El manejo feudal de las finanzas estatales y municipales

El manejo feudal de las finanzas estatales y municipales

Las exorbitantes deudas contraídas por estados y municipios reflejan otro fracaso de la supuesta transición democrática durante 12 años de panismo. Una malentendida federalización permitió a gobernadores y presidentes municipales convertirse en auténticos señores feudales y disponer irresponsablemente de cuanto había en su reino… e incluso de lo que no había. Sin ningún sistema de rendición de cuentas y, hasta el momento, impunemente, endeudaron las finanzas públicas para pagarse 6 o 3 años, según el caso, de dispendio y derroche

Más de Kafka que de Stalin: del muro de deudas al “co-inmunismo”

Slavoj Zizek

Nuestra sociedad “abierta” y “liberal” es casquivana. A cada rato se empecina en mostrarnos la subsistencia de su rancia naturaleza, más decrépita, más deformada, grotescamente pintarrajeada de “democracia” tropical: como una anciana nostálgica de sus grandes días; vieja reina alucinada de una comedia cómica, de mueca ridícula de la realidad física y social, confiada de que alguna vez fue amada por quienes la abandonaron en el asilo de la historia, entre burlas y risotadas. Como al descuido, entrevera sus perifollos republicanos con sus andrajos despóticos olvidados por los diseñadores del folclórico vestuario, y exhibe en su obscenidad a los nuevos ordinarios gobernantes estatales y municipales, paridos de la misma matriz socioeconómica. Ésas, las anomalías genéticas del sistema político, incorregibles, a menudo impresentables, como los noveles príncipes (Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña) en la gran curda de la “democracia”.

¿Qué clase de mutantes regionales desembarcaron con la alternancia, el pluralismo, la descentralización y fragmentación del poder, el federalismo reformado? ¿Cómo han ejercido los virreyes sus pequeñas cuotas de poder en sus aldeas y cómo se refleja éste en balance financiero de los señoríos?

Es conocido que la primera derrota aceptada por el priísmo en la elección de la gubernatura de Baja California (1989), pero sobre todo en la presidencial de 2000, alteraron al sistema y provocaron que se replanteara su funcionamiento, así como el reacomodo de las diversas fuerzas políticas del país que se disputan el control político a escala estatal, municipal y federal. El Ejecutivo dejó de ser la pieza omnímoda del sistema presidencialista autoritario y de partido único, sin competencia electoral y pluralismo partidario; el señor dador de vidas que concentraba a su libre arbitrio el poder y el destino de la nación, con sus atribuciones excesivas, meta y constitucionales; la pieza central en el equilibrio inexistente por la ausencia de contrapesos, merced a su tutelaje ejercido sobre sus pares avasallados –a quienes elegía para garantizar su lealtad– de los otros poderes, el Legislativo y el Judicial; el gran elector de los candidatos a puestos de elección, legisladores, gobernadores, munícipes, peones sumisos, casi fieles y leales ante la investidura de quien le debían sus carreras políticas; líder, jefe del partido y árbitro de las disputas e intereses de las tribus priístas y la elite política y económica nacional.

En un federalismo centralizado, era el príncipe que imponía y subordinaba a los gobernantes locales, intervenía en sus dominios, los controlaba política y presupuestalmente, mediaba entre caudillos y caciques regionales, a los que les distribuía o quitaba cuotas de poder, atemperaba sus apetencias políticas y económicas feudales e integraba nacionalmente sus pretensiones disgregadoras. Lo anterior sin menoscabo de la relativa autonomía con que contaban los gobernadores para mantener la estabilidad provincial, controlar las instituciones, congresos, ayuntamientos, grupos políticos y de interés, opositores, estructuras partidarias locales, repartir la cohesión de los beneficios y la impunidad. Un gobernador fuerte, elegido y respaldado por el príncipe, y a quien en cierta medida representaba, se convertía en el líder pequeño de la elite y la política estatal, en mediador de las contiendas de su jurisdicción. Toda insubordinación extrema era sancionada con los métodos radicales de las presiones hasta lograr la renuncia, la desestabilización artificial de los mandatos y la desaparición de poderes.

Ese nostálgico diseño institucional, por décadas garante de la relativa estabilidad y gobernabilidad excluyente del presidencialismo despótico, es el que pretende restaurar Enrique Peña Nieto. A golpes de sometimiento, acuerdos, dádivas, traiciones y decretos, impuestos y negociados con los partidos paraestatales reciclados en rebaño hacia la derecha.

¿Cuál fue el resultado del fin del presidencialismo despótico?

Sin un nuevo diseño institucional pactado, basado en principios, instituciones y normas jurídicas democráticas que replantearan las relaciones y los equilibrios entre las fuerzas políticas y la participación de la sociedad, que construyeran un nuevo pacto federal, el sistema político evolucionó hacia una Presidencia relativamente débil, precaria, con problemas de representatividad, legitimidad, estabilidad y gobernabilidad, con escasos espacios de maniobra debido a la recomposición de fuerzas dentro del Congreso de la Unión, la falta de liderazgo de los nuevos gobiernos y su incapacidad y desinterés por establecer los acuerdos requeridos. En la permanencia de los peores vicios del antiguo régimen, compartidos y solapados por el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial: los abusos de poder, la transgresión de las leyes, la corrupción, la impunidad… En la descentralización del poder, en gobiernos divididos, fragmentados. En una silvestre mayor autonomía y dispersión regional del poder. El único cambio relevante fue en la piel partidaria.

En el caso de los estados y municipios, la mayor soberanía ganada por quienes ejercen el poder sólo redundó en el florecimiento de sus tentaciones caudillistas y caciquiles. En la conversión de sus áreas de influencia en feudos donde ejercen el poder a su libre arbitrio, según sus intereses particulares, familiares, de grupo; verdaderas mafias organizadas, situación agravada por la ausencia de normas legales que regulen, inhiban, corrijan y sancionen sus arbitrariedades; la falta de controles por parte del gobierno federal o del Congreso, con el cual mantienen relaciones “amigables” (pues los legisladores les deben sus puestos a los gobernadores); la subordinación de los congresos locales y de otros organismos supuestamente encargados de la supervisión. El manejo de las finanzas se ha caracterizado por su opacidad, la discrecionalidad, la corrupción.

En todos ellos priva un principio básico de supervivencia. Es la máxima esbozada en 2004 por Alfonso Sánchez Anaya, quien fue gobernador de Tlaxcala, apoyado por el Partido de la Revolución Democrática (PRD): “siempre es bueno dejar a alguien que proteja cuando se deja la candidatura, mejor si se trata de un familiar tan cercano” (Rogelio Hernández, El centro dividido. La nueva autonomía de los gobernadores).

La alternancia no trajo consigo príncipes y principitos democráticos. Sus engendros astrosos resistieron la desaparición del mesozoico priísta absolutista, se reciclaron, se “modernizaron” y se diversificaron partidariamente con la boyante alternancia de los gobiernos federal, estatal y municipal. Son los torvos, rústicos Mario Marín, Sergio A Estrada Cajigal, Andrés Granier, Fidel Herrera Beltrán, Eduardo Bours, Amalia García, Humberto Moreira y otros, de aromáticas carnes dignas del presidio.

Ellos son dignos herederos de los Gonzalo N Santos, el Alazán Tostado; Rubén Figueroa Figueroa, Tigre de Huitzuco, o su junior Rubén Figueroa Alcocer. Los señores de horca y cuchillo de los viejos feudos de San Luis Potosí y Guerrero, por mencionar a dos postrevolucionarios y no a los decimonónicos prerrevolucionarios. Los de la ley de los ierros: encierro, destierro y entierro (Figueroa padre dixit). Afamados por los baños de sangre a los que sometieron a sus opositores vasconcelistas (1929), con la Guerra Sucia de la década de 1970 o en Aguas Blancas (1995). Los símbolos de la corrupción de partido omnímodo, que de “la moral” sólo conocían el “árbol que da moras” de los caciques más recientes como Jorge Carrillo Olea, Víctor Manuel Cervera o Eduardo Robledo.

Todos cercanos al poder, lejanos de la justicia.

Son los caciques de la alternancia, cuyo manejo feudal de las finanzas públicas y estatales se pondera con los agujeros negros: esa región finita del espacio cuyo campo gravitatorio le permite tragar, desintegrar y destruir todo objeto que se acerque a su horizonte de eventos. Nada que cae a un agujero negro vuelve a salir, al menos en su forma original.

De los hoyos negros de los gobernadores y los munícipes supura la excrecencia de la corrupción.

Por un lado, cada ciclo sexenal expele nuevas camadas de ricos regionales o de beneficiarios familiares –Granier, Juan José Sabines, Ivonne Aracelly Ortega, Amalia García–, fenómeno explicable por el uso discrecional e impune de los dineros públicos, a la sombra del árbol de moras del sistema, recursos y sombra que, además, alcanzan para aceitar y cubrir las campañas electorales, campañas locales y federales (¿cuánto aportaron Granier, Fidel Herrera o Humberto Moreira a la aventura exitosa de Enrique Peña Nieto?).

Por otro, han dejado una estela de finanzas estatales y municipales en serios problemas, al borde de la bancarrota y comprometidas para las siguientes generaciones.

Para recaudar impuestos locales se han visto indolentes. Prefieren la dependencia parasitaria de las aportaciones federales. Pero al momento de gastar el dinero se presentan como expertos en la opacidad.

Del total de los ingresos netos de los estados, en promedio, apenas el 12 por ciento corresponde a su recaudación propia. El resto son las aportaciones fiscales de la federación (1994-2012), según el anexo del Primer informe de gobierno de Peña Nieto. En el caso de los municipios, equivalen al 25 por ciento.

La famélica recaudación y el irresponsable gasto, envilecido por la corrupción, explica el acelerado endeudamiento de los estados y municipios. Entre 1993 y junio de 2013 sus obligaciones financieras pasaron de 18 mil millones de pesos a 443 mil millones nominales (de 99 mil millones a 407 mil millones, a precios reales de 2010). En valor real aumentaron 311 por ciento; 7.3 por ciento en promedio anual; 15.4 mil millones cada año. En algunos estados, sin embargo, el aumento fue exponencial, inconcebible e inexplicable para las condiciones económicas y sociopolíticas: Coahuila, en 2 mil 377 por ciento; Michoacán, 2 mil 655; Hidalgo, 1 mil 962; Veracruz, 1 mil 881, y Puebla, 1 mil 333 por ciento. Esos datos los convierte en entidades dignas de una revisión escrupulosa que, sin duda, llevaría a reclusión a quienes gobernaron en la segunda mitad de la década pasada. ¿Pero quién lo haría?y estaría dispuesto a proceder en consecuencia?

Los desmedidos adeudos ante la banca privada, de desarrollo, los proveedores y otros acreedores han provocado que sus obligaciones financieras superen las participaciones recibidas de la federación. En el caso de Coahuila son mayores en 285 por ciento; Chihuahua, en 169; Nayarit, en 112; Nuevo León, en 202; Quintana Roo, en 239; Sonora, en 108, y Veracruz, en 127 por ciento.

En la mayor parte de las entidades citadas está latente el riesgo de la insolvencia, de la contagiosa crisis de pagos y del rescate forzado ante una eventual alteración combinada de factores que desprenda los alfileres que sostienen las pesadas deudas de los estados y municipios: la caída en sus ingresos propios y las participaciones federativas (deterioro en la renta petrolera, el estancamiento económico y sus efectos nocivos sobre la recaudación no petrolera, la disciplina fiscal), el alza de los réditos y de los intereses devengados por los pasivos, el aumento de los precios que afecte a los egresos reales, el manejo político de las finanzas públicas por parte de los peñistas, la incontenible sangría asociada a la corrupción de los servidores públicos y los contratos “negociados” con los empresarios.

Si los nuevos gobernadores salen igual de diestros en las artes oscuras de sus antecesores, a nadie debería sorprender que más de una entidad emule el destino de la ciudad de Detroit, que en junio pasado se declaró en insolvencia de pagos, en bancarrota.

*Economista

 

 

 

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