El Potrero, Ostula, Michoacán. El sol ya había desaparecido pero aún quedaban jirones de luz cuando Máximo Magno Valladares llegó a su casa. Su mujer y su hijo, sin intentar ocultar su espanto, le platicaron que “una camioneta de narcos” había cruzado el poblado.
—Pasaron por aquí muy despacito –le dijeron–. Nadie salió. Ni los perros ladraron. Casi se paran frente a la casa, pero siguieron subiendo el cerro. Yo creo que se siguieron hasta El Salitre de Estopila. Al principio no dijo nada. Levantó la mirada como queriendo recordar algo. Con hastío, los miró. Ya había pasado de largo cuando le escucharon decir: “No va a pasar nada”. La noticia no le gustó. Estaba cansado y quería dormir con tranquilidad. Como representante de la encargatura El Potrero, no había podido faltar a la conmemoración de la recuperación de 1 mil 300 hectáreas del territorio de Xayacalan que toda la comunidad de Ostula había ejecutado un año antes, el 29 de junio de 2009. Hubiera podido dormir en la enramada que le ofrecieron, en la playa; pero quería descansar en su cama y, por eso, apenas concluyeron los discursos, se internó en la selva, cerro arriba, resbalando en el lodo de las veredas. No era aguacero el que caía; apenas una brizna que le pegaba la camisola al cuerpo. También sudaba. Sabía que, desde principios de junio y hasta noviembre, el monte estaría permanentemente empapado. Y ahora se encontraba con la noticia de que narcos andaban cerca del poblado. Antes de acostarse y de que la luz se disipara por completo, salió al portal de su casa. Desde la colina podía divisar la casa de sus vecinos próximos, sus corrales y las dos imponentes parotas que señalan el lindero de su familia. Su hijo continuó con las faenas domésticas, que no concluiría sino hasta alrededor de las 21:30. La luz de la luna llena no pasaba de las copas de los grandes árboles. Pero, con los claros de la maleza, era suficiente para no dar a oscuras la pastura a los animales. Con ello, el adolescente, casi niño, finalizó sus tareas en los corrales. El muchacho apenas empezaba a ducharse cuando escuchó el ruido de un motor. Hasta entonces, sintió que el agua con que se bañaba estaba fría, casi helada. Comenzó a rezar: era la camioneta Van blanca, sin placas, que había cruzado el poblado hacía unas cuatro horas. No se movía. Procuraba no hacer ruido. Escuchó como echaban abajo la endeble cerca de alambre de su casa. Se vistió sin secarse. Al jefe, junto con otros cuatro, los encontró en el pasillo del portón. Otro grupo, de número indeterminado, estaba en los corrales y en las huertas. La casa estaba rodeada. —Dile a tu papá que salga –escuchó decir a un hombre que percibió blanco, de 1.90 metros de estatura, fornido. El hombre se había quitado el pasamontañas. De cualquier forma, la oscuridad no permitía distinguir sus rasgos. Pero algo sí le había asombrado. Los ojos del jefe se encontraban hinchados y rojos, grotescamente inyectados de sangre. —No está; no vino hoy. —Y si está qué… —No está, señor. No ha venido. —Voy a entrar. Y si está, voy a matar a todos. Mejor dile que salga; que no más quiero platicar con él, que me diga unas cosas. No le va a pasar nada… si sale. El muchacho entró a su casa. Vio a su padre en calzoncillos con una escopeta en la mano. Maldecía. Su madre lloraba. —Dicen que si sales no te van a hacer nada; que quieren platicar nomás. —Ellos no me van a matar: yo los voy a matar –respondió Máximo Magno Valladares mientras apretaba con fuerza la escopeta. —¡No! Nos van a matar a todos –dijo, llorando, la mujer–. Mejor sal. A lo mejor sí nomás quieren hacerte unas preguntas. Todos sabían que ninguno de los comuneros que han sido levantados ha reaparecido. Tenso, miró a su esposa y a su hijo. Dejó la escopeta y salió junto con el muchacho. —Te voy a hacer unas preguntas –dijo el jefe apenas los vio salir. Los pistoleros sometieron al padre y al muchacho y los llevaron hasta el lindero del terreno de la casa, al pie de una de las parotas. Les ordenaron hincarse. —Quiero que me lleves a unas casas. —…No quiero ir. —Mira, hijo de tu chingada madre. Yo ya tengo el hoyo donde te voy a echar. O tú solo te subes a la camioneta o matamos a todos y de todas maneras te vas con nosotros. —Entonces dejen que mi hijo se regrese a la casa. El muchacho corrió hasta cerrar la puerta detrás de sí. Temblando, por una rendija de la ventana de madera observó cómo su padre era subido a la camioneta Van blanca, sin placas. Era casi la medianoche del 29 de junio de 2010. Desde entonces, no se ha sabido nada más de él. Contralínea 201 / 26 de Septiembre de 2010