Categorías: Opinión

Odiar y torturar

Publicado por
Netzaí Sandoval Ballesteros*
Hasta que aprendamos que ningún ser humano merece ser torturado, no podremos vivir en paz. Cuando superemos el discurso del odio, del racismo y del miedo podremos construir una sociedad más humana.
¿Por qué hay tantos que creen en el discurso del odio? Es muy difícil explicarlo. Pero cuando proviene del gobierno, el uso de la manipulación de los medios de comunicación resulta clave.
La oprimida Alemania, derrotada en la Primera Guerra Mundial, fue tierra fértil para el nazismo. Una de las más terribles tragedias de la humanidad ocurrió –entre otras cosas– porque la gente creyó en la propaganda de Hitler: los pertenecientes a una religión (judíos) eran en realidad una raza biológica identificable y exterminable; y al exterminar el problema, Alemania renacería para someter al mundo. Desde aquel tiempo, cuando un gobierno está en crisis, una forma comprobada de cimentar su poder es encontrar o fabricar un ser ajeno, un extranjero, un extraño que le permita desviar la frustración del pueblo. Se utilizan los medios de comunicación para implantar en la mente de las personas un miedo irracional hacia tal “extraño”.
En Estados Unidos, George W Bush accedió a la Presidencia a pesar de que el candidato opositor había obtenido la mayoría de los votos en las urnas y con el escándalo de Florida a cuestas. Sus estrategas le ofrecieron la solución: el enemigo serían los terroristas. Podrían ubicarlos como partidarios de una religión: los musulmanes. El pueblo los odiaría con facilidad.
En México se recurrió al mismo discurso: Felipe Calderón empleó el odio como forma de gobierno. Anunció de forma ramplona que emprendería una guerra que costaría vidas, pero que estaba dispuesto a pagar el precio.
“Al iniciar esta guerra frontal contra la delincuencia señalé que ésta sería una lucha de largo aliento, que no sería fácil ganarla, que costaría tiempo, recursos económicos e incluso vidas humanas. Lo sabemos porque así son, precisamente, las guerras.” También nos informó que los narcotraficantes “intentan esclavizar a nuestra juventud con la droga”. Ello a pesar de que, según la Encuesta Nacional de Adicciones, el 95 por ciento de la población mexicana jamás ha probado una droga ilegal.
Dice que el narcotráfico es un “cáncer que había invadido todo” y que “lo que se tiene que hacer es extirpar y radiar y atacar con todo esta enfermedad, y cuesta y duele, por supuesto, pero es lo que hay que hacer”.
Un estudio realizado en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), a cargo de Miguel David Norzagaray, analiza el discurso oficial en torno al narcotráfico desde 1988 y concluye, respecto de Calderón: “Pareciera ser paranoico, porque lo amenazante en sus discursos es todo aquello que se pueda considerar como criminal”. Apunta que, en comparación al resto de mandatarios, el actual declara una guerra no contra las drogas, sino contra la “delincuencia”: un enemigo amplio, difuso, numeroso, peligroso y disperso.
Quienes creyeron en el discurso del odio no se dan cuenta que esos “enemigos” no son más que jóvenes mexicanos que cometen delitos. Evidentemente deben ser detenidos y sometidos a juicio. Pero no deben ser exterminados o extirpados. Hay casos sintomáticos. Cada vez que se detiene a niños involucrados en el narcotráfico, en lugar de indignarnos frente a los criminales que emplean el reclutamiento de menores como una estrategia de guerra, los mexicanos –y sobre todo los políticos– piden “penas más severas” y disminución de la edad penal para castigar a esos niños. ¡Deseamos vengarnos en los niños!
¿Sabe la sociedad que reclutar a un niño no es un delito en México? Entrenarlo para convertirlo en sicario, enseñarlo a amputar partes del cuerpo, explicarle la forma de ocultar o deshacer cuerpos en ácido; nada de eso está castigado por las leyes penales. ¡Es indignante que no hayamos tipificado los crímenes de guerra y de lesa humanidad! El narcotraficante que utiliza a esos niños no va a ser castigado porque nuestro sistema jurídico es tan primitivo que no tipifica ese reclutamiento como un crimen de guerra. Cuando un narcotraficante recluta niños, creemos que el criminal es el niño y no el narcotraficante.
Los jóvenes sicarios no vienen de Marte ni del extranjero: son niños mexicanos que optan por el camino fácil, porque el difícil prácticamente no existe. Para muchos, la disyuntiva es ser sicario o nini. A los que ya están enrolados en estas bandas seguramente no queda más que detenerlos y procesarlos pero nunca asesinarlos y torturarlos, como ha venido ocurriendo hasta ahora.
El odio en la sociedad se ha generado por un discurso gubernamental planeado. Una propaganda de la derecha que pensó que el miedo y la violencia “triunfal” serían la forma de asegurar su continuidad en el poder.
Todavía hay quien sostiene en público o en privado, que los narcotraficantes merecen ser torturados. Con la mente llena de machismo y fanatismo dicen que “no se puede tratar a los criminales como si fueran señoritas”.
Es indispensable advertir que la tortura, que se repite de forma sistemática en los cuarteles militares (ver la Recomendación 87/2011 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos) constituye un delito imprescriptible. Alguien acabará juzgado por esta atrocidad. Lo que hemos señalado es que si Calderón no se asegura de que esos procesos se lleven a cabo pronto y en México, él podría acabar siendo responsable por encubrirlos. ¿Acaso la derecha piensa que Estados Unidos tortura en Guantánamo y en el extranjero, pero no en su territorio por mera casualidad?
El discurso de guerra y odio empleado por Calderón fomenta que la sociedad justifique y aplauda la tortura que realizan las fuerzas de seguridad. Si el “enemigo” es un cáncer, no se le puede tratar como ser humano.
Hay una enorme inmoralidad en quienes justifican el uso de la tortura. Seguramente será imposible convencerlos con argumentos humanitarios, pero hay  argumentos prácticos que podemos poner a debate. Con la tortura el inocente siempre pierde, pero el culpable puede ganar. Así lo explicaba Beccaria en su famoso Dei delitti e delle pene: el inocente confiesa el delito y es condenado o es declarado inocente y ha sufrido una pena indebida. Pero el culpable tiene una posibilidad a su favor pues si resiste la tortura puede ser absuelto cambiando una pena mayor por una menor.
Aceptar la tortura que ejecutan los soldados no sólo nos envilece como sociedad, sino que es contraproducente para el sistema penal: en lugar de castigar al crimen, lo premia con oportunidades que niega a los inocentes.
*Abogado por la Universidad Nacional Autónoma de México; posgraduado en administración de justicia
Fuente: Contralínea 286

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