El Estado como comité al servicio del capital

Publicado por
Mario Santiago

Marx y a Engels, en el Manifiesto comunista (publicado en 1848), criticaron al Estado liberal del laissez faire, declarando que “el poder en el Estado moderno es tan sólo un consejo de administración de los negocios de la clase burguesa”. El mundo es muy distinto ahora al tiempo en el que se publicó el Manifiesto comunista, y es verdad que por muchos años la atención a Marx se redujo a círculos académicos muy pequeños; sin embargo, nunca se pudo negar la veracidad de la crítica al capitalismo sin límites y la connivencia entre el Estado y los empresarios del siglo XIX. Esto se vio materializado de nueva cuenta desde la década de 1980. En la era de la globalización –dice el filósofo italiano Luigi Ferrajoli– “se ha dado la vuelta a la relación entre economía y política. Ya no es la política quien gobierna la economía, sino la economía quien gobierna la política”.

En México aún no contamos con un diagnóstico objetivo y veraz sobre la dimensión de las afectaciones de la ejecución de una política económica neoliberal; sin embargo, no parece haber un sector que no haya sido afectado por la impunidad de la que gozó el gran capital. Hoy vemos a mineras como la canadiense First Majestic Silver Corp, que se ha negado a pagar impuestos después de que se demostrara que mantuvo artificialmente bajos los precios de la plata durante la última década (Contralínea, 22 de febrero de 2021), o como Buenavista del Cobre –filial de Grupo México, la más grande minera de nuestro país y una de las más grandes del mundo–, que contaminó el Río Sonora en 2014 sin que hasta ahora haya reparado los daños (Contralínea 476). Pero también vemos gaseras que reciben subsidios del gobierno para ser rentables bajo contratos leoninos que afectan al erario, o empresas que construyeron prisiones para alquilarlas al Estado con costos escandalosos, como Grupo de Ingenieros y Arquitectos Asociados (Contralínea 13 de enero de 2021). Ante este gran saqueo de dimensiones épicas habrá que formular dos preguntas: ¿cómo llegamos a esa situación? ¿Cómo salimos de ella?

Cómo llegamos a la situación actual

El neoliberalismo es una construcción teórica iniciada en las universidades de Estados Unidos, como reacción al Estado benefactor construido tras la gran depresión y que llegó a su máxima expresión después de la Segunda Guerra Mundial. El nuevo liberalismo, como fue planteado por su máximo exponente teórico Milton Friedman, proponía, con toda claridad, la privatización de los servicios públicos, incluso los que están encargados de lograr el ejercicio de los derechos básicos: acceso a salud, al agua potable, o la educación. Aunque es verdad que ni el gobierno más liberal se atrevió a desembarazarse de la responsabilidad de proporcionar educación básica a su población, algunos siguieron las recetas como si de un manual para conseguir la felicidad se tratara. Chile, el ejemplo clásico, bajo la dictadura miliar y católica de Augusto Pinochet, auspiciado por Washington en la década de 1980, hizo realidad el sueño de Friedman, privatizando las industrias estatales: eléctricas, petroleras, de ferrocarriles, mineras, así como la propiedad de las fuentes de agua y el sistema de pensiones, ahora en crisis.

En México, años después y tras las acusaciones de fraude electoral, el presidente Salinas, doctor en Economía por la Universidad de Harvard, hizo lo propio de 1988 a 1994. En pocos años había privatizado varias ramas de la economía: minería, electricidad, telefonía, comunicaciones, ferrocarriles, transportación aérea, química, automotriz, acero, azúcar, banca, comercio y diversos servicios. La privatización, hay que recordar, implicó ingresos momentáneos de divisas. No obstante, las paraestatales se vendieron a costos por debajo de los precios comerciales (Contralínea 344, julio de 2013). Las empresas del Estado se otorgaron a pocas manos, lo que significó la creación de monopolios privados, como en el ámbito de las telecomunicaciones (Telmex es el ejemplo más claro). En 1995 se reforma el sistema de pensiones condenando a la pobreza a millones de trabajadores, que recibirán ingresos mucho menores que los que recibían en activo (Contralínea 319).

En 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El presidente Salinas siguió recetas aprendidas en la mejor universidad del mundo, ¿qué podría salir mal? Teóricamente el neoliberalismo no parecía tan malo: es razonable que en ciertas circunstancias los mercados se controlaran a sí mismos. No obstante, hoy tenemos claro que el liberalismo absoluto no existe, la economía siempre está regulada en mayor o menor medida por el Estado, y éste debe conocer las consecuencias de aplicar políticas macroeconómicas de gran calado. La entrada del TLCAN afectó especialmente al sector agropecuario, que no pudo competir con la importación de productos creados a bajo costo. La idea neoliberal implicaba que sólo las empresas más fuertes sobrevivieran a la feroz competencia. Sin embargo, el mal mayor se dio a largo plazo, con la concentración de la riqueza en pocas manos y el empobrecimiento y posterior abandono del campo. Además, durante décadas se mantuvo el salario mínimo deliberadamente bajo, para “atraer la inversión”, en detrimento del bienestar de las clases populares.

Los trabajadores sindicalizados, otrora víctimas de los líderes charros de los sexenios previos, ahora eran perseguidos y estigmatizados por defender sus derechos constitucionales. Un caso temprano se dio en Cananea, tras su venta a Germán Larrea, durante el sexenio de Salinas. El proceso de privatización fue la constante en todos los gobiernos posteriores y hasta 2018, así como el malestar y los movimientos de resistencia social. El desaseo en los mecanismos privatizadores era un secreto a voces. El enriquecimiento de ciertos expresidentes y políticos encargados de la venta se realizó sin el menor pudor. La complicidad entre servidores públicos y empresarios vio su punto más álgido durante el sexenio de Enrique Peña Nieto: el escándalo más vergonzante fue el de la llamada casa blanca, una propiedad adquirida como soborno por la entrega de presupuesto público para la construcción de carreteras a Grupo Higa (Contralínea 509, octubre de 2016). Hay que decir también que la liberalización trajo consigo modernización, por lo que el consumidor (dicho en abstracto) se vio beneficiado. Mejoraron los servicios bancarios, de telefonía, comunicaciones y el transporte aéreo, aunque desapareció el transporte ferroviario de pasajeros. Evidentemente la prosperidad y la modernidad no llegaron a la base de la pirámide a la misma velocidad, o nunca llegaron.

Cómo salimos del problema

No es posible ni deseable volver atrás. La economía mexicana se ha liberalizado y se encuentra globalizada. Sin embargo, la liberalización no es sinónimo de desregulación y mucho menos de corrupción. De hecho, la privatización de ciertos sectores debería estar estrictamente regulada para lograr que las empresas ofrezcan a sus clientes bienes y servicios de calidad. El profesor Mauricio Rojas, catedrático de la Universidad de Lund, en Suecia, apuesta por modelos de Estado de corte socialdemócrata.

Siguiendo este modelo, el Estado debería actuar para evitar la desigualdad de oportunidades. No hay fórmulas que inventar, para aminorar la lacerante desigualdad, habría que apuntar a un modelo europeo o, por qué no, escandinavo; es decir, a un Estado de bienestar abierto a la colaboración del capital. Para ello, es básico la creación una mejor regulación de sectores como el financiero. La banca, por ejemplo, no debería, impunemente, cobrar sin restricciones, altas comisiones y tarifas a sus usuarios: el 30 por ciento de los ingresos de la banca en México provienen del cobro de comisiones, un escándalo. El Estado de bienestar prioriza la igualdad de oportunidades para todos a través de aumentar el nivel educativo de las clases populares. Esto es precisamente a lo que apuntan algunos programas sociales, como el llamado Jóvenes Escribiendo el Futuro, que debería de convertirse en un derecho, que no estuviera sujeto a la “buena voluntad” del ejecutivo. En el Estado de bienestar, el acceso a los servicios médicos se otorga de forma universal y sin privilegios. En este tipo de Estado, no habría cabida para la convivencia de varios sistemas públicos de salud en México.

Recuperar un salario decoroso, con condiciones de trabajo apegadas a estándares de derechos humanos, daría la oportunidad a las familias mexicanas de lograr un estándar de vida digno. En general, es el Estado, y nadie más, el último responsable del ejercicio efectivo de los derechos sociales para todas las personas: educación, salud, vivienda, trabajo, seguridad social, acceso al agua y a la alimentación.

Es interesante recordar que nuestra tradición por la igualdad de oportunidades es de vieja fragua. Ya José María Morelos y Pavón sostenía en 1812 que el Congreso debía dictar leyes “que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia; y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”. Los mexicanos convertimos este mismo principio redistributivo en norma constitucional en 1917, en la famosa consigna del artículo 27:

“La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación.”

La transformación de los valores sociales que priorice el bienestar colectivo frente a los privilegios facciones de unos cuantos debe pasar por el castigo a las personas que hayan cometidos actos de corrupción, tanto servidores públicos como actores privados. Apenas vislumbramos las primeras acciones, sin embargo, éstas aún tienen mucho camino que recorrer. Haciendo justicia, reduciendo la corrupción al mínimo y teniendo claros los objetivos del Estado como promotor de la igualdad de oportunidades, podremos construir una nación con justicia social, por la que se ha luchado tantas veces en México.

Mario Santiago*

*Doctor en derecho. Profesor investigador de la Universidad Autónoma de Tlaxcala

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