Durante décadas, Estados Unidos ha ejercido una fuerza económica unipolar. Sin embargo, el mundo avanza hacia un proceso de desdolarización, encabezado por Rusia y China en frente de los BRICS
Ciudad de Guatemala, República de Guatemala. “Lo más importante que podemos hacer para fortalecernos frente a China es ver a Rusia derrotada en Ucrania. Porque Rusia y China son aliados, y debilitar a Rusia debilita a China. Quiero decir que ser capaces de asignar una cantidad equivalente a alrededor del 5 por ciento de nuestro presupuesto militar cada año es probablemente el mejor gasto en defensa nacional que creo que hemos hecho nunca. No estamos perdiendo ni una sola vida en Ucrania, y los ucranianos están luchando heroicamente contra Rusia. Así que estamos reduciendo y devastando el ejército ruso por muy poco dinero. Una Rusia debilitada es algo bueno”. Mitt Romney, senador republicano por Utah, Estados Unidos.
Disputas entre gigantes
¿Rusia y China son países imperialistas? ¿Por qué la disputa tan agresiva –con aires de una nueva Guerra Fría– de estas dos potencias contra Estados Unidos y Europa Occidental –nucleados en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)–?
“El imperialismo es la fase superior del capitalismo”, decía Lenin. Las potencias capitalistas europeas en la actualidad –Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, Holanda– han funcionado como de esa manera a través de la historia colonial.
En la actualidad, lo siguen siendo, aunque no tengan el mismo poderío de antaño. Es el neoimperialismo. Desde hace siglos, países con un alto desarrollo capitalista salieron por el mundo a la búsqueda –robo– de materias primas para sus industrias, además de nuevos mercados para sus productos. Sus economías se han asegurado militarmente. Son despiadados y sanguinarios con quienes dominan.
Estados Unidos ha sido el punto de mayor crecimiento de esos capitales. Ésto le permitió erigirse como la primera potencia desde hace ya más de un siglo, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Su poderío se asentó en el crecimiento de su economía y tomó la vanguardia mundial en el desarrollo científico-técnico. Ha resguardado esa hegemonía con unas monumentales fuerzas armadas y un sistema financiero planetario basado en su moneda: el dólar.
Al desintegrarse la Unión Soviética, desapareció el campo socialista europeo a inicios de la década de 1990. El mundo quedó bajo un mando unipolar: el capitalismo se erigió como ganador. “La historia terminó”, pudo decir Francis Fukuyama, exultante, en esa década –aunque ahora se ha retractado de esa frase–. Mientras Washington aparecía sin rivales a la vista.
Sin embargo, ese mundo unipolar está cambiando. Estamos marchando hacia la multipolaridad con al menos dos bloques. Podríamos describirlos de la siguiente manera: un área dólar –regido por la Casa Blanca– y un área que se pretende desdolarizar –liderada por Pekín y Moscú–.
La clase dirigente en Estados Unidos no está dispuesta a perder un milímetro de su lugar de privilegio. Ello, a pesar de que su población comienza a sentir los embates de una lenta, pero imparable, declinación económica. Los pobres crecen en el país de la abundancia, mientras que los megaricos son cada vez más ricos.
Los tiempos cambian. En la tercera década del siglo XXI, apareció una piedra en el zapato para esa oligarquía que se siente dueña del mundo. Y amenaza con convertirse en roca gigante que le impedirá caminar.
Ese “obstáculo” viene dado por el crecimiento económico-científico-técnico de China y por la reaparición en la escena geopolítica de Rusia, hiper fortalecida militarmente. De momento, nada indica que alguno de estos dos países vaya a desplazar a Estados Unidos como potencia hegemónica, para arrebatarle el botín mundial de un modo bélico, convirtiéndose en un nuevo imperio rapaz –como son todos los imperios–.
Sin embargo, dado sus estatus de países enormes plagados de recursos naturales, poseen una gran población preparada, importante economía y amplio desarrollo militar. Como consecuencia, emiten una luz roja de alarma para Estados Unidos y su súbdito: Europa Occidental.
Ni Rusia ni China atacan a Estados Unidos, pero éste sí los está hostigando. Intenta resquebrajar sus economías, así como crear descontentos político-sociales entre sus mismos ciudadanos. La situación en Ucrania y las provocaciones en Taiwán lo dejan ver.
Un enfrentamiento directo quizá no sea posible, dado el gigantismo de sus respectivas fuerzas bélicas. Ello, llevaría a una guerra de proporciones inimaginables que nadie quiere. Es más, puede que no tenga vencedores ni vencidos, sino sólo vencidos por el poder atómico que disponen.
Sin embargo, la conjunción de Pekín y Moscú como gran polo de poder asusta mucho en la Casa Blanca. Se preocupa y moviliza. Reléase de nuevo –luego de salir de la indignación– el epígrafe de un senador republicano de Washington, citado al principio del artículo.
¿Expectativas postcapitalistas?
La gradual caída de Occidente como imperio dominante con Washington a la cabeza, no significa el abandono del capitalismo. En este momento, nada indica la superación de este sistema, aunque se esté impulsando un proyecto de distanciamiento del dólar que propician los BRICS con Rusia y China a la cabeza –ahora ampliados a 11 países–.
O, al menos, no está sucediendo lo que se puede haber predicho 150 años atrás. En ese entonces, el capitalismo industrial parecía indicar una marcha hacia “la sociedad socialista”. Rusia camina por una senda de libre mercado: “No debemos volver a 1917”, dice uno de los asesores cercanos del presidente Putin. El “socialismo de mercado” –puesto en marcha por Pekín– no augura un horizonte postcapitalista.
A pesar de que a su numerosa población le está dando resultados –sacaron de la pobreza crónica a 400 millones de campesinos en estos últimos años–, no le abre un mundo de mayor justicia y equidad al resto del planeta. No, al menos, en lo inmediato y mediano plazo. Para la gran masa trabajadora del globo terráqueo, ese no es el espejo donde mirarse.
Más allá de la declaración políticamente correcta de “ganar-ganar” que anuncia, la Nueva Ruta de la Seda no deja claro cómo beneficiaría con ese carácter socialista a las grandes masas populares de los 134 países incorporados –30 europeos, 37 asiáticos, 54 africanos y 13 latinoamericanos–.
Lo que se está viendo en la tercera década del siglo XXI, es un cambio del centro dominante y un debilitamiento del poderío de las grandes potencias. Europa Occidental quedó siendo un socio menor de Washington. Hoy, es su rehén militar y nuclear –la mayoría de bases militares estadunidenses están en Europa–.
Estados Unidos –que continúa funcionado como potencia dominante– va perdiendo su papel hegemónico, tanto en lo económico como en lo científico-técnico y lo militar.
El intento de desmarcarse del área dólar –y de la hegemonía estadunidense por parte de muchos países– es una perspectiva que reacomoda el tablero mundial. Los BRICS representan el 37 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) mundial y el 46 por ciento de la población planetaria. Se han incroporado Argentina, Egipto, Etiopía, Irán y Arabia Saudita. Emiratos Árabes Unidos se integrará a partir de enero próximo y sigue una lista de otras naciones en espera.
La composición de este grupo es heteróclita, diversa. Salvo por China –con su particular “socialismo de mercado”–, son capitalistas, pero con sistemas políticos disímiles. Van desde democracias liberales “a la europea” hasta monarquías hereditarias. Hay laicos con separación de iglesia y Estado, así como teocracias. Igualmente, existen aquellos monoproductores –como los petroleros– y las potencias diversificadas.
Sin embargo, tienen elementos comunes: un gran crecimiento económico en estos últimos años –cuando ya las viejas potencias capitalistas están consolidadas–, enormes territorios ricos en recursos naturales y numerosas poblaciones. Les hermana un interés común: dejar de verse sometidos por el imperialismo occidental, o más específico, por el imperialismo estadunidense.
“El BRICS está en contra de cualquier hegemonía, la exclusividad promovida por algunos países y la política del neocolonialismo”, afirmó Putin. Nuevo orden internacional: sí. Nueva manera de repartir la riqueza humana: no.
Está claro que no existe una identidad ideológica común, donde se apuntaría a procesos revolucionarios de transformación social. En cualquier caso, hay una actitud “en contra de cualquier hegemonía”.
Ese antiimperialismo –si así se le pudiera llamar– sería un momento de la lucha. Con buena intención, se podría entender como propiciadora de un mundo multipolar. En definitiva: los BRICS no son socialistas, pero pueden ser un fuerte dolor de cabeza –o quizá algo más que eso– para el capitalismo occidental.
El mundo que se viene
Se ha dicho –no sin cierta sorna– que es más fácil que termine el mundo a que termine el capitalismo. Después del tormentoso siglo XX que se vivió, puede verse que está saludable y blindado. Si se pensaba que estaba moribundo, enfermo o sin salida, la frase atribuida a José Zorrilla puede ser muy elocuente: “Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Ni el modo de producción capitalista ni su actual versión neoliberal están prontos a acabarse.
Por el contrario, se muestran vigorosos. El no poder resolver ancestrales problemas de la humanidad –falta de recursos, hambre, injusticias, ignorancia, prejuicios, guerras–, lo tiene sin cuidado. Nunca prometió resolverlos. Lo patético es, que teniendo los medios técnicos para terminar con muchas de esas carencias, no lo puede hacer. Hay más comida de la necesaria para alimentar a toda la humanidad y el hambre sigue siendo el principal flagelo planetario.
El problema básico se centra en el modo de producción, distribución y consumo que se ha generado desde el Renacimiento europeo en adelante –hoy está globalizado–: el capitalismo. Su expresión de expansión máxima –conocido como imperialismo– es un derivado. En la actualidad, Estados Unidos –la superpotencia capitalista– se siente dueño del planeta. Sin embargo, comienza a ver señales de decadencia.
Quizá consumió más de lo que podía y ese atracón le pasa factura. Su clase dominante sigue siendo superpoderosísima, pero presenta serios problemas como unidad nacional. Éstos van desde la desocupación creciente a los homeless, la violencia doméstica en aumento, la crisis de tóxicodependencia, la disminución de su capacidad científico-técnica creativa, hasta el antiimperialismo que pareciera estar aumentando ahora con el fortalecimiento de los BRICS.
Los imperios terminan. “Todo pasa, todo fluye”, enseñó Heráclito en el luminoso imperio griego hace 2 mil 500 años. Grecia –otrora fuente de luz para Occidente– languidece. Vive de sus recuerdos, endeudada hasta el tuétano con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Asimismo, Egipto fue la cultura más avanzada del planeta por tres milenios. Sin embargo, hoy es un país empobrecido que vive en muy buena medida del turismo para mostrar “la grandeza pasada”.
El supremacismo occidental ha sido brutal, despiadado, siniestro. Las potencias capitalistas euroamericanas se han arrogado el derecho de dictaminar cómo tiene que ser el mundo.
El “orden internacional basado en reglas” –que pregonan los voceros de esos megacapitales, quienes intentan seguir manejando la aldea global– es el orden que les favorece. Nunca hay que olvidar –como dijera Trasímaco de Calcedonia hace dos milenios y medio– que “la ley es lo que conviene al más fuerte”. Sin embargo, el planeta Tierra no es sólo Occidente, no hay que olvidarlo. Ahora se hace más evidente.
De cualquier modo, los reacomodos que comienzan a dibujarse en estos momentos no son una solución a los acuciantes problemas mundiales arriba mencionados. El triunfo del capitalismo se presenta –aunque no lo sea– tan omnímodo sobre las primeras experiencias socialistas que el ideario de transformación revolucionaria pareciera inviable.
No obstante, debe quedar claro que lo que es inviable es el capitalismo, el cual resulta en 20 mil muertos diarios por desnutrición, 70 mil dólares por segundo gastados en armas y un 15 por ciento de la población mundial que tiene resueltos sus problemas básicos contra un 85 por ciento que soporta penurias indecibles.
Un reacomodo de países emergentes puede ser una buena noticia, pero no es el cambio que se necesita. Bienvenido sea, sin embargo, es sólo un paso, un pequeño paso. La multipolaridad no soluciona el hambre, la exclusión y la ignorancia.
Marcelo Colussi/Prensa Latina*
*Politólogo, catedrático universitario e investigador social argentino, residente en Guatemala
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