Si tras la aprobación de la reforma fiscal de Donald Trump en el Senado estadunidense las autoridades mexicanas no operan un cambio de timón en la economía nacional y abandonan su necedad de aferrarse a un tratado comercial que en 23 años únicamente ha abonado pobreza, estancamiento y endeudamiento al país, el futuro de las nuevas generaciones estará seriamente comprometido.
Como un árbol que nació torcido en cuanto a los intereses nacionales se refiere, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) nunca enderezó sus ramas para dar sombra a nuestra economía. Desde un principio, los dados se cargaron a favor de los intereses de las grandes multinacionales estadunidenses y de un reducido grupo de empresarios nacionales que nunca visualizó al acuerdo comercial como detonante del desarrollo interno.
Cuando el presidente estadunidense anunció su intención de renegociar el Tratado quedaron al descubierto los saldos negativos acumulados por más de 2 décadas, a los que además de los cuantiosos desajustes en la paridad del peso frente al dólar y el crecimiento desmesurado de la deuda pública, se agregaron el desmantelamiento de empresas a manos del Estado –como Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad– y la privatización de otras –como Teléfonos de México (Telmex) y Ferrocarriles Nacionales–, sin descontar la desaparición algunas más –como el caso de Luz y Fuerza del Centro–, hasta acumular un millar de ellas relacionadas con ramas económicas estratégicas, como los aeropuertos, puertos, aerolíneas y minería.
El pasado 21 de noviembre concluyó la quinta ronda de negociaciones del TLCAN levantándose de la mesa la comisión trinacional sin lograr avance alguno en los 30 capítulos discutidos. Hace unos días, en una votación apretada, los republicanos consiguieron en el Senado estadunidense sacar adelante la reforma fiscal propuesta por Trump para reducir el impuesto a las empresas estadunidenses de 35 a 20 por ciento, una tasa menor de la que pagan en otros países, incluido México. El objetivo es convencer a los empresarios de ese país sobre la ventaja tributaria de invertir en Estados Unidos.
Esto tiene, en lo inmediato, dos lecturas: la primera con clara dedicatoria del gobierno estadunidense a externar el réquiem al TLCAN y su inalcanzable renegociación; y la segunda, a los efectos que tal migración empresarial traería a la economía mexicana, sobre todo en el tema de la recaudación ante la imposibilidad de bajar la tasa del impuesto sobre la renta (ISR) del nivel actual de 30 a 20 por ciento, con el fin de mantener cautivos a los empresarios estadunidenses, pues esto significaría la pérdida del 2 por ciento, en promedio, del producto interno bruto (PIB).
Una salida de esta naturaleza obligaría a contratar mayor deuda—que ya ronda los 10 billones de pesos, y un pago anual por servicios de la misma equivalentes a más de 500 mil millones de pesos— y en su defecto, a sopesar la opción de aplicar el impuesto al valor agregado en alimentos y medicinas como una opción desesperada por compensar recursos vía impuestos.
Es hora de que la clase política gobernante y sus futuros candidatos a competir en 2018 se pregunten si, con este escenario adverso, es pertinente aferrarse a mantener este desfavorable acuerdo comercial. Ha llegado el momento de hablar con la verdad y anteponer el interés de las mayorías ante las ganancias de unos cuantos, para dejar en claro que sería Estados Unidos la nación más perjudicada con el fin del TLCAN.
Medios nacionales y estadunidenses han difundido un estudio auspiciado por la Cámara de Comercio del vecino país del Norte donde se señala que unos 14 millones de empleos de aquella nación dependen del flujo comercial derivado del Tratado. De tal manera que unas 100 mil pequeñas y medianas empresas se verían afectadas y orilladas a cambiar de actividad para no quebrar, en su calidad de importadoras de productos mexicanos o exportadoras exclusivas a México.
Abundantes análisis se han vertido desde el inicio de la renegociación en torno al capítulo laboral, donde los trabajadores mexicanos guardan una desproporción salarial de 10 a 1 en relación con sus homólogos de Canadá y Estados Unidos. Se ha documentado que en el agro nacional por lo menos 5 millones de trabajadores agrícolas y campesinos debieron emigrar a la Unión Americana para no morir de hambre ante la debacle que representó el TLCAN en esta rama de la economía.
Las empresas estadunidenses han tenido en México un “paraíso laboral” por los bajos salarios que pagan sus filiales asentadas en nuestro territorio, con la complicidad de sindicatos corporativos como la Confederación de Trabajadores de México. No ha habido en todos estos años beneficios tangibles al bolsillo de los trabajadores y al nivel de vida de sus familias.
Y preguntamos: ¿no son estas suficientes razones como para sacrificar un poco las ganancias en el mercado de los dólares y voltear la vista al fortalecimiento de la industria nacional y el mercado interno?
De hecho, la inversión nacional es tres veces y media más grande que la inversión extranjera directa, entonces ¿por qué no enfilar nuevos objetivos a mercados como el latinoamericano viendo por el bienestar de los trabajadores, a través del pago de mejores salarios? Son ellos, al final de cuentas, los que generan la riqueza y pueden fortalecer la economía interna si se les resarce su poder adquisitivo.
No hay por qué temer a perder algo que nunca se ha tenido de manera justa. Insistir en mantener un acuerdo disfuncional e inconveniente para México es repetir el error del pasado de no escuchar a los sectores directamente afectados. El gobierno de Carlos Salinas se abstuvo de convocar a una consulta pública que pusiera en la mesa de la agenda nacional el contenido del acuerdo comercial; hoy el grupo de renegociadores dio la espalda a la opinión y puntos de vista de los diversos sectores sociales y económicos afectados a 23 años del TLCAN. De nueva cuenta aparece la garantía de un rutilante fracaso.
Si la reforma fiscal de Trump echa por tierra TLCAN y pone a la baja la inversión externa en nuestro país, está la vía de optar por un cambio de paradigma que apunte al fortalecimiento de la industria nacional y de su capacidad productiva. La clave está en aprovechar la actual coyuntura para aplicar un cambio de rumbo que fortalezca a la maltrecha economía nacional. La desaparición del Tratado no es el fin del mundo como la tecnocracia política insisten en hacerle ver al país. Hay opciones viables y ha llegado el momento hacer un punto de quiebre en el modelo neoliberal antes de el futuro de la nación se nos escape de las manos.
Martín Esparza Flores*
[OPINIÓN]
*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas