El encarecimiento de los precios de los alimentos básicos, que afecta con particular intensidad a cuando menos, 18 por ciento de los mexicanos –3.8 millones de hogares o 19.5 millones de personas– que sobrevive en la miseria extrema y que es clasificado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social con el eufemismo de “población en condiciones de pobreza alimentaria”, es responsabilidad directa de los tecnócratas priistas y panistas.
De 1983 a la fecha, ellos, con la aplicación de las políticas ortodoxas de estabilización y las contrarreformas estructurales de varias “generaciones” promovidas por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio –a través de las cuales impulsan el neoliberalismo capitalista “global”, el proyecto de redespliegue hegemónico de Estados Unidos a escala mundial, mejor conocido como el “Consenso” de Washington, así como con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)–, deliberadamente abandonaron la soberanía alimentaria y la sustituyeron por la seguridad alimentaria.
Hasta principios de la década de 1980, se entendió por soberanía alimentaria el esfuerzo del país, bajo la rectoría del Estado, por tratar de cubrir la totalidad, o al menos la mayor parte, de los alimentos demandados por la población a través de la producción local. Esa estrategia implicaba, explícitamente, el apoyo a los productores por medio del reparto de la tierra, los subsidios fiscales, créditos a tasas menores a las cobradas por la banca comercial, por medio del Banco Nacional de Crédito Rural (Banrural) y los diversos fideicomisos; la asistencia técnica; la organización del campesinado; la regulación de la producción, de la comercialización (por medio de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares, Conasupo) y la creación de reserva de alimentos para evitar las variaciones traumáticas de los precios; el gasto público agropecuario; la creación gubernamental de las obras de infraestructura requeridas (las llamadas “economías externas”), y la protección del mercado (imposición de aranceles de hasta el ciento por ciento) para evitar que la entrada de las importaciones de esa clase de productos compitieran desventajosamente con el campesinado, sobre todo con el tradicional.
En virtud de lo anterior, se lograron avances importantes en la autosuficiencia de los principales granos básicos: el maíz y sus derivados, considerado como el alimento básico de las mayorías; el arroz; el frijol, y el trigo; de las hortalizas, cárnicos y otros bienes agrícolas. Pese a la crisis del sector registrada desde mediados de la década de 1960, también se tuvo la capacidad para proporcionar los insumos requeridos por la agroindustria y generar un superávit comercial agroalimentario. Su excedente de divisas contribuyó a financiar el déficit del resto de la economía, particularmente de la industria. A partir de 1974, empero, la balanza agroalimentaria dejó de ser favorable debido a los números negativos arrojados por la agroindustria. Sin embargo, el intercambio agropecuario mantuvo su saldo positivo hasta 1993, el cual se perdió con el TLCAN.
Al acceder al poder, bajo la coartada de la crisis financiera del Estado, la recesión, el estancamiento hiperinflacionario y el agravamiento de la crisis rural de la década 1980, los neoliberales sustituyeron esa forma de soberanía por la seguridad alimentaria. Con su “modernización” agropecuaria y alimentaria, ya no importará que la oferta dependa o no exclusivamente de los productores locales, porque se abrirá el mercado interno a las importaciones, además de que se fomentarán las agroexportaciones. Con la apertura comercial, se someterá al campesinado a la lógica demoledora del “mercado” para presionarlos a elevar su productividad y competitividad. Los que no se ajusten al nuevo escenario para sobrevivir tendrán que dedicarse a otras actividades, porque, además, se terminará con la rectoría estatal agropecuaria y se desregulará el mercado local. El problema es que la contrarreforma agropecuaria se lleva a cabo en las peores condiciones, en plena recesión hiperinflacionaria de la década de 1980, la instrumentación de los programas ortodoxos y heterodoxos de estabilización, el inicio del TLCAN y la grave crisis financiera y recesiva de 1994-1996.
La “modernización” agropecuaria implica el fin del reparto agrario en 1992 y el estímulo a la privatización de la tierra; la reducción del gasto público real agropecuario, que cae de 2.8 por ciento del producto interno bruto (PIB) en 1982 a 0.6 por ciento en 2010; la contracción real de los apoyos directos al campo en casi 30 por ciento entre 1994 y 2010, los cuales, en su caída, benefician principalmente a los grandes productores y agroexportadores en detrimento del campesinado tradicional; la contracción del monto total de esos subsidios, que son marginales comparados a los concedidos en otros lugares (apenas equivalen a alrededor del 3 por ciento de los de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, al 6 por ciento de los estadunidenses, al 7 por ciento de los de la Unión Europea o al 13 por ciento de los japoneses); con la quiebra del Banrural y la reprivatización financiera, se marginó a los productores del crédito; los préstamos de la banca comercial se desplomaron del 1.4 por ciento a 0.3 por ciento del PIB entre 1982 y 2010, y los de la banca de desarrollo, que aplicó réditos de mercado, de 1.3 por ciento a 0.006 por ciento.
La protección externa del sector que regía a principios de la década de 1980 fue eliminada: el arancel promedio a las importaciones agropecuarias se ubicó en 0.5 por ciento en 2010, y el de alimentos, en 2.5 por ciento. La regulación interna fue suprimida con el desmantelamiento de la estructura de la Conasupo. Las políticas de estabilización y la competencia foránea provocaron que los precios reales pagados a los productores de arroz, frijol, maíz y trigo se contrajeran en alrededor de 47 por ciento, 14 por ciento, 38 por ciento y 25 por ciento, en cada caso, lo que ha provocado su descapitalización y la quiebra de parte de ellos. Los campesinos tradicionales fueron enviados a una guerra sin armas y maniatados por los neoliberales mexicanos que, además, se alinearon con sus enemigos.
Cuando la economía estuvo cerrada, el sector agropecuario creció a una tasa media real anual de 3.4 por ciento (1960-1982). Con los neoliberales, su ritmo cae a la mitad: 1.9 por ciento (1983-2010). Ello explica la agudización de la crisis de esa actividad y la pérdida de la soberanía alimentaria. Las importaciones han ganado espacio a la producción nacional. En el caso del arroz limpio, el grado de dependencia, el peso de las importaciones dentro del consumo nacional aparente (integrado por la producción interna, menos las exportaciones, más las importaciones) se elevaron de 24 por ciento en 1980 a 84 por ciento en 2010; el del trigo, de 30 a 51 por ciento; el de maíz se mantuvo en cerca del 30 por ciento. Pero los grandes productores estadunidenses de ese grano (amarillo, transgénico, destinado al forraje y que venden en México como alimento) y las trasnacionales controlan más del 50 por ciento de las compras externas que ingresan al mercado nacional. El peso de la producción nacional en el consumo de las principales oleaginosas (ajonjolí, cártamo, algodón semilla y soya) se redujo de 49 a 17 por ciento entre 1985 y 2010; la de carne en canal, del ciento por ciento al 78 por ciento; la de leche bovina, de 98 por ciento a 86 por ciento. La Organización para la Agricultura y la Alimentación estima que el 40 por ciento de los alimentos que se consumen en México es importado, y el 73 por ciento de ellos proviene de Estados Unidos.
La supuesta preocupación de los calderonistas por el aumento de los precios del maíz y de las tortillas no es más que un gesto histriónico, hipócrita mentiroso que busca ocultar la situación anterior. Bruno Ferrari, de Economía, dijo: “No toleraremos abusos contra los consumidores”, que a los especuladores se les podría imponer multas de 80 millones de pesos y sentencias de tres a 10 años de cárcel. Apeló a “la fuerza del consumidor”. Pero luego añadió que “no controlamos precios” (La Jornada, 25 de enero de 2011). Sin embargo, los calderonistas no tienen la más mínima intención de velar por los derechos de los consumidores, porque decidieron que la oferta, la demanda y los precios se determinen por las supuestas leyes del “mercado”. Los neoliberales priistas y panistas han posibilitado que el interés privado, insaciable en sus ganancias, se imponga sobre el interés público, sobre las necesidades de los productores y los consumidores locales. Saben que los consumidores desorganizados carecen de fuerza y que no existen mecanismos institucionales que les permitan defender sus intereses, porque ellos se han encargado de esa situación.
Si los consumidores son simples convidados de piedra en el “mercado” y el gobierno lo dejó a su “libre” movimiento, ¿quién norma su funcionamiento? Los grandes productores agropecuarios locales, que no dudan en exportar su producción –maíz, frijol, arroz, trigo, hortalizas– para aprovechar las mayores cotizaciones del mercado internacional, sin preocuparles que, con ello, contribuyan a generar una escasez interna, con la consecuente alza de los precios, en perjuicio de los consumidores nacionales, y los foráneos, que reciben importantes subsidios de sus gobiernos, que cuentan con una mayor capacidad productiva, tecnológica y financiera, que se benefician de la sobrevaluación del peso y la apertura agropecuaria indiscriminada impuestas por los gobiernos neoliberales priistas y panistas, que abaratan artificialmente sus mercancías, comparadas a las internas, y que les permite competir desventajosamente con los campesinos tradicionales mexicanos.
También, las grandes empresas agroindustriales y comercializadoras, nacionales y trasnacionales (Wal Mart, Cargill, Monsanto, Minsa, Maseca y demás), que exportan e importan alimentos hacia México con frecuencia a tarifas inferiores a las internas, lo que les facilita mantenerlas arbitrariamente bajas durante algún tiempo para imponer una desleal guerra de precios a sus competidores, con el objeto de desplazarlos, apoderarse de los mercados y luego elevarlas sin mesura, con la tolerancia oficial. Que aplican condiciones leoninas a los campesinos tradicionales y los procesadores nacionales de alimentos, a los que les compran sus productos con precios castigados, a menudo más bajos a los pagados por sus competidores, o por debajo de sus costos de producción, lo que les provoca pérdidas, su descapitalización y su ruina, y cuya contrapartida son las jugosas ganancias de las corporaciones. Esos grandes productores y empresas que especulan con la oferta y los precios mundiales de alimentos, que generan desabastos ficticios, que manipulan los mercados de futuros para crear burbujas especulativas en los precios que les proporcionan ganancias monopólicas u oligopólicas adicionales. Esos actores económicos que han convertido el hambre, la desnutrición, la salud y la muerte por inanición en un jugoso negocio.
En una actitud suicida, el gobierno calderonista, ante la especulación del precio de los alimentos, decidió una sobredosis de neoliberalismo: reducir más los gravámenes e importar aún más esos productos para tratar de atemperar la especulación. Pero los precios no se han reducido y las condiciones de los productores se complicaron todavía más.
A escala mundial, se producen los alimentos necesarios para satisfacer las necesidades de la población. Sin embargo, al menos 1 mil millones de personas, los miserables del planeta, están desnutridas y están condenadas por el capitalismo a padecer y morir de hambre. Oficialmente, se dice que en México 3.8 millones de hogares o 19.5 millones de personas enfrentan “condiciones de pobreza alimentaria”, similar a la que sufren los miserables del mundo. Pero el número es mayor. Al menos, 12 millones de hogares o casi 50 millones de personas, cuyos ingresos son equivalentes hasta cinco veces el salario mínimo, insuficiente para adquirir la canasta de satisfactores básicos y que destinan casi el 50 por ciento a la compra de alimentos. Ellos gastan el 10 por ciento de sus percepciones en la compra de tortillas, y las alzas han afectado su consumo. En ese sentido, se ven obligados a dos circunstancias: si desean mantener la ingesta de tortillas, tienen que reducir la compra de otros bienes y servicios básicos; si no quieren sacrificar estos últimos, entonces tienen que disminuir la compra de aquéllas. Por desgracia, esas opciones son retóricas, porque los precios de otros bienes, como la leche, las frutas, las hortalizas, la electricidad y el gas, también se han elevado y su ingreso real se ha reducido. Por tanto, la cantidad y la calidad de su consumo, así como su nivel de vida, se han deteriorado aún más.
El fantasma de los estallidos sociales en los países del Norte de África y del Medio Oriente merodea sobre las mayorías de los desesperados mexicanos, los productores tradicionales y los consumidores, merced a su mayor empobrecimiento.
*Economista