Planteado de otro modo: digo, bendigo y maldigo; y te mato. O: con ustedes, la derecha de hoy, tan aguda en su filo que lacera, al menos si reconocemos como posible verdad que los amos sólo pueden erigirse como tales en la medida en que logran imponerles a sus sometidos el espejismo doloroso de que semejante telaraña de poder es inefable e irrompible.
Porque la idea de este texto –apenas un breve ensayo periodístico o acaso periodismo de ensayo, una y otra vuelta a la misma tuerca (gracias Henry James) tiene sus sentidos y diferencias– pretende esbozar (vaya a saber el altísimo o el bajísimo con qué baraja o fortuna), en forma provisoria, algunas ideas en torno a un tópico insoslayable: esa derecha de hoy cada día más violencia en sí, para sí y desde sí, opera su violencia sobre los cuerpos (como lo hizo siempre y en algunos momentos de la Historia en forma trágica y desgarradora, o como crónicas de genocidios), pero también sobre las almas.
Aspecto este último –signo de época y en el centro de interés de estas aproximaciones escritas– a través de un sistema complejo de narraciones que, aunque se encubran sus múltiples autores tras los velos de comunicación tecnologizada como fetiche, necesariamente recurre a su orfebre trabajo en tres dimensiones: el recorte de la realidad a contar, la elección de las voces que cuentan y la fina decisión sobre cuál de los tantos escalpelos del mundo de los estilos y las gramáticas será el elegido en cada ocasión; el ungido como arma.
Antes de avanzar, por más que sea a tientas o a través de la blanca oscuridad –harto está uno del racismo que encierra la sinonimia en acción entre lo negro y lo confuso, lo abismal y lo desconocido–, una breve digresión sobre “la verdad” porque ella existe, mal les pese a los apóstoles filosóficos de su muerte; sólo que, como siempre, ella fue –y es– tantas, tan diversas y confrontantes como antagónicas las clases y la identidades desde las cuales se pronuncia.
Primeros sonidos, primeras furias
“Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria. Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario”. De El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini, publicado por primera vez en Buenos Aires a mediados de la pasada década de 1980.
“Más de repente una voz ruda exclamó: aquí están los huevos, sacando de la barriga del animal y mostrando a los espectadores dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor juez tuvo a bien hacer ojo lerdo (..) Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir (…). Más de repente la ronca voz de un carnicero gritó: –¡Allí viene un unitario! (…). –Perro unitario. –Es un cajetilla. –Monta en silla como los gringos (…). –¿A que no te le animas, Matasiete? –¿A que no? –A que sí.
“Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario. (De El matadero, de Esteban Echeverría, escrito alrededor de 1840 y publicado en Buenos Aires, en 1871).
El texto de Lamborghini se inscribe en el contexto histórico de las luchas obreras que le dieron encarnadura al siglo XX y que, con sus nuevas modalidades se incrustan en el actual. El de Echeverría, de mediados del XIX, en el proceso histórico que derivó en la instauración del modelo oligárquico liberal con epicentro en la ciudad-puerto de Buenos Aires y delineó el país que se dibujaba como República sobre las márgenes occidentales del Río de la Plata, y que coaguló o cristalizó a partir de la denominada Generación de 1980.
Nos viola–mata y violamos–matamos
En “El Matadero y El Niño Proletario, eslabones de una tradición barbárica en la literatura argentina” (2014), y centrada en la íntima relación dialéctica entre violencia y literatura nacional, que es lo mismo que decir entre violencia y nación o sociedad específica –en este caso, la argentina– Francisco Javier Ovando Contreras, de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, formula algunas reflexiones oportunas:
“Detrás de lo fantástico, detrás de lo realista, aparece lo crudo, la violencia, lo contestatario (…). Hablamos de toda una tradición literaria que, para bien o para mal, se remonta hasta la creación de la nación argentina (…). En otras palabras, la nación argentina (y en cierto sentido, por qué no, la latinoamericana) se configura y se sigue desarrollando bajo esta tradición literaria barbárica (…)”.
Pero tenga lugar aquí una referencia obligada, dramática porque para su autor, el teórico y crítico literario argentino de más brillo quizás, David Viñas (fallecido el 10 de marzo de 2011), El Matadero es fundacional de una literatura y, por lo tanto, de una cultura, de un país, de una sociedad, y a tal punto esa correspondencia entre literatura y construcción colectiva será verificable que nada del aparato cultural de dominación burguesa, tal cual lo conocemos –incluso en este hoy, 2.0 o como quieran llamar al que vivimos, de hipertextualidad o de contaminación textual, o mejor quizás de saturación tecnológica que, por su ubicuidad totalizadora, puede convertirse en infecciosa–, nada de lo burgués, escribía, hubiese sido posible sin las resignificaciones del “Occidente cristiano” formuladas por Gustave Flaubert en su madame Bovary.
Pero Viñas llega hasta más allá, vadea las aguas del dolor y sostiene que, así como la literatura argentina nace con la violación y el posterior homicidio entre verijas y manos de Matasiete, entre los coágulos de los testículos de un toro en el matadero de Buenos Aires, asimismo entonces nace el país de los argentinos, sí el actual: fue parido por un acto de violencia enfurecida, que perdura como marca, como rastro, como destripamiento existencial; que nos viola-mata y desde el cual violamos-matamos.
“El bárbaro es aquél que no obedece a reglas, es el descontrol, lo no adecuado, aquél que no conoce de letras ni tiene un gusto refinado. Por otra parte el hombre (no bárbaro) letrado conoce el mundo exterior, ha salido o por lo menos ha leído sobre lo que pasa afuera, se maneja en las artes y por sobre todo en la escritura”.
“Todo pareciera estar a favor del ilustrado, pero hay una cosa que se le escapa, su propia barbarie, su otredad; esto lo imposibilita al momento de querer escribir algo sobre su otra parte. No la conoce y, por ende, no puede hacerse cargo de ella desde un discurso autobiográfico. Por lo tanto, al querer describir al bárbaro, surge una pregunta clave ¿cómo relatarlo? ¿Desde qué forma? (…). La ficción como tal en la Argentina nace, habría que decir, del intento de representar el mundo del enemigo, del distinto, del otro (se llame bárbaro, gaucho, indio o inmigrante). Esa representación supone y exige la ficción”.
Una vez más Ovando Contreras, y fue allí entonces que nos cruzamos con El Matadero, de Esteban Echeverría.
En cambio, o desde la otra orilla –y nos despedimos del académico chileno– “para narrar a su grupo y a su clase desde adentro, para narrar el mundo de la civilización, el gran género narrativo del siglo XIX en la literatura argentina (que le da registro a una suerte de Segunda Fundación con “Facundo”, de Domingo Faustino Sarmiento) es la autobiografía. La clase se cuenta a sí misma bajo la forma de la autobiografía y cuenta al otro con la ficción (…)”.
No puedo dejar de referirme, aunque sea muy pero muy brevemente a la Tercera Fundación de la escritura de este mi país –yo, violado-violador, asesinado-asesino–, que es la de Jorge Luis Borges con El Idioma de los argentinos (1928) y La Historia Universal de la Infamia (1935), para preguntarme (nos) “y” ¿dónde se ubica entre estas líneas El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini?
Es la constatación permanente de aquella Primera Fundación echeverriana, que se impone sobre la de Sarmiento e incluso sobre la de Borges, haciéndose carne de una primera violencia arrasadora, pero al revés, para demostrar que los bárbaros son los ilustrados de Sarmiento y la civilización se encarna en las victimas, en el lodo de la sangre y la mierda de los humillados, de las violadas, de los asesinados.
En ambos textos las muertes poseen un significado dentro de la narración (…) representan el clímax del conflicto social e ideológico que las obras intentan mostrar en cuanto son la evidencia visible de cómo una fuerza logra sobreponerse a la otra. Si bien las muertes son brutales en cuanto a cómo son llevadas a cabo, éstas no son gratuitas, no son el mero resultado de una violencia desatada o de una barbarie sin control.
En otras palabras, es preciso pensar las muertes bajo un paradigma que les otorgue sentido, más allá del narrativo o el histórico que se puede advertir en la lectura. Existe otra perspectiva desde donde tomar estos acontecimientos e interpretarlos de una nueva forma. Una de estas líneas es la de pensar los decesos como manifestaciones de un sacrificio ritual”.
¿Una (no) conclusión?
La citada Generación de 1980 le dio forma final al país liberal oligárquico con el holocausto del pueblo ranquel y para expandir las fronteras del latifundio. El Siglo XX comenzó con represiones obreras furiosas, como La Semana Trágica y La Patagonia Rebelde. El 16 de junio del 1955 la aviación militar bombardeó la Plaza de Mayo, a los cientos de trabajadores y trabajadoras que comenzaban la jornada. En 1976 –y antes con la cara paramilitar y parapolicial del gobierno constitucional– se desató la mayor represión masiva de que tengamos memoria los argentinos, la de los 30 mil desparecidos.
Con sus más y con sus menos, y en forma agravada desde diciembre de 2016 cuando asumió el gobierno una gavilla de empresarios lúmpenes, en “la Argentina democrática”, abierta en 1983, el feminicidio se ha convertido en tragedia cotidiana –asesinan al menos a una mujer por día, por ser mujer–, las policías balean a pobres y, sobre todo, a jóvenes de los barrios marginalizados por el sistema de poder económico mientras que los fiscales, los jueces y la llamada “clase política” mira para otra parte, más allá de sus declamaciones.
Una suerte de perversa Trinidad se ha instalado: Padre, el poder económico; Hijo, la trama política represiva al servicio del Padre; y Espírito Maldito, los medios de comunicación hegemónicos, en especial la TV, con sus narraciones monográficas, banalizadoras y encubridoras del horror. ¿Qué hacer? –siempre esa pregunta, ¿qué hacer?,
Difícil respuesta si es posible asegurar que nos encontramos ante una tarea, un cometido, impostergable: lograr, desde las dimensiones de la política (macro y micro política) y de la “comunicación escritura narración”, que de una vez por todas las múltiples historias de esas violencias, de aquellos desgarros, sean contadas e interpretados por las víctimas, y no por sus victimarios.
Víctor Ego Ducrot*/Prensa Latina
*Periodista, escritor y docente universitario argentino; doctor en comunicación por la Universidad Nacional de La Plata (Argentina)
[ANÁLISIS INTERNACIONAL]