Lo que sigue son tres consideraciones de orden político y a la vez metodológico. No me voy a referir a la fórmula en sí porque ya está decidida y no tiene sentido especular sobre otras que, a mi entender, podrían haber sido mejores; es decir, dotadas de una mayor capacidad de atracción sobre una franja del electorado que sin ser kirchnerista tampoco es anti y posiblemente se hubiera sentido más representada por un binomio diferente. En todo caso y ante la poca información disponible acerca de las circunstancias que llevaron a Cristina Fernández de Kirchner a decidir como lo hizo, aquel ejercicio sería ahora un anacronismo. Más adelante podríamos reflexionar sobre si tal cosa fue un acierto o un error, pero será el tiempo quien brinde el veredicto final sobre esta decisión.
Quedan en pie, sin embargo, tres consideraciones.
Primero, cabe preguntarnos si la candidatura presidencial de Alberto Fernández le agrega votos al caudal propio de Cristina Fernández de Kirchner o si, por el contrario, podría desatar una fuga de sufragios producto de la desilusión que provoca en el núcleo duro del kirchnerismo. Algo de eso ocurrió en 2015 cuando un sector importante del electorado kirchnerista le dio la espalda a la candidatura de Daniel Scioli. Si en las presidenciales del 2011 Cristina había obtenido 11 millones 865 mil 55 votos imponiéndose en la primera vuelta con el 54.11 por ciento de los sufragios emitidos, 4 años más tarde Scioli obtendría en la primera vuelta 9 millones 338 mil 490 votos, casi 2 millones y medio menos. No obstante, hay que interpretar esto con mucha cautela y ser muy cuidadosos a la hora de evaluar la situación actual, porque las circunstancias son muy diferentes. Señalo sólo una, para no extender demasiado este comentario. Scioli tenía como compañero de fórmula a Carlos Zannini, y Alberto Fernández a Cristina, es decir, a la dirigente política con mayor intención de voto en el país, lo cual debería ser un llamado a la sobriedad y la mesura para quienes se entretienen aventando comparaciones lineales entre la elección del 2015 y la que se viene. El hecho de que esté Cristina en la fórmula no es un dato para nada menor.
¿Es todo? No. Porque sería erróneo cerrar esta primera reflexión sin señalar al mismo tiempo que Alberto Fernández podría allegar votos de sectores del electorado que no estaban dispuestos a votar por Cristina como presidenta pero que ven en el nuevo candidato un signo de moderación y propensión al diálogo y a la formación de consensos que, por distintas razones, no veían en Cristina. Que esto sea cierto o no es irrelevante desde el punto de vista electoral. Lo importante es que hay un sector que así lo percibe y que, en consecuencia, si antes era completamente refractario a otorgar su voto a una fórmula encabezada por Cristina ahora, con Alberto Fernández como candidato a presidente, podría llegar a revisar convicciones y volcar su preferencia a favor de la misma. Es más, no son pocos los que ven esta candidatura como una tácita (y largamente esperada) autocrítica de Cristina, teniendo en cuenta la radicalidad de las críticas que el hoy candidato presidencial diera a conocer sobre el segundo mandato de Cristina hasta hace poco tiempo. El tiempo dirá cuál es el resultado de esta suma algebraica de votos que se agregan y otros que se fugan del binomio AF-CFK.
Esta es la segunda cuestión. La fórmula puede ser mejor o peor, pero lo que no puede ser así es el programa de gobierno. Esto requiere por una parte una gran claridad para transmitir al electorado cuáles serán los objetivos prioritarios del nuevo gobierno y sobre todo cómo, concretamente, se hará para alcanzarlos. No será suficiente decir vaguedades como que se va a reducir la pobreza, reactivar la economía y combatir la inflación sino que habrá que ser muy específicos diciendo cómo se lo hará. Y así con cada una de las principales medidas que deberá tomar un gobierno que, independientemente de la mayor o menor mesura de sus declaraciones y de sus inclinaciones prácticas, deberá ser de salvación nacional, de reconstrucción de un país devastado por una banda de saqueadores locales con la inestimable ayuda de los delincuentes de cuello blanco anidados en Washington y Nueva York, bandidos todos que llegaron a establecer en este país un humillante cogobierno en donde las autoridades surgidas del voto popular en 2015 han cedido por completo el control de las decisiones económicas al Fondo Monetario Internacional y a la gran banca, todo lo cual ha desangrado financieramente a la Argentina.
Por lo tanto, habrá que ser muy precisos en definir los principales lineamientos del nuevo gobierno. Asuntos insoslayables e impostergables serán la realización de una auditoría integral de la monstruosa deuda externa contratada por el gobierno de Mauricio Macri, tal como lo hiciera en su momento Rafael Correa en el Ecuador con el auxilio de un comité de expertos nacionales e internacionales. Deuda que ha servido más que nada para financiar una gigantesca fuga de divisas de los amigos del régimen.
Habrá que revisar también los contratos con las principales proveedoras de los servicios: electricidad, gas, transporte, y los firmados con las empresas del sector hidrocarburífero y minero, incluyendo por supuesto el litio.
Y en función de la auditoría y la revisión, decidir cómo sigue, o no, la vinculación de esas grandes empresas con nuestro país. Tendrá que nacionalizarse el comercio exterior y poner fin a la reglamentación del macrismo que permite que los exportadores del agro y la minería liquiden en el mercado local lo producido por sus exportaciones cuando y si lo desean pues no están obligados a ello. Lo que se exporta son bienes comunes de las y los habitantes de este país, y el dinero producido en el marco del comercio internacional no puede ser capturado por una minoría privilegiada que dispone de ellos a su antojo. El crónico problema de la devaluación del peso y la huida hacia el dólar tienen su causa principal precisamente en la apropiación privada de los beneficios de los ingresos por las exportaciones.
El gobierno tendrá asimismo que producir la tan demorada reforma tributaria, para acabar con uno de los regímenes impositivos más regresivos del planeta y sin la cual no habrá recursos fiscales suficientes para financiar las políticas económicas y sociales de combate a la pobreza, recomposición de salarios y haberes jubilatorios, de reactivación económica y de expansión del empleo, decisivos a la hora de luchar contra el flagelo de la pobreza. Sin aquella reforma, claramente planteada, estos tres objetivos se convertirían en demagógicas frases de campaña.
Tendrá también que establecer cómo es que se librará el crucial combate contra la inflación y qué medidas serán tomadas para controlar la injerencia nefasta de una oligarquía formadora de precios que esquilma al productor directo tanto como a los consumidores.
El nuevo gobierno deberá sin más demora impulsar una reforma del Poder Judicial, y declarar en comisión de servicios a la casi totalidad de la justicia federal. No es un dato menor que en una encuesta realizada por la Universidad de San Andrés el año pasado fueron los jueces quienes obtuvieron el mayor repudio de la población, cayendo por debajo de los sindicalistas y los partidos políticos. Sólo el 11 por ciento de los entrevistados dijo tener una opinión muy buena de ellos, contra 15 por ciento de los sindicatos y 16 por ciento de los partidos políticos. La reforma judicial, estragada por escandalosos casos de “lawfare” y connivencia con los servicios de inteligencia es imprescindible e impostergable.
La democratización de los medios de comunicación será otro imperativo categórico del nuevo gobierno porque, con la estructura altamente concentrada y oligopolizada de los medios actuales no habrá democracia que funcione en la Argentina. No hay democracia política si no hay democracia en el espacio público, y el sistema nervioso del espacio público son los medios masivos de comunicación.
Otra tarea urgente será la inmediata liberación de los presos políticos y de quienes están en prisión preventiva por años, en causas manejadas a discreción por el Ejecutivo nacional y en no poca medida por la prensa hegemónica. Un gobierno que deberá conceder un lugar prioritario a la defensa de los derechos humanos y el juicio y castigo a los culpables de sus violaciones.
Por último, que tendrá que abandonar una política exterior de obsecuencia rastrera con los dictados del imperialismo estadunidense y forjar una agenda propia, en defensa del interés nacional y para fortalecer la unidad latinoamericana, imprescindible para asegurar una inserción creativa y productiva en el orden multipolar que ya se ha instaurado y que no hará sino fortalecerse con el paso del tiempo.
Y esta es la tercera y última cuestión. Admitamos que la fórmula es la mejor posible y que el programa de gobierno es a la vez realista y atractivo para grandes mayorías de la población. Pero enseguida aparece un nuevo y formidable desafío: ¿cómo organizar la campaña electoral?
Los temibles y amenazantes avances de las neurociencias y las comunicaciones han creado una parafernalia de técnicas y tácticas de control del comportamiento humano cuya más inofensiva expresión son las campañas para vender productos tales como automóviles, celulares o pastas dentales. Como Noam Chomsky lo dijera hace ya décadas, todos esos experimentos tienen como objetivo esencial aprender a manipular la voluntad política del electorado. Las técnicas utilizadas en la Argentina en la campaña del 2015, salvo en alguna medida las de Cambiemos, pertenecen al museo de la tecnología de las campañas políticas.
Hoy el arsenal propagandístico liderado por los principales medios hegemónicos, acompañado por un torbellino de fakenews e incisivas incursiones en los metadata proporcionados por las redes sociales tienen un potencial infinitamente superior al de los dispositivos tradicionales. Expertos del Pentágono, recuerdan una vez más, que el poder militar reside más en el dominio de las mentes y las voluntades que en la disponibilidad de armas convencionales; ése es y será el objetivo de la guerra sicológica: la guerra por los corazones y las mentes.
En consecuencia, los terrenos de la batalla son “el pensamiento, las emociones, las valoraciones, las actitudes, los sentimientos y la imaginación” de los grupos sociales. A partir de allí las técnicas propagandísticas de la “guerrilla neocortical” y la “ciberguerrilla”, como las denomina la Corporación Rand, pasan a ser esenciales en cualquier campaña política administrando maliciosamente el engaño, la ilusión y el temor, y ocultando todo aquello que pudiera perjudicar a quien lanza esta campaña.
La gran pregunta es si en la oposición, y principalmente en la fórmula AF-CFK, se está al tanto de estas novedades y si hay voluntad de dar la batalla también en este terreno. El éxito de Jair Bolsonaro en Brasil se debió en buena medida a la efectividad de estas nuevas y perversas tecnologías. Y Steve Bannon, el gurú de la campaña de Donald Trump jugó en Brasil un papel de decisiva importancia. No sería raro que intentara replicar el éxito que obtuvo en aquel país interviniendo con su arsenal de guerra por los corazones y las mentes en la Argentina.
Sería un acto de imperdonable ingenuidad pensar que el abierto, por momentos desmesurado respaldo de la Casa Blanca, el Departamento del Tesoro y el Fondo Monetario Internacional (FMI) al actual gobierno argentino pudiera prescindir de tan eficaz ayuda en las próximas elecciones.
Atilo Borón*/Telesur
*Posdoctor en ciencia política por la Universidad de Harvrad; sociólogo y latinoamericanista
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