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Los jamelgos de la derrota

Publicado por
Marcos Chávez * @marcos_contra

Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,

y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,

va cargado de amargura,

que allá encontró sepultura

su amoroso batallar.

Va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

León Felipe

Por sí mismo, el legado despótico, reaccionario, neoliberal y antisocial de los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón representa una sombría y pesada lápida que gravita sobre el lomo de los suspirantes panistas a la Presidencia de la República en 2012. Onerosa herencia a la que, por cierto, hasta el momento, ninguno de ellos se ha atrevido a renegar, al menos públicamente, como en su momento lo hizo el apóstol Pedro. Ya sea por afinidad, porque cándidamente están persuadidos de que ese invaluable patrimonio les será políticamente redituable, o por sentido de supervivencia, por el temor de que cualquier gesto de disidencia o autonomía desate la furia del dios elector que arruine sus ambiciones, como bien sabe Santiago Creel, por ejemplo.

En cualquier caso, su futuro ya está siniestramente marcado. En la agonía del sexenio calderonista al que le han sido fieles hasta la ignominia, sus aspiraciones yacen entre los montones de cadáveres sepultos e insepultos regados por todos los rincones de un país convertido en un vasto cementerio, como consecuencia de la insensata guerra santa en contra de la inseguridad, a la cual respaldan irrestrictamente. Como corresponsables directos e indirectos de la carnicería y de las impunes tropelías cometidas por  los “héroes” de Genaro García Luna y los militares “superhéroes” de Calderón (“las fuerzas armadas son más fuertes que cualquier organización criminal o que todas ellas juntas en el país”), todos esos postulantes apestan. Están impregnados por el hedor de los muertos, de la avanzada descomposición económica y sociopolítica y la putrefacción de los regímenes de la derecha cavernícola que quisieron imponer el reino de dios en la tierra, a través del terror, desempolvando la divisa postcolonial de “religión y fueros”, de la protección a los tribunales especiales eclesiásticos y militares. Sus manos escurren sangre. El iluminado Calderón y sus apóstoles del gabinete son sus propios sepultureros.

Aun cuando no hubiera existido ese infausto estado de excepción tolerado por la cómplice mayoría priista y panista del Congreso de la Unión y la Suprema Corte de Justicia de la Nación, los candidatos panistas son artífices de su propia derrota. A cada rato se tropiezan con su descontrolada lengua, a menudo rabiosa, como es el caso de Javier Lozano, convertido en el troglodita del gobierno calderonista. Carecen de carrera, de oficio y de las virtudes del político. Son grises burócratas intolerantes que no rinden cuentas a nadie más que al Poder Ejecutivo, que abusan del poder de su puesto. No crecieron durante el sexenio. Se quedaron enanos. Son quimeras. Simples aprendices de brujos que, como en el caso de Calderón, sólo pueden crecer con un aparato de Estado puesto ilegalmente a su servicio y con los oficios de los poderes oligárquicos que los convierten en sus operadores de sus intereses. Ni más ni menos como sucede con Enrique Peña Nieto. Sólo pueden proyectar una artificial imagen de grandeza como en el teatro de sombras. Para desgracia de los panistas y los decimonónicos conservadores que los respaldan, el escenario que posibilitó el triunfo de Fox y la desaseada entronización de Calderón ya cambió y ahora les es adverso. Los priistas ya olfatean su derrumbe y se afanan en demostrar a los grupos de poder que representan la alternativa adecuada para garantizar la continuidad despótica y neoliberal, para continuar con las puñaladas traperas en contra de las mayorías. Y la oligarquía, que ya vislumbra la catástrofe blanquiazul, se deja sobar el lomo, mientras que como una glotona se atraganta con las ofrendas de los priistas –las telecomunicaciones o la energía, entre otros dones–, los mira con simpatía.

Los candidatos presidenciales se redujeron a dos, Peña Nieto, el engendro de Televisa –si es que no se despeña solo, como sueña Manlio Fabio Beltrones, quien suspira por sustituirlo–, y Andrés Manuel López Obrador. El panismo se quedó sin jugadores de peso, capaces de seducir a los electores. La caballada panista no tiene nada que ver con los espectaculares equinos frisones, por ejemplo, de origen neerlandés, de fina, larga y lujosa estampa, de buen paso, amplio y elástico. Se redujo a una manada de jamelgos. Puros caballos flacos y desgarbados, por hambrientos, que apenas dan la talla de presidentes municipales.

La nominación del eventual candidato panista, Ernesto Cordero, titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, se realizó al viejo estilo priista: impuesto autoritariamente desde Los Pinos, por medio de la grotesca cargada, la fabricación de grupos fantasmales que supuestamente lo eligen como el hombre del “consenso” (la caballada “Unidos con Ernesto”, integrada por 134 panistas, entre ellos Guadalupe Suárez, secretaria particular de Margarita Zavala; el papá, la mamá y el hermano de Juan Camilo Mouriño; el exvocero presidencial Maximiliano Cortázar; el exsecretario particular de Calderón, César Nava; María Eugenia Campos, exdiputada filocalderonista; Jordy Herrera y Homero Niño de Rivera que medran en Pemex, empresa entregada anticonstitucionalmente a la rapiña empresarial); al margen del partido y su junta de “notables” que “democráticamente” sustituyen a sus militantes; atropellando los intereses de los otros suspirantes como el masoquista Santiago Creel, Josefina Vázquez, Javier Lozano, Heriberto Félix o Alonso Lujambio.

En el añejo ritual priista, el elector resguardaba y promovía la imagen del elegido, quien, a su vez, sin abandonar la sombra protectora, iniciaba el distanciamiento de su creador e incluso criticaba artificialmente su gestión, con su complacencia. Desde la Presidencia, Calderón confecciona el traje político del grisáceo tecnócrata neoliberal. Inició su placeo durante el festejo del Día de la Marina. Le permitió que aceptara el respaldo de la caballada en el salón panamericano del Palacio Nacional, sede del Poder Ejecutivo. Pero ese apoyo no es suficiente. El elegido tiene que trabajar por y para sí mismo. Allí empieza la desgracia de Cordero.

Cada paso que da es un abismo. Cada vez que abre la boca se tropieza con su retórica neoliberal. Es un chicago boy forjado a golpes de hacha, cuya estructura mental, como ocurre con los economistas de su especie, quedó lisiada a fuerza de repetir el catecismo monetarista. Es incapaz de razonar de otra manera. Aunque sea tramposamente, su discurso asume la herencia neoliberal priista-panista y es recibido con beneplácito por sus beneficiarios: los grupos oligárquicos de poder. Pero al menos debe darle un barniz social, populista. Tiene que darse sus baños de pueblo para desarrollar el histrionismo típico del político, aun cuando se sabe que a los tecnócratas les repugna la fracasada chusma. Ni modo, necesitará sus votos. Requiere de una dosis de malicia y desvergüenza. ¿Acaso no recuerda que su jefe prometió ser el “presidente del empleo” y sólo ha dejado una estela de desempleados y subempleados, de informales, de emigrantes, de rencorosos excluidos muertosdehambre, de delincuentes y candidatos “los que se matan entre ellos”, y a los que quedan vivos les aplica una estrategia de higiénica mortandad, cacería en la que participan alegremente los aparatos represivos del Estado? De dientes para fuera, Cordero debe simular su preocupación y comprensión por las desdichas y el bienestar de las mayorías que él mismo, desde Hacienda, ha contribuido a hundir en la pobreza y la miseria. Las mentiras deben ser seductoras para que sean tragables y generen vanas esperanzas. De lo contrario, en su brutalidad, acrecientan el rencor social.

Las mentiras “objetivas” de Cordero (“he sostenido una visión objetiva de México”) rememoran a su tutor, Pedro Aspe, y su “mito genial” del desempleo. Decir frescamente que una familia puede vivir con 6 mil pesos mensuales (50 pesos diarios por cada miembro), pagar un crédito para vivienda y un coche y enviar a sus hijos a escuelas particulares es un insulto a la inteligencia para alrededor de 20 millones de trabajadores ocupados, más o menos la mitad de ellos, que ganan hasta 3.5 veces el salario mínimo y sobreviven en la miseria, al igual que para 7 millones más que perciben hasta cinco veces ese ingreso, que naufragan en la pobreza y que como aquéllos apenas tienen acceso a una parte de la canasta básica. También es una broma de mal gusto manipular las estadísticas para luego decir dos veces cantinflescamente, junto con Javier Lozano, que mejoraron los salarios reales. Entre 1976 y 2000 el poder de compra de los mínimos se desplomó 76.95 por ciento. Entre 2000 y 2011 mejorará 0.07 por ciento en promedio anual, 0.75 por ciento acumulado en 12 años, medida por los precios al consumidor. La canasta básica perdió otro 5 por ciento (0.5 por ciento cada año). Es decir, el deterioro retrocedió a 76.78 por ciento. Los contractuales perdieron 57.59 por ciento hasta 2000. A la fecha es de 56.7 por ciento. Se recuperó 0.89 por ciento. ¡Vaya recuperación estadística! También se necesita ser caradura para decir que gracias al panismo se registran años de crecimiento, de generación de empleos y de prosperidad, cuando la expansión sólo es comparable con la de las naciones más humildes del planeta. El calderonismo arrastra un déficit del orden de 2.5 millones de plazas formales y sumará al menos 1 millón más en lo que resta de la pesadilla cristera. Lo que no se puede regatear es el dicho de que México dejó de ser pobre y se convirtió en un país de “renta media”. Sólo en un sentido: que la prosperidad neoliberal solo alcanza para 30 millones de personas, parte de la “clase media” y, especialmente, para la burguesía y la oligarquía, que concentran la riqueza nacional, explicada por la pobreza generalizada.

¿Cómo le dirá Cordero a los 80 millones restantes de pobres que sobran, que únicamente unos 28 millones interesan como esclavos asalariados? Sólo por negocios o por convencimiento Joaquín López Dóriga, Carlos Marín, Pedro Ferriz de Con y otros de su ralea pueden tolerarle sus risibles desatinos. Hasta el próspero oligarca Valentín Díez Morodo se vio obligado a decir que México es, “definitivamente”, un país de pobres.

El resentimiento social que supura por los poros del sistema es tan grave que las palabras de Cordero representan un peligroso escarnio. El rencor crece igualmente a medida que la Caravana por la Paz, la Justicia y la Dignidad desnuda la rabia, el dolor y la desesperación por los asesinatos, las desapariciones y las detenciones arbitrarias cometidas impunemente por la policía y el Ejército Mexicano, violaciones que, según Calderón, “son un precio a pagar”. Los regímenes autoritarios sólo dejan la explosión social como método para quitarse de encima a sus déspotas.

De mantener esa dinámica puede decir que el gran elector parió un cordero lechal propiciatorio que antes de morir levantó a otros muertos como Creel. Incluso puede sugerirse que Calderón, con mala leche, lo puso al frente en calidad de “péguenle al negro” para proteger a otro jamelgo y luego sustituirlo por éste. Pero si no es el caso, hizo la elección de la derrota. Pero tenía no mejores opciones. Todos son de la misma talla de hombres grises. El panorama panista es desolador.

El incontenible y escenográfico esperpento rottweiler, el nuevo Cantinflas triunfador de Televisa y perro policía (en 1910 dicha raza fue nombrada de esa manera) de la inseguridad pública, García Luna, es francamente impresentable. En un estado de derecho ese individuo ya hubiera sido destituido, sometido a juicio y encarcelado como presunto responsable de corrupción, abuso de poder, violación de derechos humanos, crímenes de lesa humanidad y lo que resulte. El mismo estigma guarda el desastrado “gallo, el mero mero”, Javier Lozano, quien los mismo apalea a sindicalistas, congresistas (porque dice que lo trataron como un “perro arrinconado”) que a sus propios compañeros de partido, como Ricardo García Cervantes. También tiene las manos manchadas de sangre. Más que a un “gallo” se asemeja a un rabioso y genéticamente modificado dogo argentino, una fiera de caza, de mordida potente, pero sin la nobleza que se dice caracteriza a esa raza. Generalmente los conversos como Lozano, que se transmutó de priista a panista, suelen guardar esos rasgos. Obsérvese los casos de Jorge Castañeda o Rubén Aguilar Valenzuela, travestidos de izquierdistas a mercenarios. Desde luego, Lozano no es un akita o akita inu, considerado como un canino poco ladrador, de carácter reservado y silencioso, que permanece impasible en situaciones irritantes.

*Economista

Fuente: Contralínea 237 / 12 de junio de 2011

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