En los últimos días hemos escuchado sendos debates sobre la iniciativa de Ley de Seguridad Interior que presentaron el Partido Acción Nacional y el Partido Revolucionario Institucional en el Congreso, de principio, y a los que respondieron con iniciativas similares Movimiento Ciudadano y el Partido de la Revolución Democrática. Un reclamo del secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos, bastó para movilizar a los representantes de las bancadas partidarias, que en un tris saltaron apresurados a congraciarse con el que parece ser un aliado importante para que alguno de sus candidatos gane la silla presidencial en las próximas elecciones y se mantenga ahí todo el sexenio.
Por encima de la voz del secretario de la Defensa Nacional no parece haber voz ciudadana que alcance la potencia suficiente para ser escuchada y atendida. Las víctimas civiles de esta “guerra”, cuyo clamor diario escuchamos en las calles, noticieros, foros y asambleas, no tienen un ejército detrás y no les basta un reproche para mover a un Congreso. Las Fuerzas Armadas, en cambio, tienen viento favorable para permanecer en las calles, carreteras, estaciones migratorias y estratégicos puestos de responsabilidad pública en el control de la seguridad, con el consecuente crecimiento de su poder fuera de los márgenes de vigilancia civil.
Personas defensoras de derechos humanos, investigadores e investigadoras, intelectuales y víctimas de la acción de los militares hemos exigido, no de ahora, sino de años, el retiro programado de las Fuerzas Armadas de tareas de seguridad pública. Programado porque sabemos que hay lugares del país en donde las instituciones civiles fueron carcomidas por la corrupción, pero no sólo de las policías, también de quienes ostentaban cargos de representación. Esa corrupción endémica, endemoniada, fue la justificación perfecta para quienes veían y aún ven en el ejército a “la única institución incorruptible” en un país en el que torcerse es la regla.
Si observamos con más detenimiento nos daríamos cuenta de que poco o nada sabemos de lo que sucede dentro de las Fuerzas Armadas y sus abogados trabajan para que se mantengan así las cosas: herméticas, reservadas, en secreto y opacidad. De ahí que se conserve está imagen en lo general pulcra, que no se puede tocar ni con el pétalo de una solicitud de información o una comisión de la verdad para el esclarecimiento de crímenes del pasado.
La política de seguridad actual está dentro de ese terreno de lo inaccesible y opaco: discusiones secretas, resultados oficiales indecibles y ocultos, tan vergonzantes y atroces que sólo mediante filtraciones algo llega a saberse entre la ciudadanía. Informes como el publicado por el Centro de Investigación y Docencia Económicas y el reporte emitido por el Instituto Belisario Domínguez del Senado dan cuenta del aumento de violaciones a derechos humanos en proporción directa con el mayor número de efectivos militares involucrados en tareas de seguridad pública. Con la ley que pretende aprobarse no cambiará esta situación; por el contrario, se hará más profunda la brecha entre el poder civil y el poder militar; se profundizará la influencia política de los militares.
Pese a todo, es claro que “la guerra contra el narcotráfico” no ha sido eficaz para desmantelar las organizaciones criminales que trafican droga a Estados Unidos; tampoco ha bajado el volumen del producto que se introduce en aquel país y los indicadores demuestran que el consumo de drogas de los estadunidenses ha ido en aumento; lo que sí ha ocurrido es que mientras se dotó a las Fuerzas Armadas de mayor presupuesto y margen de maniobra, las policías continuaron corrompidas, sin presupuesto y sin capacitación suficiente; situación que no favorece la desmilitarización del país y que representa una amenaza grave al cumplimiento de los derechos humanos.
Por ello es preciso capacitar y fortalecer a las policías civiles para que asuman honrada y eficazmente la tarea de salvaguardar la seguridad pública en el país; paralelamente habrá que dialogar y trabajar en una propuesta de retiro programado de las Fuerzas Armadas así como repensar la política de drogas. Desde luego, nada de lo que decimos aquí se logrará a punta de plumas y micrófonos, será necesaria la organización y la movilización de las personas para defender su derecho a la paz, la democracia, la libertad y la vida frente a esta verdadera amenaza.
Sayuri Herrera Román*/Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria
*Colaboradora del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, OP, AC (www.derechoshumanos.org.mx); maestra en derecho
[OPINIÓN]
Contralínea 530 / del 12 al 18 de Marzo 2017