El estado de derecho mexicano –constreñido a su mínima eficacia institucional por el abuso del poder metaconstitucional, la impunidad de los gobernantes y la incontenible corrupción de los funcionarios– sufre las consecuencias de la inseguridad y enfrentamiento entre la violencia legítima (pero ilegal, por falta de sustento constitucional del artículo 29) de las fuerzas represoras de militares y policías, y la ilegal, ilegítima y salvajemente desafiante de los delincuentes. Cuatro años van de esa “perturbación grave de la paz pública [que ha puesto] a la sociedad en grave peligro”, interrumpiendo la observancia del Estado constitucional.
Sin más estrategia que la orden presidencial (artículo 92, apoyado en la fracción VI del artículo 89, pero desconectados del citado artículo 29 y la falta de consentimiento del Senado de la República, hasta ahora, único contrapeso al ejercicio del presidencialismo calderonista), los militares andan por las calles del país cargando con gran parte de los más de 28 mil homicidios, y sin más trámite que una simple acta del Ministerio Público Federal y una que otra estatal, destinadas irónicamente… al archivo muerto, en las memorias de las computadoras que son la única modernización de una Procuraduría General de la República que sirve para maldita la cosa.
No obstante los cantos de sirena calderonista –debido al desastre económico de los mexicanos que padecen pobreza por marginación social, desempleo masivo y reducción del gasto gubernamental en inversiones keynesianas y recomendaciones marxistas para un nuevo proletariado y resabios de lumpen proletariados–, es posible cebar lo que se gesta en sectores de las clases medias: revueltas previas a un estallido entre prerrevolucionario o de plano revolucionario.
La inseguridad ha llegado al colmo. Tenemos una violencia criminal, donde todas las delincuencias se hacen justicia por su propia mano, a la vez que enfrentan y desafían la soberanía e instituciones que no han tenido éxito ni relativo y, en esa guerra de todos contra todos, miles de mexicanos ajenos a ese baño de sangre han sido víctimas de homicidios por parte de los militares que disparan intencionalmente con el pretexto de que asesinan por “equivocación” o por “error”, mientras Calderón los califica de “daños colaterales”. Y esas policías y soldados, gozando de toda la impunidad, se alían al enemigo a causa de la corrupción y las tentaciones irresistibles de contratación con mayores salarios.
Nadie duda, salvo los panistas y sus seguidores (cada vez menos), que el golpismo militar en marcha abre las puertas traseras del sistema presidencialista para concluir el golpe de Estado. A tal grado es el riesgo que la administración estadunidense, insatisfecha con la militarización de su frontera, la persecución a los inmigrantes mexicanos y las quejas-reclamaciones de sus ciudadanos, tiene clasificado al gobierno calderonista entre los “Estados canallas”, “Estados forajidos”, incluso, ante el auge del narcotráfico y sus secuelas, como “Estado terrorista”. Los sectores más derechistas de Estados Unidos proponen un solución radical ante esto: “Enviar el ejército estadunidense” (Andrés Oppenheimer, “¿Tropas de EEUU en México?”, El País, 31 de agosto de 2010). ¿Es improbable una invasión? Los precedentes indican que no y su posibilidad crece ante lo que indica la inteligencia estadunidense: que en nuestro país, Calderón ha provocado un vacío de poder y el desorden se ha generalizado.
Y que éste, con su gobierno y administración fallidos, trata de ocultar, con su necedad de no cambiar su “estrategia” que ha producido más inseguridad para todos los mexicanos y puesto en gravísimo trance la vigencia del título primero con su capítulo primero, referente a los derechos y garantías individuales, la soberanía nacional y la posibilidad de que se establezca “un gobierno contrario a los principios” constitucionales, si se completa, con el golpe de Estado en ciernes, la militarización que impunemente ejerce el poder de las armas sin rendir cuenta y razón de sus actos (algunos de barbarie, como matar civiles inermes). El calderonismo está al margen del estado de derecho, obedeciendo cuando le conviene al Congreso de la Unión y a la Suprema Corte; pero, en contra abiertamente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y sus recomendaciones, tildando de “cantaletas” todo lo que le desaprueban, como sucedió en las 10 reuniones para “dialogar” sobre la inseguridad, donde Calderón recibió severos cuestionamientos por la ineficacia militaroide y policiaca de García Luna.
Calderón ha gastado miles de millones en las festividades por el bicentenario de la Independencia (pagando millones de dólares al showman australiano Ric Birch, como si no hubiera en México, con tanto desempleo, quien se hubiera encargado de ese espectáculo). Se trata de distraer a la opinión pública, como los globos que mandaba soltar Porfirio en cada una de sus reelecciones para distraer a los curiosos ante las arengas de un opositor iluso; o el falso atentado que sufrió el 16 de septiembre de 1897 (Álvaro Uribe, Expediente del atentado, Tusquets, editores). Contra Calderón nadie atentará, pues está políticamente muerto (paréntesis para seguir circulando la renuncia de Calderón). Sin embargo, “debemos estar conscientes de que el país se perdió de una gran oportunidad de celebrar el bicentenario de la Independencia. En cambio, tenemos un México en el que el vacío de poder y el desorden son evidentes, con una constante: se apuesta al beneficio individual y del grupo en el poder… y pareciera que todo es narcotráfico, sin contar el dispendio que estamos viendo”, afirmó Susana Chacón, una de las autoras del libro Ideas y afanes de una patria: México en el bicentenario.