Si el gobierno asignaba sumas cada vez más gruesas en provecho de los hambrientos era únicamente por temor a la agitación revolucionaria. Las migajas del poder [sólo] pretenden conquistar las simpatías del pueblo. Los marxistas se pronunciaban contra las ilusiones tales como la de que era posible agotar, con la cuchara de la filantropía, el mar de la indigencia. El problema no consiste en atenuar las consecuencias de la calamidad social con el movimiento filantrópico, sino eliminar sus causas. La política revolucionaria se mostraba más eficaz que la filantropía. El marxista Axelrod enseñaba que “la lucha efectiva contra el hambre es posible sobre el terreno de la lucha contra la autocracia”. Lavrov [decía]: “la única buena obra posible para nosotros no es la filantrópica, sino la revolucionaria”.
León Trotski
El uso de la “
cuchara de la filantropía” para socorrer a los millones de hambrientos que naufragan en la mar de la indigencia, en la cual fueron arrojados por el propio sistema, como es el caso de la Cruzada Nacional contra el Hambre emprendida por Enrique Peña Nieto, es una práctica antigua en la historia del capitalismo.
Su empleo, sin embargo, no está exento de controversias, en virtud de que para unos las limosnas no son más un mezquino paliativo, completamente inútiles para resolver estructuralmente el problema de la pobreza y la miseria, el cual no es más que una manifestación social de la manera en que funciona el capitalismo, basado en las relaciones de explotación entre el trabajo asalariado y el empresariado, en la esfera de la producción, y de la forma en que se distribuye la riqueza y el ingreso. Dentro de los límites del sistema, los trabajadores organizados sólo pueden aspirar a atenuar la violencia con que son explotados y a mejorar su participación en el excedente económico. La erradicación de esa forma de crear la riqueza que beneficia a una minoría implica la eliminación de esa formación económico-social.
Para otros, la ultraderecha de las elites –que se supone religiosamente elegida para dirigir el mundo y cree en el darwinismo económico, en el rudo individualismo, equiparado a una manada de lobos que trata de devorar y desgarrar a los demás y donde la única ley que respetan es la de la selva– considera deleznable las dádivas, toda vez que degenera la naturaleza del sistema, crea tendencias parasitarias entre la población –como escribiera el Chicago Boy Santiago Levy, el arquitecto de los óbolos zedillistas (el Programa Oportunidades)–, mata la creatividad personal ante el temor de perder los subsidios públicos e implica el riesgo de mayores impuestos para financiarlos y un poderío del Estado. En la Gran Depresión de la década de 1930, el banquero estadunidense Frank A Vanderlip se decía “convencido que la sociedad no tiene que mantener a nadie”. Winthrop Aldrich, del Chase National Bank, exigía la eliminación de los auxilios de trabajo. Robert E Wood, de Sears Roebuck, pedía reducir los socorros a “una base de estricta subsistencia”, ayuda con la cual subsistían miserable y desesperadamente entre 12 millones y 15 millones de personas arruinadas. El escritor Upton Sinclair inició una cruzada para acabar con la pobreza en California en 1934, que aterrorizó a la gente “respetable” del estado y que le negó su apoyo por considerarlo un plan “socialista”, opuesto al sistema de las utilidades. Ellos miran con recelo el sentimentalismo extravagante de los nobles caballeros de su propia casta que militan en el partido de la caridad, siempre dispuestos a derramar sus humanas lágrimas frente a un mendicante y a musitarles un “Dios los bendiga”. John D Rockefeller, de estricta moral calvinista, para salvar su alma, se paseaba con los bolsillos llenos de monedas de 10 centavos que arrojaba como limosna a los haraganes en su camino. Ultras o no, empero, le han encontrado algunas virtudes al altruismo fingido. Les sirve para crearse una hagiografía ditirámbica personal y para sus empresas y fundaciones, deducir impuestos y ser invitados por los gobiernos a las cruzadas contra el hambre. Así, no se extrañe ver a Emilio Azcárraga, Ricardo Salinas o Carlos Slim, entre otros, en la circense cruzada peñista.
En octubre de 1934, en la revista Fortune, desde entonces apologista de oligarcas como los citados, se leía que a los hombres y las mujeres que recibían socorros “no gustan de recibir limosnas y casi unánimemente piden trabajo”. El Estado puede amortiguar o agudizar las desigualdades sociales. Franklin D Roosevelt y los europeos usan el poder político para sustituir la misericordia por el Estado intervencionista y de bienestar que, sin aspirar a abolir la miseria, ofrecen empleos, una renta mínima y servicios sociales a los derrotados, desalentados, desesperados y degradados a la condición de mendigos, con el objeto de abatir las desigualdades sistémicas. Con el poder político en sus manos, los neoliberales desempolvan las limosnas en lugar del empleo y el bienestar, con los programas de ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional-Banco Mundial, adoptados por los gobiernos cipayos, focalizados en los miserables, para manipularlos y narcotizarlos, echados sobre sus vientres vacios, gimiendo agonizantes con la voz del hambriento, con la ilusión de abandonar algún día su condición de menesterosos, mientras mueren. El bienestar social es desplazado por el “goteo” y la “inundación” para solucionar la pobreza: los beneficios a los ricos desbordarán sus bolsillos y escurrirán hacia abajo, en una promesa futura, metafísica. Sólo basta tener paciencia, que la riqueza no se evapore hacia arriba y que “los bolsillos de los ricos no sean como los de los payasos, que nunca se llenan” –como dijo alguna vez el diputado argentino José Vitar–, porque entonces la chusma se quedará como los vagabundos de Esperando a Godot, de Samuel Beckett: “¿y si no viene?”; “no aseguró que viniera”; “puedes estar seguro de que hoy no vendrá”; “seguramente vendrá mañana”; “¿y si viene?”; “entonces estaremos salvados”.
La cruzada peñista es una farsa que oscila entre la grotesca copia del realismo neoliberal salinista –el teatro cómico y trágico, según Luigi Pirandello–, la vulgar caricatura verbal del heterodoxo del Projeto Fome Zero (Proyecto Hambre Cero) de los brasileños Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, y la sombra de los argentinos Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
Dicen los indígenas de Las Abejas: “el gobierno quiere que sólo vivamos de sus limosnas (Programa Nacional de Solidaridad, Programa de Apoyos Directos al Campo, Oportunidades), ¿creen los gobiernos que somos tontos y que no tenemos memoria?”. Ante la ridícula ceremonia en la frontera zapatista que pone en marcha la Cruzada Nacional contra el Hambre, irónicamente el subcomandante Marcos añade: “muy mal muchachos. Pésima coreografía y mala coordinación. Ese aplauso de los acarreados estuvo completamente fuera de tiempo, hasta el preciso se dio cuenta (lo que ya es decir bastante). Siguen los tartamudeos, las equivocaciones […] a menos que ya sea el estilo de gobierno, porque la Chayo siguió la misma línea. En fin, a esforzarse más. De por sí nadie les cree y luego con esos papelones, menos. Las tienen que ofrecer en otro lado, aquí no vive ningún Jesús de apellidos Ortega Martínez o Zambrano. O pueden dárselas en el ‘Pacto por México’”. Escribe Hermann Bellinghausen: “la caridad no detendrá la verdadera guerra. Las limosnas de los ricos, su gobierno y su ‘estado de cosas’ nunca serán la solución, ni lavarán las conciencias de los poderosos, ni modificarán la ruta de lento genocidio en marcha continua”.
Pero cabe preguntarse: ¿realmente Enrique Peña Nieto aspira a alcanzar “el hambre cero” y a atender los problemas alimentario, indígena, la exclusión social y el deteriorado bienestar de las mayorías?
Es absurdo pensar que esos problemas históricos pueden resolverse en 6 años, en México o en cualquier otro país. Ni siquiera los llamados países desarrollados han eliminado ni suprimirán la exclusión, la pobreza, la miseria y la inequitativa distribución del ingreso y la riqueza, porque esos fenómenos son consustanciales al capitalismo, cuyo funcionamiento binario y antagónico de clases sociales los crea y los recrea. El que diga que puede alcanzarlos es un demagogo. Lo que sí se puede hacer bajo el capitalismo, en cambio, es atenuarlos y reducirlos, como lo demuestran Brasil, con su plan Projeto Fome Zero, del cual los peñistas sólo se plagian el nombre; o Argentina, en casi 1 década. Eso depende de la estrategia de desarrollo que se aplique y del bloque hegemónico que lo imponga.
Los peñistas no los abatirán por una sencilla razón: porque mantendrán la misma estrategia económica y el mismo modelo neoliberales excluyentes por naturaleza, y el mismo asistencialismo, opuesto a una política social, por lo que los agravarán. Sólo obtendrán resultados similares a los obtenidos en 1983-2012. Los avances en Brasil y Argentina se deben a que los gobiernos citados aplican medidas heréticas al fundamentalismo neoliberal: una política económica que coloca en primer plano el crecimiento en el mercado interno, el empleo formal, el alza sustancial de los salarios nominales y reales y el gasto social, a una estrategia de bienestar incluyente, ambiciosa y más eficiente que la mexicana; estructuralmente, recuperan el papel activo del Estado (en inversión y gasto, subsidios e impuestos progresivos), en aras de la autonomía fiscal, monetaria, cambiaria, financiera, productiva y social, regulan los mercados, vuelven a nacionalizar sectores estratégicos, replantean y diversifican sus relaciones externas, económicas y políticas, para mejorar su soberanía nacional ante los capitales especulativos, la inversión extranjera directa, los organismos multilaterales (el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial) y las potencias hegemónicas. Es decir, dejan de ser gerentes del proyecto neoliberal global, del “Consenso” de Washington, de la internacional oligárquica financiera-industrial, y exploran estrategia de desarrollo socialmente incluyente y democrático, que legitiman a sus gobernantes legalmente elegidos. Por ello han abatido estructuralmente su miseria y la pobreza, aunque todavía subsiste la grave concentración del ingreso y otros problemas de sustentabilidad.
En cambio, Enrique Peña Nieto privilegia la política económica fondomonetarista (Argentina hizo a un lado a los Chicago Boys, Brasil parcialmente, y México los recicla): el control de la inflación, la austeridad fiscal regresiva y antisocial, y la represión de los salarios, que afectarán al crecimiento, el empleo formal y el bienestar. Mantienen su fe en el “mercado libre” dominado por los monopolios, las contrarreformas estructurales neoliberales: el autismo estatal, la reprivatización de los sectores estratégicos (energía, telecomunicaciones, etcétera), la apertura externa indiscriminada, la integración subordinada al mercado mundial básicamente de Estados Unidos (con el Tratado de Libre Comercio), como eje del crecimiento, por lo que sus efectos multiplicadores se trasladarán hacia fuera y perjudicarán al mercado local, la seguridad alimentaria dependiente de las trasnacionales y de los especuladores. Las limosnas focalizadas que atenderán a una parte de los pobres y miserables (7.4 millones de beneficiarios cuando, según cifras oficiales, existen 13 millones de personas en condiciones de pobreza alimentaria; a 400 municipios, cuando son alrededor de 1 mil 222 los que se encuentran entre los más pobres), contra un programa social que proyecte su luz sobre las 60 millones de personas empobrecidas o 90 millones como estima con mejor realismo el analista Julio Boltvinik, que serán castigados por el genocidio económico. A lo anterior hay que agregar el autoritarismo empleado para imponer sus objetivos por un gobierno dañado por su ilegalidad e ilegitimidad. A la autonomía, autogestión y el derecho de ser sujetos de derecho en un país plurinacional, multilingüe e incluyente, exigidos por los pueblos originarios, Peña Nieto sólo ofrece la aspirina de la limosna y la permanencia del inexorable etnocidio.
En realidad, los peñistas buscan otra cosa al reciclar el asistencialismo neoliberal salinista, operado por los salinistas, la exmaoista-salinista Rosario Robles (aquella ultra que en su juventud no daba un paso atrás, ni siquiera para tomar vuelo, en su lucha por destruir al capitalismo, y que ahora es su cancerbera), o mercenarios como Emilio Zebadúa: desorganizar, diluir, cooptar, manipular, arrinconar, acabar con la izquierda, los descontentos y los pobres y los miserables, con el objeto de asegurar la continuidad neoliberal autoritaria y del priísmo en el gobierno.
En la siguiente entrega se contrastarán los resultados de las políticas sociales de México, Brasil y Argentina.
*Economista
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Fuente: Contralínea 320 / febrero 2013