Los que se ocupan de estos temas conocen que el 11 de septiembre de 2001 nuestro pueblo se solidarizó con el de Estados Unidos y brindó la modesta cooperación que en el campo de la salud podíamos ofrecer a las víctimas del brutal atentado a las Torres Gemelas de Nueva York.
Ofrecimos también de inmediato las pistas aéreas de nuestro país para los aviones estadunidenses que no tuvieran dónde aterrizar, dado el caos reinante en las primeras horas después de aquel golpe. Es conocida la posición histórica de la Revolución Cubana que se opuso siempre a las acciones que pusieran en peligro la vida de civiles. Partidarios decididos de la lucha armada contra la tiranía batistiana, éramos, en cambio, opuestos por principios a todo acto terrorista que condujera a la muerte de personas inocentes. Tal conducta, mantenida a lo largo de más de medio siglo, nos otorga el derecho a expresar un punto de vista sobre el delicado tema. En acto público masivo efectuado en la Ciudad Deportiva, expresé la convicción de que el terrorismo internacional jamás se resolvería mediante la violencia y la guerra. Fue, por cierto, durante años, amigo de Estados Unidos que lo entrenó militarmente, y adversario de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y del socialismo, pero cualquiera que fuesen los actos atribuidos a Bin Laden, el asesinato de un ser humano desarmado y rodeado de familiares constituye un hecho aborrecible. Aparentemente eso es lo que hizo el gobierno de la nación más poderosa que existió nunca. El discurso elaborado con esmero por Obama para anunciar la muerte de Bin Laden afirma: “…Sabemos que las peores imágenes son aquellas que fueron invisibles para el mundo. El asiento vacío en la mesa. Los niños que se vieron forzados a crecer sin su madre o su padre. Los padres que nunca volverán a sentir el abrazo de un hijo. Cerca de 3 mil ciudadanos se marcharon lejos de nosotros, dejando un enorme agujero en nuestros corazones”. Ese párrafo encierra una dramática verdad, pero no puede impedir que las personas honestas recuerden las guerras injustas desatadas por Estados Unidos en Irak y Afganistán, a los cientos de miles de niños que se vieron forzados a crecer sin su madre o su padre y a los padres que nunca volverían a sentir el abrazo de un hijo. Millones de ciudadanos se marcharon lejos de sus pueblos en Irak, Afganistán, Vietnam, Laos, Camboya, Cuba y otros muchos países del mundo. De la mente de cientos de millones de personas no se han borrado tampoco las horribles imágenes de seres humanos que en Guantánamo, territorio ocupado de Cuba, desfilan silenciosamente sometidos durante meses, e incluso años, a insufribles y enloquecedoras torturas; son personas secuestradas y transportadas a cárceles secretas con la complicidad hipócrita de sociedades supuestamente civilizadas. Obama no tiene forma de ocultar que Osama fue ejecutado en presencia de sus hijos y esposas, ahora en poder de las autoridades de Pakistán, un país musulmán de casi 200 millones de habitantes, cuyas leyes han sido violadas, su dignidad nacional ofendida y sus tradiciones religiosas, ultrajadas. ¿Cómo impedirá ahora que las mujeres y los hijos de la persona ejecutada sin ley ni juicio expliquen lo ocurrido, y las imágenes sean transmitidas al mundo? El 28 de enero de 2002, el periodista de la CBS Dan Rather difundió por esa emisora de televisión que el 10 de septiembre de 2001, un día antes de los atentados al World Trade Center y al Pentágono, Osama bin Laden fue sometido a una diálisis del riñón en un hospital militar de Pakistán. No estaba en condiciones de ocultarse y protegerse en profundas cavernas. Asesinarlo y enviarlo a las profundidades del mar demuestra temor e inseguridad, lo convierten en un personaje mucho más peligroso. La propia opinión pública de Estados Unidos, después de la euforia inicial, terminará criticando los métodos que, lejos de proteger a los ciudadanos, terminan multiplicando los sentimientos de odio y venganza contra ellos. Fuente: Contralínea 233 / 15 de mayo de 2011