México, en el bando progresista de la “guerra” por América Latina

México, en el bando progresista de la “guerra” por América Latina

En la “guerra” por América Latina, México se incorporó al bando progresista con la llegada de López Obrador al Poder Ejecutivo, explica la politóloga, historiadora y latinoamericanista Silvina Romano. Nada pudieron hacer Washington ni las derechas del Continente ante la avalancha popular que puso a Morena en la Presidencia, pero el conflicto no ha terminado: Estados Unidos militariza y judicializa todas las relaciones que establece con los países latinoamericanos. Supera su estrategia de “seguridad” y “combate a las drogas” con la que interviene en la región

América Latina está en guerra. La violencia no siempre es explícita. Tampoco es necesariamente militar. Pero sí se trata de una disputa que, incluso, es cultural. No en vano es la región del mundo con mayor desigualdad económico-social, explica la posdoctora Silvina Romano, investigadora del Consejo Nacional en Investigaciones Técnicas y Científicas (Conicet) en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe de la Universidad de Buenos Aires (Argentina).

Tampoco es una guerra entre países –aun con las disputas que puedan protagonizar algunos gobiernos de un signo ideológico y de otro– sino entre las oligarquías y los movimientos progresistas. México nunca ha estado al margen, pero desde la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la titularidad del Poder Ejecutivo mexicano, el 1 de diciembre de 2018, el conflicto adquirió una nueva dimensión para el país y para la región en su conjunto.

Posdoctora por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y por el Conicet, Silvina Romano considera que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador sí está bajo bajo el acoso de la oligarquía mexicana, una de las más poderosas de la región porque cuentan con alianzas más sólidas en Estados Unidos de las que pueden tener las de otras naciones latinoamericanas.

La también investigadora y coordinadora de la Unidad de Análisis Estados Unidos y América Latina del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag),  advierte que no se requiere llegar a un golpe de Estado –duro o blando– para reconocer que hay una disputa entre el movimiento que hoy tiene el poder político en México y grupos del alto empresariado aliados a políticos de los partidos hoy desplazados del poder federal: Revolucionario Institucional (PRI), Acción Nacional (PAN) y de la Revolución Democrática (PRD).

Más allá de las propias limitaciones de la llamada 4T (cuarta transformación de la historia de México) y del Movimiento Regeneración Nacional (Morena), el actual gobierno mexicano sí intenta generar una nueva democracia. No se trata únicamente de que cuenten los votos en los procesos electorales sino de que “se moderen la opulencia y la indigencia”, como  gusta decir el propio presidente parafraseando al prócer independentista José María Morelos y Pavón. Es decir, alcanzar a un sistema democrático con mayor equidad social.

Doctora en ciencia política por el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), casa de estudios en la que también se licenció en Historia y Comunicación Social, diferencia las oposiciones que estos gobiernos enfrentan. Por un lado está la oposicion de derecha, antidemocrática, golpista y que busca preservan y aumentar sus privilegios. Por la otra, la izquierda radical, “la de las grandes enseñanzas”, que enarbola demandas legítimas y que busca ampliar los derechos para todos.

El problema, considera Silvina Romano, no es la segunda porque finalmente en la disputa por América Latina está siempre resistiendo y empujando la transformación social. La oposición de derecha es la que “no es una posición normal o lo que se espera de una oposición dentro de las definiciones convencionales de democracia”.

Con líneas de investigación en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina; crítica a la asistencia para el desarrollo; e integración, subdesarrollo y dependencia en América Latina, Silvina Romano advierte que los gobiernos progresistas en la región son combatidos por la derecha con todo lo que puede, incluyendo métodos antidemocráticos. Y es que se trata “con luces, sombras, alcances y limitaciones, y con todo lo que podamos discutir”, de democracias diferentes a las democracias solamente procedimentales.

—Pero las oposiciones de derecha son oposiciones al fin, es decir, legítimas en un sistema democrático. Es natural que sean oposición a un gobierno de izquierda como la izquierda es oposición a un gobierno de derecha. Al final, es lo que funciona en una “democracia” –se le cuestiona

—Te podría plantear que la derecha no es una oposición normal. Sí, las derechas se presentan al proceso democrático y son gobierno también. Pero los gobiernos  progresistas son democracias más sustantivas. El concepto de democracia sustantiva implica la inclusión económica, política, social y cultural de mayorías históricamente postergadas. Los gobiernos progresistas se presentan por la vía democrática, respetando una institucionalidad, unas reglas; pero no se quedan ahí. El objetivo, por los procesos que hemos visto en Bolivia, Ecuador, en su momento Argentina, es de algún modo generar instancias, institucionalidad, de justicia social, que no necesariamente están vinculadas a la democracia en general. Puede haber democracias procedimentales que funcionen muy bien en términos de reglas, es decir, que se cumplan las normas etcétera, pero que no provean ningún tipo de inclusión de estas mayorías. Eso fue lo que se rompió con el progresismo. Ese tipo de democracia se quebró y se plantó otra democracia. El proyecto de Morena [Movimiento Regeneración Nacional] también viene de una trayectoria de estar vinculado a sectores históricamente postergados en México. Y entonces la oposición no va a ser normal, no va a estar dentro de esas reglas del estado de derecho tal cual se esperaría en un libro de Ciencias Políticas.

—¿Por qué la derecha parece tener una incapacidad de someterse a las reglas democráticas cuando pierde, cuando no es gobierno?

—Justamente con estos gobiernos [los progresistas] se exacerban las tensiones que son históricas en las sociedades y que en México son muy claras: tensiones de una élite que se viene amasando política y económicamente entorno al neoliberalismo a partir de Carlos Salinas de Gortari. Son muchos años de una elite que se va renovando en términos tanto de negocios que hacen, como en términos políticos, siempre con una red institucional, familiar y social que va vinculando a esa élite mexicana. Y que tiene, a diferencia de otros países de América Latina, una gran proyección internacional. Siempre se toma el ejemplo de Carlos Slim, pero no es el único. Hay muchos ejemplos, porque México está muy cerca de Estados Unidos. Es una élite que en términos sociológicos retoma un modo de vida americano [estadunidense] absoluto, mandan a sus hijos a la escuela de allá, por ejemplo. Ese es el nivel de la derecha socioeconómica que hay en México. Entonces cuando un gobierno progresista llega por la vía democrática después de varios intentos, de sufrir varios fraudes, claro que se puede esperar que la oposición no va a jugar limpio porque nunca juega limpio, ni siquiera cuando gobernaba. Además, dentro del partido ahora en el gobierno también hay vínculos con esa elite: no es gente de Marte ni de otra raza, no. Se intenta generar un cambio, pero son muchos años de neoliberalismo y de ese sector del gobierno. Cómo renovar las instituciones. ¿Echas a todos y pones a otros? No es así. Hay un tire y afloje, hay que ver cómo ir avanzando en el programa propuesto en un contexto de pandemia a nivel mundial. Ese es el gran desafío hoy, en un contexto donde más del 40 por ciento de la población en México esta por debajo de la línea de la pobreza desde hace décadas y un contexto donde tu vecino es una de las potencias mundiales. Y además este vecino está en una disputa brutal porque Está acarreando hegemonías. Es un contexto muy complicado para gobernar, para cumplir con una agenda.

—¿Y cuál es el papel de Estados Unidos? ¿Es sólo un observador de lo que ocurre en América Latina y, particularmente, México?

—México tiene una tradición muy importante en política exterior. López Obrador se entendió con [Donald] Trump y ahora también lo hace con [Joseph] Biden. Por supuesto que sí, porque va a buscar alianzas donde se pueda. Y ahí me parece que el tema clave, hay que decirlo con mucho dolor, la crisis más importante de la relación de México y Estados Unidos, es la migratoria. Estamos ante una crisis humanitaria de una envergadura tremenda. México ha quedado involucrado en esa crisis desde un lugar muy negativo que le fue impuesto con la iniciativa misma de ser la “frontera segura” o la “frontera del siglo XXI”. Ese rol fue aceptado por gobiernos anteriores. De Felipe Calderón (2006-2012) en adelante lo que se ha hecho en cuestión del marco aparentemente legal de la guerra contra el narcotráfico es prácticamente un genocidio. Dentro de ese plan además de la ruptura de los tejidos sociales, de la generación de equivalencia está el tema de la migración, forma parte de lo mismo. Al día de hoy la estrategia con Centroamérica es remilitarizar las fronteras. Biden no sabe qué hacer el problema de la migracion y en México no saben qué hacer tampoco. Es la verdad. Y eso tiene un efecto a corto, mediano y largo plazo: es gente, no es un huracán, por ejemplo, viene un huracán se va y te deja todo hecho un quilombo, pero es tu gente: dónde se va a quedar esa gente, y son niños, es gente que está por morir. Es el gran tema junto con la pandemia. La oposición en México y desde Estados Unidos va a achacarle absolutamente toda la responsabilidad de esta crisis a López Obrador, desconociendo 30 años de subordinación a la agenda estadunidense y 11 de Iniciativa Mérida, donde se organizó toda la fuerza de seguridad no sólo con respecto del narcotráfico sino con respecto de las migraciones. El de la migración siempre fue catalogado por Estados Unidos como un problema para la seguridad nacional. Ahora bien, que López Obrador tiene que dar su brazo a torcer, por supuesto. El otro gran tema es el de la corrupción, que también viene de la mano. Nadie puede desconocer que hay corrupción. Todos estamos de acuerdo en que hay corrupción. Pero me da la sensación de que se quiere hacer una especie de transición o mutación de la estrategia antinarcóticos a la guerra anticorrupción. Eso significa que se va a operar desde una fachada de aparente poder blando utilizando el poder duro. Vemos ahora la militarización de la frontera. La estrategia anticorrupción ya no es algo que tenga que ver solamente con reformas institucionales o que esté vinculado solamente al ámbito de lo político. Ahora está vinculado al ámbito económico y de la seguridad también. Es un buen lema una estrategia anticorrupción, pero al final van a reconfigurar las instituciones que ya estaban presentes para la guerra antinarcóticos en virtud de una nueva contienda que es denominada como guerra anticorrupción. En realidad si se quisiera resolver el problema en origen, los estadunidenses tendrían que asumir el tipo de relación económica que tienen con nuestros países, la dependencia que han generado.

—¿Cambia México su relación con sus vecinos y con América Latina?

—En este gobierno de López Obrador no sólo se retoma la relación con Centroamérica sino que abiertamente dice: “Nosotros somos América Latina”. Y lo la demostrado con hechos, como haber recibido a los exiliados de Bolivia por un golpe de Estado convencional; o los exiliados de Ecuador por la persecución política. Esas promesas se cumplen y hay gente que lo niega, que dice que son “detalles”, pero no lo son. México está jugando otro papel. Veo algunos acuerdos bilaterales con Argentina, es decir, es tratar de explotar al máximo los vínculos que se puedan hacer con América Latina a partir de la vacuna, por ejemplo, ver cómo se puede fabricar la vacuna en conjunto, buscar una alianza con Cuba y fabricar partes de la vacuna en cada país. Y México es un gran país, es el gran país de América Latina. Sabemos la historia de América Latina y México puede ser el timón.

—¿Por qué América Latina es históricamente escenario de golpes de Estado ya sean blando o duros?

—Hay muchas versiones. La más fácil es decir que somos vecinos de Estados Unidos. Pero es mucho más complejo que eso. En América Latina hay sociedades movilizadas, hay masas en las calles reclamando. Los gobiernos progresistas no llegan de la nada. En el caso de López Obrador tiene mucho que ver lo de Ayotzinapa: la gente en la calle reclamando; y no reclamaba solamente por ese asesinato brutal, sino porque era ya asesinar a los que no tenían ni calzado; era el acto más horrendo de violencia del Estado contra su propia gente. La de América Latina es una sociedad movilizada permanentemente.  El pueblo incansablemente ha buscado alternativas para estar mejor. No siempre por la mejor vía pero ahí está. Los golpes de Estado llegan en los momentos en los cuáles están dando fruto los proyectos que se apartan en mayor o menor medida de la ortodoxia. Se apartan de la vía, en este caso neoliberal, de manera más o menos exitosa y pueden ser vistos desde fuera como un ejemplo a seguir. Cuando hay sectores que llegan al gobierno y radicalizan la democracia, se articulan una serie de medidas de desestabilización desde dentro y desde fuera. Las derechas en América Latina son históricamente dependientes y subordinadas a las élites de los países centrales. No les interesa América Latina. Les hace ganar dinero pero se lo llevan a los bancos de otros países. Incluso no vacacionan en América Latina. Viven muy bien en América Latina porque son los que menos impuestos pagan probablemente. Ese es el tipo de derecha que no hay en Europa. Digamos son derechas que están siempre listas para actuar.

—¿Pero actúan solas? ¿Qué papel tiene Estados Unidos?

—Lo que pasa es que muy fácilmente estas élites se articulan con poderes fácticos del exterior, sobre todo de Estados Unidos donde tiene un vínculo institucional, personal, de redes sociales, familiares que viene desde hace décadas. Van a estudiar a las universidades estadunidenses; las cámaras empresariales se vinculan mucho con la Cámara de Comercio estadunidense; las reformas jurídicas se hacen con el modelo estadunidense y se toman cursos y se generan vínculos institucionales… Hay, además, una especie de reconocimiento en la cultura estadunidense. Pero, al final, Estados Unidos es un país donde la gente tiene armas sale y mata a cualquiera, donde te toman el Capitolio cuatro grupos como salidos de una serie de Netflix. Hay  todo eso. Sin embargo, si a un militar de cualquier país latinoamericano le dices: “Tenés que hacer un curso de entrenamiento para aprender a utilizar el arma de última generación o el dron, ¿qué preferís: ir a Rusia, a China o a una región de Estados Unidos?”. Te va a decir: “Ya mismo a Estados Unidos”. Y eso para los militares, pero lo mismo para los abogados y para todos. Netflix es el gran triunfo de lo que yo le llamo guerra psicológica. Ahí veo la estrategia psicológica planteada en los documentos desclasificados del Departamento de Estado. Cuando se conforma el Departamento de Inteligencia en 1935, que sale la Ley de Seguridad de Estados Unidos, se ve con mucha claridad el nuevo lugar que se le da a la guerra psicológica. Es una guerra cultural. Claramente el Departamento de Estado y el de Defensa bajaban línea directamente a revistas como Life, a los programas universitarios en América Latina. Lo que pasó fue que con el paso de las décadas la reproducción ideológica funcionó perfectamente. Y ese, para mí, es el problema. China y Rusia están bien posicionadas en términos tecnológicos y militares. Ahora cada vez más. Y a nivel de la carrera por el espacio también. Pero Estados Unidos tiene en sus manos la carta de la guerra cultural a su favor. Amazon, Netflix, Google ideológicamente reproducen el modo de vida americano. Y los chinos lo consumen.

“La plutocracia global es un tema y lo que está pasando en América Latina con los gobiernos progresistas es un logro, un pasito al frente en esa batalla. Falta muchísimo para hacer. Pero es que hasta se tiene que luchar contra los parámetros estéticos. Sí, los indios, los negros, los feos pueden ser presidentes. Esta es una de las principales batallas en esta guerra cultural, de reproducción ideológica. Ahí están dando una batalla. Los discursos de López Obrador, la idea de sus conferencias, hay algo allí que va rompiendo muy de a poco porque lo otro viene de hace décadas.

—¿Toda la oposición es golpista? ¿Incluso la de izquierda? En México hay actores que se oponen a políticas medulares del obradorismo y no son de derecha, sino de una izquierda, incluso, más clara que lo que representa López Obrador.

—Es que hay una izquierda más hacia el pragmatismo y una izquierda que renuncia a la toma del poder. El EZLN [Ejército Zapatista de Liberación Nacional] es legítimo. Y como él muchos otros. Nadie les puede quitar eso. Se han forjado a fuerza de sangre y fuego con una gran apuesta por consolidar un proyecto. La pregunta ahí, que es cruda y hay que decirla, es cuál es el horizonte si renuncian a la toma de poder. Lo que pasa es que en América Latina hay necesidades urgentes, inmediatas, estamos hablando de en cada país 40 por ciento  de la población está debajo de la línea de la pobreza. Hay gente que vive ya no digamos sin acceso a una vacuna sino al agua potable. Tienen el futuro hipotecado. Es absolutamente respetable la posición de la izquierda radical. Claro que sí. Pero ahí hay una cuestión de izquierda a resolver: entre la utopía, el pragmatismo y lo posible. Si me preguntan qué es lo valioso y único de los gobiernos progresistas en América Latina, es que se atrevieron a hacer algo. Llegaron al gobierno por la vía democrática, tomaron el Estado, no el gobierno, y lo reformaron. Estamos hablando de Venezuela, Ecuador, Bolivia. Que podrían haber hecho más, sí; que fueron incoherentes en algunas cuestiones, por supuesto. Podemos hablar largo y tendido de eso, pero lo hicieron y sí hubo un cambio impresionante con respecto a lo que era Bolivia y Venezuela.

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