Es preciso recordar que 11 días después de iniciado el gobierno ilegítimo de Felipe Calderón, éste anunció la “guerra” contra el crimen organizado de manera unilateral, sin consultar a nadie, aunque cabe señalar la coincidencia con el otro sexenio espurio, el de Carlos Salinas de Gortari, que exactamente a los 11 días de comenzar su malhadada gestión ordenó quinazo, el golpe contra el sindicato petrolero que encabezaba Joaquín Hernández Galicia (medida con la que puso en marcha su estrategia “legitimadora”). El impacto mediático le dio buenos resultados, lo que debe haber tenido en cuenta Calderón para emprender una acción “política” muy similar en fondo, no en forma.
Por eso es erróneo lo que dijo el secretario de Gobernación, Alejandro Poiré Romero, de que el pueblo exigió a Calderón que iniciara una lucha armada contra los cárteles del narcotráfico. Al inaugurar la Vigesimosexta Conferencia Nacional de Procuración de Justicia, puntualizó que “nada más falso, nada más, incluso podría pensarse, desinformado que llamarle la guerra de un gobierno; ésta es una tarea que la sociedad mexicana nos ha demandado, desde hace años, particularmente desde mediados de la década pasada”. Tal señalamiento cae en el absurdo: el pueblo mexicano siempre ha rechazado la violencia, sobre todo a partir de 1968, cuando tropas del Ejército fueron obligadas a reprimir a sangre y fuego a jóvenes que deseaban una apertura democrática.
Lo que ha exigido la población es el fin de la “guerra” de Calderón, a sabiendas de que sus resultados no traerán nada bueno, como en este lustro que lleva en el poder. La escalada de violencia ha aumentado al paso del tiempo, con un número de muertos y desaparecidos que ya asombra en el extranjero y que es motivo de horror y vergüenza en los mexicanos. Esto sin contar los “daños colaterales”: el desplazamiento de la población afectada en zonas donde de nada ha servido, sino al contrario, la presencia de las Fuerzas Armadas. Suman ya centenas de pueblos abandonados, con casas en ruinas donde ya ni los perros se quedan a morir.
Lo malo es que falta un año para que finalice el sexenio y en 12 meses la situación se agravaría más, tanto que podría generarse un clima de tal tensión e ingobernabilidad que influya en el proceso electoral, lo que sería un pretexto para que la extrema derecha en el poder quiera dejarse llevar por una tentación autoritaria, y el gobierno estadunidense vea un motivo para intervenir en los asuntos políticos del país con absoluto descaro (como lo dejaron ver los precandidatos a la Presidencia del Partido Republicano, principalmente el gobernador texano Rick Perry).
Aunque el Partido Revolucionario Institucional, con su candidato Enrique Peña Nieto, no estaría de acuerdo en que se aplazaran las elecciones y menos que se cancelaran, ya que apuesta a un triunfo gracias al extraordinario manejo de dinero (ajeno a los lineamientos del Instituto Federal Electoral), con el que buscará comprar votos y conciencias al por mayor. Bajo esta óptica, no estaría de acuerdo en que se prolongara más tiempo la “guerra” de Calderón, por las consecuencias que podría traer no sólo en el proceso electoral, sino en el arranque de un nuevo gobierno (que los priístas esperan encabezar). Tan es así que Peña Nieto no tiene empacho en anunciar su “obsesión” en incidir en el futuro desarrollo del país durante los próximos 30 años.
Otra vez salta a la palestra la figura del líder de los tecnócratas, Salinas de Gortari, que anunció la permanencia de su grupo en el poder durante tres sexenios, lo que resultó cierto, aunque el tercero haya sido con la sigla del Partido Acción Nacional y el cuarto también. Lo innegable es que se trata de los mismos intereses oligárquicos que surgieron con Salinas y se consolidaron con Ernesto Zedillo y aún más con Vicente Fox. De ahí lo preocupante del dicho de Peña Nieto, o de Salinas (que es lo mismo), de prolongar su mandato tres decenios más.
Aunque no vale la pena tomar en serio dicha amenaza, pues México no podría aguantar ni siquiera un sexenio más con las mismas políticas neoliberales impuestas por los tecnócratas salinistas a partir de 1983. A no ser que la oligarquía que patrocina al salinato, es decir, a Peña Nieto, quiera jugarse la carta de continuar la “guerra” no declarada iniciada por Calderón, con los terribles costos de semejante barbaridad fascista. En las manos de los priístas de base recae la responsabilidad de aguarle la fiesta a la oligarquía, pues tienen que darse cuenta que va contra sus intereses de clase, contra el futuro de sus hijos, apoyar a un candidato que no tiene más proyecto que seguir la pauta trazada hace 30 años, la que tiene al país de cabeza y al borde del colapso final.
*Periodista