En los tiempos modernos, y en cada nueva etapa de la revolución tecnológica –proceso social que no se detiene jamás, como las ciencias–, el sector eléctrico es, y continuará siendo, el detonador de la economía de cualquier país, grande o pequeño.
Todo va a estar subordinado a la generación de electricidad sin la cual es imposible concebir el desarrollo de una industria nacional del tipo y tamaño que sea, de allí que todos los gobiernos, sin excepción, consideren la industria de generación, transmisión y distribución, estratégica, incluso aun siendo privada.
Dentro de ella, las tarifas eléctricas siempre han sido un instrumento para redistribuir el ingreso casi siempre mediante el subsidio al consumo de energía eléctrica de los grupos más desfavorecidos, y apoyar a la industria nacional a fin de acelerar su desarrollo y aumentar su competitividad.
El subsidio evita conflictos por su tendencia a atenuar el estrés del gasto familiar, y porque, a menudo, actúa en países de desarrollo alto o medio como mecanismo para contrarrestar o disminuir los índices de inflación y, con ello, regular el comportamiento de las variables macroeconómicas.
Resumiendo, la generación eléctrica es clave en los programas de desarrollo económico de un país, sea o no productor de energéticos, y a tal extremo, que sus niveles de despacho marcan a simple vista la capacidad del parque industrial nacional y los estándares de bienestar de la sociedad.
Hay ciudades más oscuras que otras porque el nivel económico no les permite iluminarlas como corresponde, lo cual es considerado una debilidad o insuficiencia en su sistema productivo que afecta el bienestar social.
Estas y otras muchas circunstancias explican el porqué el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, reitera que el sector energético, incluida la generación de electricidad, es un factor estratégico esencial que debe estar controlado por el Estado sin denegar una participación del capital privado en su dinámica.
Al proyectarlo como un todo, el gobierno mexicano no plantea una simple complementación entre sus industrias más productivas, Petróleos Mexicanos (Pemex) y Comisión Federal de Electricidad (CFE), a las que añade de nueva cuenta el litio como mineral clave para el futuro energético de la humanidad, y el desarrollo de tecnologías modernas para la explotación de fuentes renovables de diversa naturaleza.
En consecuencia, se trata de un espectro multidimensional del servicio público más trascendente al que está sujeta toda la sociedad, la generación eléctrica, por su proyección tan abarcadora del sistema productivo nacional, tecnológico, minero, alimentario, transporte, sanitario, educativo, comercial y hasta deportivo y recreativo.
López Obrador estima que las riendas de un asunto de tal envergadura deben estar en manos del Estado y no privadas, para evitar el riesgo de que los intereses particulares y de lucro superen a los de la nación y perjudiquen al soberano, que es el pueblo, como está ocurriendo en estos momentos en España, otros países europeos, y Estados Unidos, donde los gobiernos no han sido capaces de detener la espiral de altos precios al consumidor.
La estrategia de México radica en fortalecer a Pemex a fin de que los energéticos fósiles sean procesados totalmente por la industria nacional, y no colocar el crudo en el mercado mundial –salvo la coyuntura actual por la guerra en Ucrania y las sanciones económicas a Rusia– y convertirse de importador de gasolinas y combustibles, en exportador.
De igual manera, rebajar al mínimo los índices de contaminación ambiental de las termoeléctricas, eliminar el uso de combustóleo y el carbón, mejorar la utilización del gas y potenciar al máximo las hidroeléctricas que tienen la doble ventaja de ser incluso menos agresivas al medio ambiente que la eólica, más barata y permanente y no intermitentes como las que dependen del aire y el sol o el movimiento del mar.
Por lo tanto, no hay una complementación, sino una conexión muy estrecha con la CFE que es la empresa destinada a garantizar un suministro de electricidad estable, suficiente y barato a un país de 2 millones de kilómetros cuadrados, un enorme parque industrial y automotor y 127 millones de habitantes con ciudades altamente consumidoras de energía.
México tiene la gran contradicción de que, siendo el primer país de América que nacionalizó su petróleo en 1938 con el general Lázaro Cárdenas como presidente, y la totalidad de la industria eléctrica, en 1960 con el presidente Adolfo López Mateos, reprivatizó una gran parte de esa riqueza cuya generación de divisas dejó de ir a las reservas financieras de Hacienda para nutrir las de España, Estados Unidos, y unos pocos países más.
Fue un proceso que comenzó con Carlos Salinas de Gortari a finales del siglo pasado, y continuó hasta diciembre de 2018 cuando López Obrador asumió la Presidencia de la República y proclamó como tarea principal la batalla contra la corrupción y el rescate de Pemex y de la CFE, pues sin aniquilar el lastre de la descomposición “barriendo como las escaleras, de arriba hacia abajo”, sus planes de rehabilitación del sector y la toma de su control, serían apenas un sueño en una noche de verano.
Los sexenios de Vicente Fox (2000-2006), Felipe Calderón (2006-2012) y Enrique Peña Nieto (2012-2018) fueron los de mayor entrega, corrupción y declive de Pemex y la CFE, cuyo punto culminante fue la seudo reforma energética de este último en 2013, aprobada por la compra de votos a legisladores con dinero físico que se distribuía en maletas en la propia residencia presidencial de Los Pinos y en la sede de Pemex como se documentó en el juicio del exdirector de la petrolera Emilio Lozoya.
Una de las primeras acciones de López Obrador fue denunciar y desmontar esa reforma y proclamar la suya la cual presentó el 30 de septiembre de 2021 al Congreso y enseguida desató todos los demonios escondidos dentro del aparato gubernamental hacía 36 años, y se lanzaron contra la iniciativa del mandatario con el apoyo de Madrid y Washington.
En sus líneas generales, la propuesta de nueva Ley Eléctrica modificaba los conceptos generales que rigen el sector energético mexicano, incluidos en los artículos 25, 27 y 28 de la Constitución, además de una serie de transitorios que, unidos, representaban un cambio de dirección significativo del marco legal y el diseño institucional establecido por Peña Nieto desde su reforma en favor de Iberdrola y otras varias más.
La iniciativa de López Obrador tiene sobre todo un impacto directo en toda la cadena de valor del sector hidrocarburos y de electricidad que hemos planteado en el curso de este trabajo. Respecto de los cambios estructurales se centraba en consolidar el control de todas las actividades del sector eléctrico.
Para ello, la CFE y Pemex pasaban a ser entidades gubernamentales, en lugar de empresas productivas del estado, y el Centro Nacional de Control de Energía (Cenace), entidad gubernamental encargada de operar el Sistema Eléctrico Nacional y el Mercado Eléctrico Mayorista, se integrarían en la CFE.
Desaparecían la Comisión Reguladora de Energía (CRE) encargada de las actividades del mercado eléctrico, y de petróleo y gas denunciada como un nido de alta corrupción, y la Comisión Nacional de Hidrocarburos para la exploración y extracción de petróleo y gas, lo que les molesta mucho a las empresas extranjeras.
Un gran debate, en ocasiones hasta grosero, genera la propuesta de cancelar permisos de generación de energía y los contratos de compraventa de electricidad actualmente en vigor, así como el no reconocimiento de los autorizos ilegales de autoabastecimiento y de productor independiente de energía modificados y en vigor antes de la reforma energética de 2013.
Además, la CFE tendrá el derecho constitucional de generar el 54 por ciento de la energía de México y los articulares, nacionales y extranjeros, el 46 por ciento, exactamente la misma cantidad que produce Argentina a nivel nacional, así que no es ninguna bicoca, pero los inversionistas privados no renuncian a la casi totalidad que disfrutan ahora.
A todo eso la reforma añade, como es lógico, control estatal de todo el proceso para lo cual autoriza a la CFE determinar las tarifas de transmisión y distribución y elimina el sistema de subsidios a los supuestos productores, un barril sin fondo por el que escapan miles de millones de dólares al año.
El arma principal usada por Estados Unidos para detener la reforma fue alegar que con su aprobación México incumple y viola sus obligaciones en virtud del capítulo 14 (Inversión), el 15 (Comercio Transfronterizo de Servicios) y el 22 (Empresas Propiedad del Estado y Monopolios Designados) del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (Tmec), pero la Suprema Corte de Justicia de la Nación lo desmintió.
El embajador de Washington, Kent Salazar, texano de origen español y muy activo e injerencista, advirtió que habría discrepancias y litigios sin fin que generarían incertidumbre y obstruirían la inversión, si se aprueba la nueva ley eléctrica, pero López Obrador le aceptó el reto y respondió que él habla de acciones de tipo jurídico, y nosotros también haríamos lo propio porque somos un país independiente, libre.
Hay un asunto más de fondo en la posición de Estados Unidos contra la reforma, y es que en la relación comercial –en la cual México volvió a ocupar este año la posición número uno como socio comercial del vecino del norte– Washington pretende lograr el mismo ascenso sobre los mexicanos que en la época del anterior Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA) tan nefasto para México pues mediatizó su desarrollo independiente y dio supremacía a Estados Unidos en las asociaciones conjuntas como las del sector energético y automovilístico.
Incluso estando vigente el TLCAN, Estados Unidos aplicó políticas proteccionistas contra México violando los acuerdos de asociación y cooperación, y trasladó directamente a este país efectos de sus crisis, como la inmobiliaria, que acabaron la economía de este país.
Con su sustitución por el actual Tmec cuyos términos exigidos por México permitieron una cierta mejoría, no le han dado tranquilidad totalmente a este país, pues Donald Trump, a pesar de su presunta “simpatía” por su homólogo López Obrador, amenazó casi permanentemente con medidas de represalias aduaneras y otros tipos de sanciones, en los diferendos por razones no comerciales como la migración, y una injerencia abierta –que aun se mantiene– en temas internos como los laborales y sindicales.
Estados Unidos mantiene una defensa cerrada a sus cientos de industrias en México, en especial las maquiladoras y las cadenas de valores que domina en la larga frontera sur para ellos y norte para los mexicanos, a lo largo del río Bravo. Para nadie es un secreto que en los planes petroleros de Estados Unidos las reservas mexicanas las considera como suyas, y no solamente los yacimientos en el golfo que comparten.
El gobierno de Estados Unidos, que había dejado ser gran productor de crudo después de la crisis energética de 1973 y llegado a su cenit en la extracción natural, retó a los científicos que desaconsejan el fracking, y gracias a esa temeraria decisión, volvió a escalar las primeras posiciones en el mundo petrolero. Pero aún así, el crudo mexicano sigue siendo una de sus grandes perspectivas, como lo son también las inmensas reservas de Venezuela.
Más o menos en esa tesitura del embajador de Joe Biden, respondió desde Madrid el presidente Pedro Sánchez quien hizo una defensa cerrada de las empresas de su país y se jactó de no excusarse ante el pueblo mexicano por las atrocidades cometidas durante la Conquista como le ha solicitado López Obrador, en una actitud casi semejante a la de VOX que llegó a pedir incluso se le erija un monumento a Hernán Cortés en Ciudad de México y le rindan los mexicanos honores de héroe y salvador.
Lo cierto es que en los últimos 20 años sobre todo, las grandes corporaciones españolas han pasado a controlar sectores estratégicos de la economía mexicana: el energético, con prácticamente todas las multinacionales españolas con inversiones y negocios en el país, entre ellas Iberdrola, Endesa, Repsol, Acciona y Naturgy.
El bancario, con el primero y el tercer banco en volumen de activos del país: el Banco Bilbao Vizcaya Argentaria (BBVA), que en su día absorbió a Bancomer, y Santander, que hoy es uno de los principales operados del mercado financiero y es el prestamista líder en el sector del automóvil.
Y en la infraestructura, carreteras, puertos o grandes proyectos públicos, también se han posicionado algunas empresas españolas entre las más poderosas del país, como la constructora OHL (salpicada de numerosas acusaciones de corrupción), y Fomento de Construcciones y Contratas (FCC), entre otras.
Además, está el sector turístico, donde se han convertido en líderes de algunos destinos de éxito, como la Rivera Maya, los Cabos y Huatulco. Algo parecido ha ocurrido en otros sectores menos relevantes y en menor grado de penetración, como el de la industria editorial, los medios de comunicación y los servicios.
Todo ese poder estadunidense-español se esconde detrás de la oposición tan descomunal a la reforma eléctrica y la política de los partidos políticos que trasladaron todas esas riquezas al capital extranjero y hundieron sin miramientos las economía nacional con lo cual embargaron el futuro de México.
Los líderes del Partido Revolucionario Institucional (PRI), los de Acción Nacional (PRD) y la increíble y bochornosa sumisión a ellos del de la Revolución Democrática (PRD) que en sus inicios rescataba la grandeza de Lázaro Cárdenas, son los subalternos internos de esas grandes transnacionales y los gobiernos de Washington y Madrid, en esta decisiva batalla por la recuperación de soberanía nacional perdida en 36 años de neoliberalismo por aquellos gobiernos corruptos.
La reforma eléctrica no era un simple parte aguas en la historia contemporánea de México, sino una necesidad histórica imperiosa, en palabras de López Obrador, para reponer en las manos del pueblo los ideales por los que cayeron Hidalgo, Morelos, Allende, Benito Juárez, Francisco I Madero, Emiliano Zapata y Francisco Villa.
Todo ello responde a la pregunta como título de este trabajo, del por qué México está necesitado de aprobar y aplicar en un futuro una iniciativa como la que promovió el presidente López Obrador.
Conclusiones
Finalmente, como era de esperarse, el partido oficialista Movimiento Regeneración Nacional (Morena) y las bancadas del Partido del Trabajo y Verde que lo secundan, no lograron los 334 votos requeridos para obtener una mayoría calificada, pues la oposición se había juramentado tras su compromiso con el capital privado, en especial de España y Estados Unidos, y la reforma no fue aprobada.
Los líderes del PAN, el PRI y PRD, proclamaron equívocamente que se había concretado una gran derrota de López Obrador, e incluso llegaron a decir que lo sucedido en el hemiciclo de San Lázaro actuaría como una base con vista a las elecciones generales de 2024 cuando concluye el actual sexenio y México escogerá a un nuevo presidente o presidenta.
Tales afirmaciones son meras esperanzas bastante poco fundadas, pues el costo político de la reforma eléctrica es mucho más alto para la oposición que para el oficialismo, entre otras varias razones porque media entre el deseo y la realidad el hecho específico de que jurídicamente la ley propuesta es constitucional, es decir, está admitida dentro del cuerpo de la carta magna como un mandato expreso debido a que fue avalada por la Suprema Corte de Justicia Nacional donde la oposición no logró los ocho votos que requería para sacarla de su articulado.
Ya eso es imposible hacerlo porque se trata de una decisión irrevocable gracias a los cuatro magistrados que se opusieron a declararla inconstitucional. Su significado práctico es muy trascendente, y el propio presidente López Obrador se ha encargado de explicarlo en algunas de sus conferencias de prensa matutinas en el Palacio Nacional.
En la realidad –y lo saben los partidos conservadores y los empresarios españoles y estadunidenses– AMLO ya había logrado antes de la votación en la Cámara de Diputados, los objetivos básicos que se había trazado con su iniciativa de reforma.
En primerísimo lugar, fortalecer a la Comisión Federal de Electricidad mucho más allá de lo que hubiera sido si, en lugar de oponerse a la nueva ley de la industria eléctrica, los conservadores la hubiesen negociado como pareció debía ser lo correcto. La Suprema Corte se encargó de concretar ese objetivo, pues reconoce a la CFE como el ente rector en la cadena de valores de ese sector.
De tal manera avala también, por tanto, que se ejecute el sistema de distribución de la electricidad en la red nacional a partir del derecho constitucional que ampara la actuación de la CFE en ese eslabón de la cadena de valores, el cual indica que ese organismo del Estado, que ya no es una simple unidad productora de energía, puede subir a la red toda la energía que produzca, con las prioridades que considere, siempre y cuando no rebase el 54 por ciento del abastecimiento del mercado conforme establece el nuevo dispositivo legal.
Eso es un rotundo y doloroso fracaso para los partidos opositores y para las empresas a las cuales no les queda otra alternativa que entrar por el aro que tanto burlaron.
Otro asunto de primer orden para ellos que también se les cierra, es que la constitucionalidad de la ley ratifica la decisión del gobierno de suspender el sistema de subsidio que cobró vida mediante un artefacto legaloide de una supuesta producción de autoconsumo imposible de demostrar jurídica y moralmente a las grandes empresas consumidoras como Oxxo y otras muchas, a bancos o entidades –algunas ni siquiera producen electricidad y actúan en el sector como especuladores– que gastan un mínimo y cobraban un exceso cuando sus plantas se paralizaban por falta de aire o sol, y usaban gratis la energía pública.
Una tercera derrota, no menos importante, es que ya no podrán incidir en la confección de tarifas de consumo ni determinar alzas en el consumo en la modalidad que sea, pues eso le corresponde ahora constitucionalmente al Estado a través de la CFE.
Otro elemento importantísimo que facilita la constitucionalidad de la legislación, y es el acelerado desarrollo y modernización del sistema de hidroeléctricas que la empresa privada había sacado literalmente del circuito incorporándolas indebidamente a las usinas de generación a partir de combustibles fósiles contaminantes como el petróleo y el carbón.
Ese último elemento, que salía a relucir cuando los conservadores criticaban la política energética del gobierno, no podrá ser usado ni siquiera por presuntos ecologistas que las atacaban, aunque es posible que las críticas se concentren ahora –como ocurre en ciertos momentos con el Tren Maya– en presuntos daños a la ecocultura indígena y aprovechen la resistencia de algunos pueblos originarios que defienden sus tradiciones, principalmente la tierra, de una modernidad que consideran nociva a sus costumbres, su hábitat y sus dioses y ancestros.
Pero también les será difícil atacar por allí, pues las 80 hidroeléctricas con las que cuenta México fueron heredadas por este gobierno, la mayoría, o todas, construidas bajo los mismos gobiernos que ahora las atacan, es decir, no se trata de embargar nuevas cantidades de agua, un recurso cada vez más preciado, porque las que se rehabiliten y modernicen usarán los mismos volúmenes del líquido acostumbrados, y lo que se moderniza es la tecnología de conversión de la potencia del agua en energía mediante turbinas más poderosas.
México está en condiciones de aumentar hasta en un 30 por ciento o más la electricidad generada por hidroeléctricas e incluso duplicar los kilovatios que –muchas veces con cifras infladas– generan los actuales paneles y ventiladores de Iberdrola y otras muchas empresas extranjeras que son las que dominan esa área de la industria.
Por último, ni siquiera con la desaprobación de la reforma podrían hacerse los dueños del litio, el mineral del futuro inmediato porque la constitucionalidad de la ley ampara los términos en los que se plantea su defensa como recurso natural mexicano.
Aún así, el gobierno de todas formas blindó la propiedad estatal de los yacimientos y toda la cadena de valores hasta su destino final, al presentar una modificación a la Ley de Minas que requirió más que la mayoría simple, y por amplia votación declaró la nacionalización del litio, ratificada y concretada unas horas después por su publicación en el Diario oficial.
En conclusión, el costo político de los cuatro partidos es muy alto, y no sólo se limita a la visión que tiene el pueblo elector de que no representaron en el hemiciclo sus intereses sino los de los empresarios extranjeros. Lo peor para ellos –y en particular para sus líderes más encumbrados– es que la gran masa de mexicanos corroboró una falta de liderazgo muy grande en esas agrupaciones, un déficit de capacidad de maniobra muy evidente, agravado por un sentimiento antihistórico que marcha a contrapelo de lo que México representa ante los ojos del Continente.
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