La muerte de occidente: la civilización de la injerencia

La muerte de occidente: la civilización de la injerencia

Análisis del pensamiento de Immanuel Wallerstein sobre el "universalismo europeo" como un discurso de poder que justifica el colonialismo.
FOTO: 123RF

Recientemente tuve la oportunidad de releer a Immanuel Wallerstein (1930-2019), a través de una serie de conferencias que impartió en 2004 sobre la perspectiva evolutiva del mundo. El nombre de las conferencias lleva por título universalismo europeo: el discurso del poder. El análisis que ahí se realiza tiene su horizonte a 25-50 años; es decir, apela a nuestro tiempo actual, por lo que resulta interesante observar en qué medida el sociólogo e historiador estadunidense pudo anticipar el curso de los acontecimientos. No se trata, por supuesto, de un acto de adivinación o especulación sino de un análisis basado en la trayectoria de largo plazo del sistema civilizatorio capitalista, mismo que, como todo lo vivo, tiene su génesis, desarrollo y muerte.

El mundo actual pertenece, de acuerdo con esta visión, al horizonte de sentido occidental instaurado a partir de 1492 con la conquista española sobre los territorios amerindios. La violenta destrucción de las economías originarias y la reducción de los seres humanos a mano de obra esclavizada llevó a la necesidad de justificar el dominio, argumentando que aquello no era un saqueo sino un acto de salvación frente a la propia barbarie de los indios.

Sin embargo, la violencia con la que los invasores destruyeron los imperios azteca e inca a través del sistema de encomiendas (es decir, el reparto de la mano de obra y el derecho a explotar los nuevos territorios) impulsó a Bartolomé de Las Casas –primer sacerdote ordenado en los nuevos territorios y con una fuerte influencia en la corona– a denunciar las injusticias fraguadas por el proceso evangelizador. Como respuesta, Juan Ginés de Sepúlveda se dedicó a construir una justificación para el sistema colonial, argumentando que los nativos eran “bárbaros, simples, iletrados y sin educación, bestias totalmente incapaces de aprender nada que no sean habilidades mecánicas, llenos de vicios, crueles y de tal calaña que es aconsejable que sean gobernados por otros” (p.19). Aunque De Las Casas logró hacer que Carlos V decretara las Leyes Nuevas en las que se eliminaba dicho sistema de explotación y se ordenaban medios pacíficos para el proceso de evangelización, los intereses en auge, el de los encomenderos, lograron la suspensión. Desde entonces y hasta 1945 es que la visión de Sepúlveda se hizo dominante:

“Lo que presenciamos fue una inversión histórica de la teorización acerca de los códigos morales y jurídicos del sistema-mundo. Durante un largo periodo, más o menos desde el siglo XVI hasta la primera mitad del siglo XX, predominó la doctrina Sepúlveda –la legitimidad de la violencia cometida contra los bárbaros y la obligación moral de evangelizar–; las objeciones de Las Casas representaban una postura netamente minoritaria” (p.31).

El truco residió en convertir una visión particular (la de los europeos) en universal, constituyendo un derecho natural de aplicación general, es decir, una normalización de la injerencia de los países europeos en todos aquellos territorios no europeos, reduciendo a la calidad de barbarie todas las otras visiones y prácticas humanas. Esto permitió la expansión violenta del capitalismo a lo largo y ancho del orbe, normalizando el esclavismo, el extractivismo y la explotación de unos países sobre otros.

Este sistema colonial mantuvo durante cuatro largos siglos la normalización de la injerencia y tutela sobre lo que hoy llamamos el sur global. Comenzó un ciclo de hegemonías europeas comenzando por España, migrando a Los Países Bajos, Gran Bretaña y, finalmente, hacia los Estados Unidos de América. No es un detalle menor que el horizonte de sentido con el que se construyó este sistema sea el mismo desde la época de Sepúlveda.

Adicionalmente, nos recuerda Wallerstein, estos criterios evolucionaron dentro de la corriente del orientalismo que, frente a la creciente interconectividad del mercado mundial, tuvo que dar una respuesta al significado de las grandes civilizaciones como la árabe, la china o la hindú, pero sin ceder en el prejuicio de que serían, en última instancia, versiones incompletas por no haber alcanzado una forma occidental. Estados Unidos de América, especialmente, fue quien instrumentalizó el prejuicio de lo exótico y peligroso de oriente, elementos que han nutrido la llamada guerra contra el terrorismo que todavía hoy se encuentra activa.

Pero antes de llegar al momento contemporáneo, es necesario recordar que 1945 representa una mutación esencial en el discurso del poder. Las dos guerras mundiales, impulsadas por las nuevas capacidades de la revolución industrial, desataron en territorio europeo la verdadera barbarie al industrializar la capacidad de aniquilación humana con lo que la tutela de superioridad sufrió un duro golpe, además de la inesperada insurgencia del bloque soviético que disputó con fuerza la división del poder geopolítico. Esto dio como resultado un periodo de revuelta y revolución mundial que impulsó la descolonización del planeta:

“La segunda mitad del siglo XX fue un periodo de descolonización en masa del mundo entero. La inmediata causa y consecuencia de esta descolonización fue un giro importante en la dinámica del poder en el sistema interestatal resultante del alto grado de organización de los movimientos de liberación nacional. Una tras otra, en cascada, las que habían sido colonias se convirtieron en estados independientes, miembros de las Naciones Unidas, protegidos por la doctrina de no interferencia de los estados soberanos en los asuntos internos de los otros, una doctrina contenida tanto en el derecho internacional en evolución como en la Carta de las Naciones Unidas” (p.27).

No obstante, la adquisición de soberanía política no garantizó la soberanía económica, antes bien, el poder monopólico del capital encontró en la exportación de capitales, el método económico, un nuevo mecanismo que podía determinar el destino de las excolonias a pesar de la formalidad política. Esta nueva era fue rápidamente señalada por los movimientos panafricanos como neocolonialismo e instauró un nuevo momento en la sofisticación del discurso de poder que acompaña desde entonces al sistema global: los derechos humanos y la democracia.

Desde esta visión, la ONU habría actualizado el derecho de injerencia a través de la aplicación selectiva de una especie de forma natural de la democracia (liberal) y una interpretación abstracta de los derechos humanos, esto para hacerse de los mecanismos que justificaron las invasiones y balcanizaciones necesarias para la expansión del imperialismo norteamericano. De esta manera se normalizó el derecho de veto de las potencias económicas y se refrendó el derecho a intervenir en los países que no se comporten acorde con la planeación económica global.

No obstante, y como ahora queda de manifiesto, a pesar de la discursiva bajo estos principios, paradójicamente encomiables, se esconde el mismo criterio de Sepúlveda con respecto a los bárbaros, cualquier país que tenga la intención de alcanzar la soberanía económica es considerado un país no-democrático y que viola los derechos humanos por lo tanto debe ser asediado. El derecho de injerencia se ha podido mantener de pie y lo hace con bloqueo, sanciones y genocidios. Esto no quiere decir, por supuesto, que se tengan que abandonar los conceptos de derechos humanos y democracia sino más bien establecer su significado universal real y no aquél sometido a la interpretación unilateral desde el norte global.

Immanuel Wallerstein concluye en sus conferencias que de lo que se trata es de alcanzar una verdadera universalización, es decir, no solamente la preservación de la soberanía política formal sino de la soberanía económica. En este sentido es que la emergencia de los BRICS y especialmente la fuerza que China ha cobrado en el siglo XXI muestran símbolos de la continuidad de aquella primera oleada de descolonización del periodo 1945-1970.

La crisis hegemónica estadunidense, además, no solamente se remite a la era Trump, sino que esta vendría ocurriendo –de acuerdo con el autor que aquí recuperamos– desde 1968, es decir, el mundo que comenzó a construirse desde entonces ya sería incompatible con la existencia de una hegemonía unipolar. Los EUA significan en sí mismo la crisis hegemónica del gran periodo del universalismo europeo. El sistema capitalista, a pesar de la discursiva “humanista” de sus relaciones diplomáticas siempre ha estado hundido en la verdadera barbarie, cuyo ejemplo más doloroso en la actualidad es el del genocidio en Palestina.

Hoy a 21 años de las conferencias de Wallerstein podemos enunciar que tuvo razón al vaticinar que en esta época se inauguraría la era de la transición hacia un verdadero universalismo, pero este tendrá que materializarse, a través de la crítica no solo de las ideas sino de los mecanismos del sistema interestatal para la resolución de conflictos y la coordinación económica global bajo el signo de la cooperación y no de la subordinación.

Hoy ya sería intolerable la injerencia colonial de aquellos tiempos, el objetivo es que en pocos años la injerencia neocolonial actual sea igual de inaceptable. El mundo vuelve a abrir el espacio a lo nuevo, pero depende de los pueblos, una vez más, la posibilidad de llegar a un nuevo puerto. Pero la salida necesita de audacia y creatividad. Si hasta el lenguaje de la liberación pudo ser capturado por los dominadores, ¿qué vocabulario nos queda para nombrar una emancipación real? Tal vez la respuesta no esté en Occidente, ni en sus instituciones, sino en los lugares que aún no han sido escuchados bajo el ruido de sus propios bombardeos.

 

 

Oscar David Rojas Silva*

*Economista (UdeG) con estudios de maestría y doctorado (UNAM) sobre la crítica de la economía política. Académico de la FES Acatlán y la UAM Xochimilco. Director del Centro de Estudios del Capitalismo Contemporáneo y comunicador especializado en pensamiento crítico en Radio del Azufre y Academia del Azufre.