En su primer año, la administración federal priísta ya no tiene futuro económico. Sin embargo, de manera ortodoxa sigue aplicando las políticas fondomonetaristas pese a que toda América abandonó esos fracasados programas. Lejos del pueblo y de las advertencias de economistas serios, los peñistas no escuchan el tremor de una avalancha social que está por desbordarse
El paquete económico y fiscal propuesto por Enrique Peña Nieto para 2014-2018 representa otra estafa para la población que le concedió su voto en 2012, al pensar ingenuamente que el mexiquense traería consigo una propuesta diferente que contribuyera a subsanar el desastre nacional provocado y heredado por los priístas y panistas neoliberales.
Entre los objetivos anules de la política económica para 2014-2018, destaca uno que reafirma la militancia del peñismo dentro de la ortodoxia monetarista fondomonetarista: el control de la inflación, cuya meta anual es fijada en 3 por ciento, +/-1 punto porcentual. A ella se subordinan las demás variables, entre éstas el crecimiento que, sin las contrarreformas estructurales, promediaría una tasa de 3.6 por ciento anualmente, apenas 1.5 puntos porcentuales más a la alcanzada durante el ciclo neoliberal (2.2 en 1983-2012), casi la mitad de la registrada en 1940-1982 (6 por ciento), y menor al ritmo requerido por la economía (más de 6 por ciento) para generar el 1.2 millones de nuevos empleos formales requeridos al año.
Asimismo, las directrices estratégicas de largo plazo evidencian que el peñismo no tiene nada de modernizador. Refrendan su militancia en la internacional neoliberal inaugurada por los golpistas militares de América del Sur y por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. No busca explorar nuevos senderos de desarrollo como lo han hecho la mayoría de los países latinoamericanos, con mejores resultados. Como un suicida fundamentalista de derecha, prefiere mantenerse aferrado a la cola del agonizante neoliberalismo y seguir las huellas de los primeros cruzados de la contrarrevolución neoconservadora, Miguel de la Madrid y Carlos Salinas, en su retorno hacia la caverna neoporfirista. El peñismo le apuesta a la neocolonización de México. A las contrarreformas estructurales: la reprivatización, la trasnacionalización y la reconversión del país en una economía de enclave. Aun así, el crecimiento esperado será mediocre: 4.9 por ciento anual, siempre y cuando ingresen cada año al menos 25 mil millones de dólares.
Con o sin reformas, Enrique Peña le apostó a lo que el economista Paul Samuelson calificó en 1980 como “la solución del diablo” que no soluciona nada: “el fascismo del mercado”. Entregó la economía a fanáticos religiosos –como Luis Videgaray, el clon de Pedro Aspe y Carlos Salinas– “que hacen retroceder el reloj de la historia”, están convencidos que para imponer “a la sociedad el régimen de mercado es necesario deshacerse de la democracia”, que “pueden mantener las libertades comerciales imponiéndolas a sus electores populistas”, sin “aflojar el dominio” y sin preocuparse de “cuánta disensión están reprimiendo”.
Peña optó por 6 años más de estancamiento económico y exclusión social que agravará las desigualdades, la inseguridad y la irritación social.
“Los partidarios del laissez-faire, como dice el sociólogo Pierre Bourdieu, se cuidan bastante de ‘dejar hacer’, y para abrir el campo a la lógica de los mercados financieros deben emprender la guerra total contra los sindicatos, las conquistas sociales de los siglos pasados, en fin, contra toda la civilización asociada al Estado social.”
El movimiento de maestros y la irrupción a la escena de los grupos anarquistas radicales son síntomas del rencor social a flor de piel ante un sistema que sólo ofrecerá a las mayorías 6 años más de martirios. A 94 millones de mexicanos que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) cataloga con los eufemismos de “pobres “extremos” y “moderados”, y “carentes sociales” y por “ingresos”; a poco menos de 23.3 millones, si se descuenta al 1 por ciento de los señores de horca y cuchillo que se sienten dueños del país, clasificados como la “población no pobre y no vulnerable”, que serán sacrificados por la radicalización neoliberal.
El piso se hundió antes de tiempo
De hecho, ya empezaron los padecimientos con el hundimiento prematuro de la economía en el pantano de la recesión en 2013. O con la “desaceleración importante”, “profunda” o “muy significativa”, si se prefieren las inocuas expresiones de Videgaray y el oligarca Gerardo Gutiérrez Candiani, que tienen la virtud del sedante y no generan pesadillas. Esa “profunda desaceleración” que el Fondo Monetario Internacional (FMI) ya casi estrella en el piso (1.2 por ciento), cada vez más distante de la meta original (3.5) y la recientemente reprogramada por Videgaray (1.7), y que, además, ha devaluado la tasa oficial prevista para 2014 de 3.9 a 3 por ciento, si es que se recupera el aparato productivo estadunidense y arrastra al fardo económico mexicano, y las contrarreformas estructurales peñistas sirven de algo. Lo anterior es apenas un ensayo de lo que depara el peñismo.
Peña Nieto y su economista de cabecera Videgaray, doctorado en teología neoliberal, pretenden resolver un acertijo que no han logrado solucionar en 30 años sus predecesores yihadistas del bíblico “libre mercado”, empleando las mismas fracasadas políticas: cómo mantener la supuesta “estabilidad macroeconómica como prerrequisito fundamental para el desarrollo económico” –según ellos es un “consenso”–, “detonar un mayor ritmo de crecimiento” y “elevar la calidad de vida de los mexicanos”, en un “ambiente de gobernabilidad democrática”, con su iniciativa fiscal y sus “transformaciones estructurales”.
Sólo un milagro les permitirá cumplir con sus ofertas. Primero, porque la secuencia de las cosas –la estabilidad seguida por el crecimiento y la creación de riqueza que, finalmente, será distribuida para elevar el bienestar social, la manoseada “teoría” del “goteo” o “derrame” (trickle down effect o spill over effect)– sólo existe en la imaginación de los creyentes en la doctrina ortodoxa, sólo es un “consenso” entre ellos. Para otros economistas más serios, el núcleo de ese razonamiento lineal es ilógico, un simplismo pasmoso, teóricamente huérfano y sin comprobación empírica. No existe un país donde se compruebe tal aserto.
La única experiencia realmente existente que se haya aproximado a esos objetivos, sin esa lógica, es la registrada por la economía mundial y la mexicana después de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de la década de 1960. En ese lapso, de la mano del keynesianismo-estructuralismo, lograron un crecimiento significativo, con una cierta estabilidad de precios, baja tasa de desempleo y la reducción de las desigualdades sociales. El neoliberalismo, en cambio, al privilegiar el control de la inflación y la desregulación de los mercados, ha provocado el estancamiento crónico, los ciclos y las crisis especulativas, la concentración extrema de la riqueza y la pobreza y miseria generalizada.
Segundo: por un lado, la expresión “prerrequisito de la estabilidad macroeconómica” es confusa. ¿Qué se entiende por ésta? Porque ello involucra un comportamiento simétrico de los precios relativos de la economía (inflación, salarios, tipo de cambio, réditos) y otras variables clave (crecimiento, balance fiscal, cuentas externas).
La estabilidad económica peñista se reduce al control de la inflación, lo que implicará el castigo de los componentes de la demanda. En los documentos oficiales jamás se menciona la recuperación de los salarios reales que, en el caso de los mínimos ya han perdido casi el 80 por ciento de su poder de compra y los contractuales hasta la mitad, por lo que su consumo dependerá de la masa salarial, de la creación de nuevos empleos con salarios miserables. El consumo público y privado apenas se expandiría a una tasa media real anual del orden de 3.6 por ciento en 2015-2018, similar al ritmo del crecimiento. La tasa de inversión sería de 5.6 por ciento. Pero estará supeditada al nivel de los réditos y se programó una alza de los cetes a 28 días de 4.6 por ciento (de 1 a 3.1 por ciento en términos reales), lo que elevará el costo del crédito bancario. En ese sentido, la dinámica de la demanda agregada descansará en las exportaciones, es decir, del exterior y, en especial, de Estados Unidos, en una variable fuera de control. Por desgracia, el Fondo Monetario Internacional acaba de reducir sus estimaciones para el crecimiento mundial de 3.1 a 2.9 por ciento para 2013 y de 3.8 a 3.6 por ciento para 2014. En el caso de Estados Unidos, de 1.7 a 1.6, y de 2.7 a 2.6 por ciento, similar esta última a la estimada por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.
El nivel de la inflación esperada en el sexenio (3 por ciento) implica también en la revaluación de la paridad (de 12.7 pesos por dólar en 2013 a 12.6 en 2014), lo que ampliará la sobrevaluación real de la moneda, que se elevó de 16 por ciento en 2012 a 23 por ciento a julio de 2013. Ello implicará un mayor abaratamiento artificial de las importaciones que competirán deslealmente con la producción nacional y ampliará el desplazamiento de los productores locales (el precio de equilibrio del dólar es de poco más de 16 dólares), así como también una ampliación sustancial del déficit externo. El saldo negativo de la cuenta corriente de la balanza de pagos fue de 787 millones de dólares en 2009. Para 2013 Hacienda estima que sea de 19 mil millones y para 2014 de 21.5 mil millones, en ambos casos equivalente a 1.5 por ciento del producto interno bruto (PIB). Según Hacienda, ese déficit será financiado con los flujos de la inversión extranjera directa (IED). Pero nada impedirá el ingreso de los capitales especulativos. De cualquier manera, cualquier decisión de la Reserva Federal en materia monetaria generará una inestabilidad en los mercados financieros, entre ellos el mexicano.
El control de la inflación, por tanto, será desestabilizador.
La política económica ortodoxa inhibe al crecimiento. Lo que Hacienda llama una expansión “inercial”, sin reformas estructurales, implica una tasa de expansión similar entre 2014 y 2018: 3.5 por ciento. En ese sentido, agrega, “la mejoría en las perspectivas de mediano plazo para la economía mexicana sería un resultado de las reformas estructurales”: la hacendaria, la energética, la financiera, la de telecomunicaciones, la de educación y la laboral. En otras palabras, ató su futuro y el del país al estado de ánimo de los inversionistas extranjeros.
¿Cómo se beneficiaría el país con esas reformas?
Según Hacienda –a través del documento Criterios de política económica de 2014–, “México se encuentra hoy ante una oportunidad histórica para detonar un mayor ritmo de crecimiento, que permita elevar la calidad de vida de los mexicanos de manera sostenida”.
Como se dijo anteriormente, contribuiría a financiar el déficit externo. En materia de crecimiento, agrega Hacienda, ese “conjunto de reformas podría aumentar el crecimiento potencial de la economía mexicana”. Su tasa sería de 3.9 por ciento en 2014, en lugar de la “inercial” de 3.5, y en 2018 de 5.4, en lugar de 3.5 por ciento. En promedio anual en 2014-2018 sería de 4.9 por ciento. “México –agrega el documento– tendrá cerca de 1 punto porcentual más de crecimiento económico en 2018 y aproximadamente 2 puntos porcentuales más para 2025, de lo pronosticado hasta ahora. Para 2018, la inversión adicional será de 100 mil millones de pesos y para 2025 alcanzará los 300 mil millones”.
Vistos fríamente los datos anteriores, sus efectos sobre el ritmo de crecimiento serán mediocres, y a cambio se trasnacionalizará la economía y se perderá el control de sectores estratégicos. Tampoco nada garantiza que ingresará la IED estimada ni que se ampliará la inversión en los montos referidos.
Con las reformas neoliberales, las privatizaciones, la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la apertura indiscriminada de la economía, se pronosticó una explosión de la inversión y el crecimiento. El total de IED acumulada entre 1994 y junio de 2013 fue de 391 mil millones de dólares, aunque de ella sólo 210 mil millones, el 54 por ciento, fue nueva, el resto fueron reinversiones, operaciones intrafirmas y compra de empresas. Además, su máximo fue en 2001 con 30 mil millones (incluye 12 mil millones por la compra de Banamex); en 2012 fue de 15 mil millones. En promedio anual, en 1994-2013, el total fue de casi 20 mil millones, pero la nueva sólo fue de 10.5 mil millones. ¿Cuánto ingresará con la nueva oleada de reprivatizaciones? Su cantidad es incierta.
Lo que no es incierto son los efectos de las reformas neoliberales sobre la inversión y el crecimiento. En 1980, la inversión equivalió a 24.8 por ciento del PIB; en 1994, de 18.5, y en 2013, de 20.2 por ciento. No se ha recuperado en nivel de 1980. El crecimiento fue mediocre: 2.2 por ciento en 1983-2012, y lo será en 1983-2018: “inercialmente” podría ser de 2.5 por ciento. Con reformas de 2.7 por ciento.
¿Cuántos empleos nuevos se crearán?
En la página 143 de los Criterios de política económica de 2014 se dice: con las reformas “se crearán cerca de medio millón de empleos adicionales en este sexenio y 2.5 millones de empleos de aquí al 2025”. En la página 160 se lee: “las propuestas de reforma [y] el crecimiento adicional que se tendría entre 2015 y 2019 podría traducirse en una generación adicional de más [sic] de 300 mil empleos formales por año, por lo que ésta superaría el millón de plazas anuales”. Las estimaciones son inciertas. Se dice “cerca” y “superaría”. Se habla de medio millón sexenal adicional y 2.5 millones de “aquí a 2025”. Entre 2014, cuando estarían en vigencia las reformas citadas, y 2018, el “cerca del medio millón adicionales”, si es acumulado, implicaría 125 mil más cada año. Si los 2.5 millones también son acumulados, serían 225 mil en promedio anual para 2015-2018. Si son “más de 300 mil por año” serían 1.2 millones más en lo que resta del peñismo.
En otras palabras, el número de nuevos empleos formales es incierto.
Por lo que se ve, Peña y Videgaray aventaron datos alegres si el crecimiento con reformas pasa de 3.9 por ciento en 2014 a 5.4 por ciento en 2018.
En 2000-2012 se crearon 581 mil empleos asalariados subordinados, en promedio anual. Si se le agregan los 125 adicionales sumarían 702 mil anualmente en 2014-2018. Si se considera la cifra 225 mil subirían a 806 mil. Si son 300 mil llegarían a 881 mil. Y los empleos requeridos son 1.2 millones.
¿De qué vivirán los que se quedarán sin un empleo formal?
¿Qué garantiza que con las reformas mejorará el bienestar?
Nada. La principal fuente de ingresos y del bienestar depende de los salarios. La meta de inflación de 3 por ciento anual exigirá la permanencia de la contención de los salarios mínimos y contractuales alrededor de ese porcentaje, por lo que, en el mejor de los casos, se administrará la pérdida histórica de su poder de compra. Si la inflación es mayor se agudizará. Un alza salarial mayor depende de la fuerza de los sindicatos, pero éstos están atados al corporativismo estatal, al temor al desempleo, o simplemente dejaron de existir.
Otra parte del bienestar está asociado a las prestaciones sociales y el gasto público en la materia. Pero las primeras se están fundiendo con la contrarreforma de “flexibilización” laboral y la reforma hacendaria sufrirá de tijeretazos en el Congreso de la Unión, encabezado por los propios priístas, entre ellos Manlio Fabio Beltrones, que guarda más lealtad a la oligarquía que a Peña y a su gurú Videgaray.
¿A qué “ambiente de gobernabilidad democrática” se refiere Hacienda en sus Criterios?
La política económica peñista es autoritaria. Los congresistas y los partidos de Estado sólo responden a sus intereses y los oligárquicos.
Por esa razón, son sordos al estruendo que se percibe en las calles.
Alguna vez dijo Marx: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Y el peñismo se desfondó en la infancia.
La recesión arrasó con sus metas ortodoxas de 2013-2018. Son estimaciones sin sentido.
La avalancha social puede enterrarlo.
*Economista
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Fuente: Contralínea 357 / octubre 2013