Después de 200 años, Venezuela continúa resistiendo a la doctrina Monroe y los planes expansionistas de las grandes potencias capitalistas
Caracas Venezuela. Entre noviembre de 1884 y febrero de 1885 –convocada por Francia y Gran Bretaña y organizada por el canciller de Alemania, Otto Von Bismarck–, se reunieron las principales potencias mundiales en Berlín, a fin de organizar el reparto de África. Algunos años después –en mayo de 1916–, a través del Acuerdo Sykes-Picot, Gran Bretaña y Francia hicieron lo propio en Asia Occidental y el norte de África.
Estos repartos coloniales vinieron a consagrar el poderío mundial de Gran Bretaña, pero en esta instancia debió ser un poder compartido; primero con Francia, y luego, con Estados Unidos. No obstante, hubo un período de la Historia, en el cual la primera fue ama y señora del planeta, a partir del asombroso aumento de la productividad como consecuencia de la revolución industrial. Como parte sustancial de su poderío, construyó y desarrolló un gigantesco imperio colonial.
La huella colonial sigue presente 150 años después, en algunas regiones todavía a través de su expresión primigenia. En otras, en forma de control neocolonial para mantener los hilos que permiten el dominio de buena parte del planeta.
Vale mirar los trazados rectilíneos en los mapas derivados del surgimiento de Estados nacionales en los espacios trazados por las metrópolis tras el reparto del mundo. Para ello, no se contó con la opinión y aceptación de los pueblos originarios de esas regiones que vivían en tales territorios desde épocas ancestrales.
Asimismo, es menester observar la enorme cantidad de conflictos latentes emanados de las metrópolis tras retirarse de sus colonias, derrotadas u obligadas por circunstancias al margen de su control. Por ejemplo, el territorio de Cachemira, el cual debió ser pakistaní, quedó en India. Kuwait, una provincia iraquí, fue elevada al estatus de Estado nacional por obra y gracia de Londres.
Jordania fue inventada nadie sabe de dónde, con el objetivo de ser traspasada a la dinastía hachemita como premio de consuelo por haber sido desplazada de Arabia. Ésta fue, a su vez, entregada como recompensa a la familia Saud, como recompensa por su perruna lealtad a Gran Bretaña.
En África, tutsis, hutus, bantúes, tuaregs, masái, mursis, zulúes y centenares de pueblos originarios vieron trazadas líneas de separación de sus territorios ancestrales. Fueron obligados a hablar idiomas extranjeros y aceptar religiones extrañas.
De un día a otro, vieron, horrorizados, que una parte debía hablar francés, y la otra, inglés. Además de tener que “pedir visa” para visitar a sus familiares que habitaban en comunidades cercanas.
Ya a comienzos del siglo XIX, Gran Bretaña supo combinar su dominio naval, la enorme capacidad de crédito en las finanzas, una gran experiencia comercial y una exitosa diplomacia de alianzas para constituirse en la potencia hegemónica global.
Así, la revolución industrial vino a fortalecer una posición que ya había mostrado grandes éxitos en las luchas mercantilistas y preindustriales del siglo anterior. En 1815, la derrota de Napoleón Bonaparte vino a consolidar la hegemonía inglesa.
América Latina y el Caribe no fueron ajenos a esta circunstancia. Los conflictos en Europa y las imprevisibles victorias de uno u otro bando concluían con acuerdos que transferían la posesión de un territorio colonial de una soberanía a otra. Así, por ejemplo, Trinidad y Tobago fueron cedidas por España a Gran Bretaña por el Tratado de Amiens de 1802.
Por su parte, Aruba –que fue ocupada por los holandeses en 1636– permaneció bajo su control durante casi dos siglos. Pasó a dominio de Gran Bretaña en 1805 y devuelta al control neerlandés en 1816. Otro caso es el de Belice –un territorio ocupado por Gran Bretaña en 1638–. Se mantuvo una constante tensión con sus vecinos españoles hasta que en 1798 Madrid fue desplazada, convirtiéndola en la única colonia británica de América Central con el nombre de Honduras británica.
En este período de inicios del siglo XIX, aprovechando su poderío ilimitado desde su pequeña posesión en Guayana, Gran Bretaña comenzó su expansión hacia el oeste en 1814. Así, las 20 mil millas cuadradas originales de su colonia se fueron ampliando a 60 mil a mediados del siglo XIX, a 76 mil en 1855, hasta llegar a las 109 mil millas, equivalentes a 159 mil kilómetros cuadrados (km²).
En este contexto internacional, se produjo la declaración del presidente Monroe del 2 de diciembre de 1823, devenida de la política exterior de Estados Unidos. A fines de siglo, ya en plena etapa imperialista, Washington comenzó a dar mayor continuidad a la aplicación de esta doctrina: en 1898, intervino militarmente en Cuba. Y en 1903, promovió la secesión de Panamá de Colombia para apoderarse de un territorio que le permitiera construir el tan deseado canal.
Al iniciar el siglo XX, los presidentes Teodoro Roosevelt y William Howard Taft implementaron nuevas modalidades de intervención que fueron conocidas como “Política del Gran Garrote” y “Diplomacia del Dólar”. En ese marco, Estados Unidos ocupó Cuba entre 1906 y 1909.
Asimismo, en la crisis de Venezuela –iniciada en 1902 cuando barcos de guerra de Inglaterra, Alemania e Italia bombardearon y bloquearon los puertos venezolanos para exigir el pago de deudas adquiridas durante la lucha de independencia–, el gobierno del país invocó la doctrina Monroe. Ante lo cual, Washington actuó para “apaciguar” a los europeos. A cambio, se comprometió a obligar a Venezuela a sufragar sus compromisos financieros.
Esto contrastaba con la tradición bolivariana de defensa irrestricta de la soberanía. Con su infinita sabiduría, ya en 1819 el libertador Simón Bolívar, durante su discurso en el Congreso de Angostura, estableció claros principios y doctrinas para la creación de las repúblicas americanas que habrían de constituirse. En el caso de Colombia –a la cual pertenecía Venezuela–, en el Congreso de Cúcuta, los plenipotenciarios acogieron la idea del libertador y establecieron precisa delimitación del territorio nacional en 1821.
Al hacerlo, se había originado una Doctrina de Derecho Internacional emanada del uti possidetis juris de 1810. Aceptaba como título legítimo la posesión en que habían estado los territorios americanos y a la cual tenían derecho en virtud de las disposiciones que habían generado su creación.
A Bolívar se le debe esta iniciativa que se incorporó al ordenamiento jurídico de la naciente república. Previó con extraordinaria visión de largo plazo que las discusiones de límites entre las nuevas repúblicas generarían graves inconvenientes, por lo cual era necesario trazar definidas reglas que dieran bases jurídicas y evitaran problemas de orden público internacional.
Nadie sabe cuántas guerras evitó. Como la Historia se ha encargado de demostrar –a diferencia de otras regiones del mundo–, los problemas limítrofes han sido ínfimos si se les compara con otros continentes.
En este contexto, Venezuela protestó por la actitud prepotente y expansionista de Gran Bretaña. Por esta razón, en 1896 Estados Unidos y Gran Bretaña iniciaron conversaciones sobre el problema de esta última con el país sudamericano. Esto condujo a un tratado para establecer el arbitraje en 1897.
Estados Unidos logró imponer condiciones de arbitraje favorables a Gran Bretaña. Este arbitraje es el que, en 1899 –al margen del derecho internacional–, incumpliendo las normas que se habían establecido. Sin que Venezuela pudiera exponer sus argumentos, se falló a favor de la usurpación a través de un laudo. El verdadero alcance de la expoliación sólo se vino a saber muchos años después.
En 1949, se dio a conocer un memorándum escrito por el abogado estadunidense Severo Mallet-Prevost, quien había actuado como consejero de Venezuela en la negociación.
En el documento –publicado después de su fallecimiento–, reconocía que el laudo fue producto de un arreglo político entre Estados Unidos y Gran Bretaña. Hizo un trazado arbitrario de la frontera acordado al margen del derecho internacional .Vale decir que dos de los cinco jueces que fallaron eran británicos, y otros dos, estadunidenses.
Esto demuestra la naturaleza viciada del laudo y es la razón por la que ningún gobierno venezolano lo ha reconocido. En 1966, Gran Bretaña aceptó iniciar negociaciones. Llegaron al Acuerdo de Ginebra el 17 de febrero de 1966. Este documento fue reconocido por Guyana al acceder a su independencia el 26 de mayo de ese año.
A su vez, Venezuela reconoció la independencia de Guyana, reservándose el mantenimiento de su demanda histórica y, por tanto, reconociendo la soberanía del nuevo Estado a partir del territorio al este de la línea media del río Esequibo, desde su nacimiento hasta su desembocadura en el Océano Atlántico.
Desde entonces, el diferendo se mantuvo en un plano amistoso. Sin embargo, en fecha reciente se produjo una primera señal de alarma. La misma evidenció una alteración de esta situación cuando Guyana renunció a dar continuidad al trabajo del buen oficiante designado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Esta fue una indicación inequívoca que anunciaba la intención guyanesa de llevar el conflicto por otra ruta. Lamentablemente, así fue. Guyana decidió dar una concesión a la empresa estadunidense ExxonMobil, la cual –bajo influjo imperial y apoyada por su gobierno y por poderosos intereses económicos y políticos trasnacionales– se propuso escalar el conflicto para poner a Venezuela en el banquillo de los acusados, como cabeza de playa de una nueva escalada intervencionista contra Caracas. Ha llevado el diferendo –de forma ilegal– a la Corte Internacional de Justicia de La Haya, la cual no tiene jurisdicción sobre este asunto.
El originario pensamiento ecléctico de Hugo Chávez y su acelerada evolución política e ideológica lo condujo de sostener preceptos nacionalistas, patrióticos y bolivarianos a claras ideas antiimperialistas e, incluso, socialistas. Acorde a ello, su reflexión y su práctica también fue progresando en cuanto a su mirada sobre la doctrina Monroe y sus efectos en Venezuela y América Latina y el Caribe.
Su acendrado sentimiento bolivariano –sustentado en un profundo conocimiento de la vida y la obra del libertador– lo llevaron a apuntalar casi de forma natural su rechazo al panamericanismo y las derivaciones intervencionistas que emanan de la doctrina Monroe.
En la gran batalla librada en Mar del Plata, Argentina, contra el tratado Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) –presentado por Estados Unidos en noviembre de 2005–, Chávez comenzaba a perfilar la idea de continuidad que esbozaba la doctrina Monroe, el panamericanismo y esta nueva propuesta estadunidense.
En su discurso durante la concentración popular en apoyo a la política latinoamericana y caribeña y contra el imperialismo frente al Palacio de Miraflores el 19 de noviembre de ese año, trazó con precisión la forma que debía adquirir el pensamiento y la práctica antiimperialista.
Al referirse a su participación en el evento de la ciudad argentina, expresó:
“Allí llegamos nosotros, los venezolanos, decididos a continuar resistiendo la agresión imperialista, a continuar diciéndole no a la propuesta imperialista de engullirnos, en una propuesta –como ya he dicho– muy vieja, pero que va cambiando de nombre, a medida que pasan los años, las décadas y los siglos. Ya la llamaban doctrina Monroe en una época; más recientemente, Iniciativa para las Américas, y luego la propuesta de ALCA, ALCA, ALCA, ¡Al carajo! ALCA ¡Al carajo! Se va, mandamos al ALCA ¡Al carajo! Bien lejos, porque aquí tendremos patria, aquí seremos libres, no seremos colonia estadunidense. Preferimos morir mil veces a que Venezuela se convierta, otra vez, en una colonia estadunidense”.
En el futuro, el pensamiento integracionista bolivariano de Chávez se fue llenando de un sustento antimperialista que impregnó su quehacer en la construcción de instancias de unión latinoamericana y caribeña alejadas de la impronta panamericana. En 2011, al definir los fines de la naciente Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), expresó que debía ser “un escudo protector contra la injerencia […] incluso un cortafuego contra la locura imperial”.
Asimismo, conceptualizó a la nueva organización como “el proyecto de unión política, económica, cultural y social más importante de nuestra historia contemporánea”. Desterró cualquier atisbo de aceptación de la doctrina Monroe y su influjo como soporte del proyecto integracionista de la región.
Las líneas anteriores nos permiten apreciar que desde Bolívar a Chávez, la marca de la doctrina Monroe ha estado presente en Venezuela. A través del tiempo, su rastro ha señalado el devenir propio de la vida de Venezuela como nación independiente.
América Latina y el Caribe se han movido en torno a la diatriba entre bolivarismo y monroísmo. La condición de Venezuela de ser el país natal del libertador, en el cual desarrolló los primeros años de su vida política, llevó a su surgimiento como nación independiente y soberana, señala el derrotero de una huella en términos políticos y económicos.
Sin embargo, también en los planos de la cultura, la identidad y los símbolos han establecido el rumbo del país. Incluso en aquellos momentos de la Historia –cuando los gobiernos han estado más cerca de Washington que de los propios intereses nacionales–, la condición de nido de las ideas bolivarianas ha estado presente para dar continuidad al espíritu y al sentimiento de nación.
Es verdad que tras Bolívar, vino Páez y la subordinación del país a la oligarquía. También es cierto que después de Cipriano Castro, llegó Juan Vicente Gómez para entregar Venezuela y su petróleo a Estados Unidos.
Entonces, aconteció la llegada al poder de Hugo Chávez. Realizó un extraordinario quehacer pedagógico en materia de hacer conocer la Historia con criterio refundacional –apelando a la revisión de los argumentos tradicionales que se mostraban como impolutas verdades de nuestro pasado–. Y, de esta manera, fue enseñada a las nuevas generaciones como parte de los anales que dieron origen y continuidad a la nacionalidad venezolana. Esta circunstancia ha venido a producir un cisma en la interpretación de la vida pretérita del país.
La publicación en el 2000 de la versión número 4 de los documentos de Santa Fe –elaborados por una comisión de expertos estadunidenses ultra conservadores sólo unos meses después de la llegada al poder de Hugo Chávez–, apuntaba a contener su impulso integracionista bajo la acusación de que “apoyándose en el bolivarismo, [Chávez] aspira a formar la Gran Colombia –Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador–, probablemente como república socialista”.
Después de eso, vinieron el golpe de Estado del año 2002 y el paro y sabotaje petrolero del mismo año que marcaron el preludio de un rosario de agresiones continuadas. Hasta que, el 8 de marzo de 2015, el presidente Barack Obama firmara una orden ejecutiva por la cual declaraba a Venezuela “una amenaza inusual y extraordinaria” a la seguridad nacional de Estados Unidos.
De esta manera, se estableció una razón jurídica para iniciar un proceso permanente de agresión a Venezuela que no cesa. Este decreto se ha seguido renovando durante las administraciones de Donald Trump y Joe Biden. El fantasma de la doctrina Monroe y el panamericanismo siguen apareciendo en el espectro de la patria de Bolívar. El enemigo es el mismo, incluso 200 años después.
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