a entender los avances fabulosos del desarrollo científico-técnico con los cuales vivimos, además de la velocidad vertiginosa con que los mismos se precipitan incorporándose en nuestra cotidianeidad. En otros términos: lo que parece producto de una muy exuberante imaginación futurista, día a día se hace una realidad palpable dejándonos boquiabiertos.

Sin dudas, esos cambios suceden interminables y con una celeridad descomunal. Se presentan como un desafío constante al que debemos enfrentarnos. Obligan a pensar hacia dónde vamos. Por lo que puede colegirse, ningún gran cambio tecnológico en la Historia, si bien abrió escenarios nuevos –conquista del fuego, invención de la rueda, manejo de los metales, agricultura, navegación a vela, imprenta, máquina de vapor–, produjo la sensación de movimiento constante, casi enloquecedor, con que nos encontramos en la actualidad.

Hoy la aparición de nuevas tecnologías tiene un ritmo frenético, por lo que cuesta seguirle el paso. Lo que recién ayer era fabulosa novedad –el cassette, el diskette, el teléfono fijo, el disco compacto, no digamos la máquina de escribir– en un corto tiempo pasa a ser pieza de museo.

La fijación de pautas de consumo, modas y tendencias que los poderes dominantes nos imponen –“Lo que hace grande a este país [Estados Unidos] es la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda”, manifestó el gerente de la agencia publicitaria estadunidense BBDO, una de las mayores del mundo– ha hecho de la sed de novedades un poderosísimo motivador, por lo cual a diario nos encontramos con nuevos productos en cualquier ámbito.

La producción humana –hoy día enmarcada en la lógica capitalista– encuentra un lugar perfecto para desarrollarse. La creación de “cosas nuevas” destinadas al mercado no cesa. Crea nuevas necesidades que se van tornando imprescindibles. De ahí que el mundo contemporáneo convoca a preguntarnos: ¿hacia dónde vamos? ¿Es necesaria esa proliferación interminable, esa velocidad de cambio? O más aún: ¿acaso puede detenerse la misma?

Es así que el mundo actual presenta una sensación de movimiento perpetuo que nos sorprende a diario. Más aún: las tecnologías –cada vez más sofisticadas– obligan a preguntarnos qué futuro se está construyendo. De ahí que cobra sentido la expresión aquella de “el futuro es hoy”, “ya llegó”, “está aquí”. Con cierta sensación de vorágine, todo lo actual es puesto en entredicho casi a diario, siendo difícil vaticinar lo que sucederá en un corto tiempo. Lo que hoy era novedad, mañana ya es vetusto.

¿Qué futuro nos espera? ¿Todo el mundo por igual aprovecha esas maravillas de la creatividad humana? La subjetividad profunda, ¿también cambia? ¿Y el “hombre nuevo” que pedía el socialismo algunos años atrás, cómo entra en esto? Es imposible decir con precisión para dónde vamos.

Lo que queda claro es que resulta difícil tener claridad de lo que se está construyendo, de saber hacia dónde nos dirigimos como humanidad. La idea –encomiable que debemos seguir defendiendo con toda tenacidad– de un mundo superador del capitalismo, se ve adversada por lo que una cruda y obstinada realidad nos confronta.

La primera experiencia socialista de la Historia, la Unión Soviética, desapareció. En su lugar, encontramos un país capitalista como Rusia con las peores lacras del individualismo, dando pasos hacia atrás en lo logrado con la revolución bolchevique. Se reintroduce el elemento religioso en su Constitución, se ataca al movimiento de diversidad sexual, se premia el egoísmo exitista de unos pocos magnates y se entroniza la más galopante corrupción.

Por otro lado, alimentando un desconcierto que confunde, a lo largo y ancho del mundo y con voto popular –¿suicidio colectivo? – surgen mandatarios fascistas. Exaltan el racismo, la xenofobia, el clasismo llevado a niveles absurdos y el individualismo extremo contra la solidaridad fraternal. En el discurso dominante en términos globales, el socialismo es presentado como una lacra inviable, ya fracasada.

Se llega a expresar que si China es una superpotencia, lo es porque abrazó mecanismos de mercado –aunque en absoluto sea así–. Todo indica que el mundo se va derechizando en forma creciente en términos político-ideológicos. El cambio acelerado de la tecnología pareciera marcar/imponer el ritmo: si no se le sigue el paso, quedamos “fuera”. Pero, ¿fuera de qué?

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Se ha dicho –con una muy peligrosa y tendenciosa inclinación ideológica– que es más fácil que se termine el planeta Tierra –por la catástrofe ecológica que se vive, o por la posible guerra termonuclear– a que termine el capitalismo. Visión pesimista que no da espacio a la esperanza.

Al observar la realidad actual, la marcha de las cosas no nos presenta un escenario optimista. Aunque “quienes seguimos teniendo esperanzas no somos estúpidos”, como dijo Xabier Gorostiaga. El impuesto discurso dominante muestra que “hay que seguir el tren de esa historia”, consistente en consumir acríticamente.

En todo caso, las tendencias en curso sólo nos muestran un mundo viable para algunos, y de muchas y variadas penurias para los más. Ahora bien: quien no se sube a ese velocísimo, casi desbocado tren… ¿Es un estúpido?

Cuando se dice que “el futuro ya está aquí”, da a entender el fabuloso desarrollo científico-técnico de la humanidad –y haciendo su apología: “el ser humano creó a Dios y luego se arrodilló frente a él. Quién sabe si también se inclinará en breve frente a la máquina, frente al robot”, dijo el anarquista Mijaíl Bakunin– se omite algo muy importante: los beneficios de ese avance no se reparten por igual para todas y todos.

Mientras hay gente que se mueve en la realidad virtual –y piensa en situaciones como viajes en el tiempo o la prolongación casi eterna de la vida–, muchos otros continúan usando leña como energético, sin acceso ya no a Internet, sino siquiera a electricidad. Cultivan con arado de bueyes y están atados a milenarios prejuicios mágico-animistas, mientras creen en espíritus y aparecidos –o en religiones–.

Este dispar mundo actual no apunta a una igualación de esas diferencias, sino a su perversa profundización. Las asimetrías que pueblan la vida del ser humano –económicas, sociales, culturales, tecnológicas– tienden a aumentar.

Muchos –los más– seguirán en el pesado y abrumador subdesarrollo, mientras otros –los menos– pareciera que viven cada vez más en el luminoso progreso. Resuelven su calidad de vida en forma proporcional a las miserias de otros. Sin embargo, la tecnología no es la clave para lograr ese avance, ese bienestar. El mismo se asienta en cambios estructurales de la sociedad.

En Guatemala –país pobre del Tercer Mundo–, un ideólogo del neoliberalismo como Manuel Ayau pudo decir –sin ninguna vergüenza– que el país entraría en el desarrollo “el día en que cada indio tenga un celular”. Hoy existe un aparato por cada tres personas, y el país sigue postrado, sin desarrollo.

Sin dudas, la mera tecnología no lo consigue: eso es una suma compleja de cosas. El ser humano –en su subjetividad profunda– no parece haber cambiado desde las cavernas: ayer garrotes, hoy misiles hipersónicos con carga nuclear múltiple, pero la apelación a la fuerza bruta sigue siendo su motor. El poder como centro de la humanización no ha cambiado… ¿Cambiará?

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Entonces, una vez más la pregunta: ¿Cómo es que el futuro ya está aquí? Fuera de los espejismos que esa obnubilación por la tecnología puede acarrear, no caben dudas que la productividad humana hoy presenta “milagros” impensables apenas unas décadas atrás.

La inteligencia artificial, la robótica, el mundo digital, el internet de las cosas con tecnología 5G, la computación cuántica, el metaverso y el espacio virtual, la biotecnología y la genética molecular, la posibilidad de generar vida artificial, las neurociencias que pueden manejar el pensamiento, todo esto plantea preguntas: ¿Se mejora así nuestra calidad de vida como especie, o esto sirve para aumentar diferencias entre los grupos humanos al tiempo que facilita a los grandes poderes hipercontroles cada vez más sofisticados y efectivos?

Lo conocido hasta ahora va dando paso –en forma vertiginosa– a nuevos escenarios donde no se conoce el punto de llegada. Incluso la unión de machos y hembras de la especie –que, en realidad, son “caballeros” y “damas” y no meros especímenes biológicos– puede ir cuestionándose, a partir de nuevas modalidades de relacionamiento.

El matrimonio como institución que asegura la reproducción –biológica y cultural– está en franca crisis. Es cuestionada con nuevas formas de sexualidad y de posicionamientos inter-humanos.

¿Quién criará a las crías humanas próximamente: la inteligencia artificial? Esto puede hacer pensar en que sí, estamos ante un nuevo sujeto: ¿un ser encerrado en sí mismo, enfrascado ante una pantalla, manipulado hasta el hartazgo por factores de poder que deciden su vida? ¿Un sujeto tan alienado que reemplazará el sexo de carne y hueso por modalidades virtuales, donde la reproducción de la especie podrá quedar circunscripta a un laboratorio? ¿Seres humanos sin conciencia crítica, pero cargados de aparatos que le facilitan/ solucionan la vida práctica con el menor esfuerzo?

Sin visiones apocalípticas ni conspiranoicas, ese salto cualitativo que vivimos –que se acelera en forma creciente– obliga a preguntarnos por el futuro, no sin cierto temor.

¿Qué sigue ahora: un mundo manejado por poderes globales que deciden la vida de la humanidad en función de sus mezquinos intereses sectoriales? ¿Una sociedad global donde la tecnología –dada la forma en que se desenvuelve en el marco capitalista– en vez de servir para liberarnos nos sojuzga cada vez más? ¿Un planeta dividido entre quienes se benefician de la explosión científico-técnica y quienes “sobran”, alejados del desarrollo, o recibiendo sólo sus migajas?

También cabe la posibilidad de una catástrofe medioambiental de tales proporciones que ya no sea posible su reversión y torne la vida humana imposible. O, sin querer ser agoreros –sino realistas–, la posibilidad de una guerra nuclear generalizada que se saldría de control y termine con toda forma de vida en el globo.

O, por último –y trabajemos por esto– ¿un mundo donde la abundancia permita el acceso de toda la población planetaria a los satisfactores que ese desarrollo de la productividad permite, con real equidad?: “De cada quien según su capacidad; a cada quien según su necesidad”, decía Carlos Marx. ¿Para dónde vamos entonces? ¿Para dónde queremos que esto vaya?

Marcelo Colussi/Prensa Latina*

*Politólogo, catedrático universitario e investigador social argentino, residente en Guatemala

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