Constitucionalmente, los militares deben estar en sus cuarteles en tiempos de paz. Pero en la práctica, a raíz del golpe de Estado de Calderón, andan por las calles en una seudoguerra que, junto a los delincuentes, ejercen contra la población mexicana. Calderón y sus generales, su García Luna, su Marisela Morales, atentaron contra sus propios colaboradores de las agencias Antidrogas y de la Central de Inteligencia estadunidenses (DEA y CIA, por sus siglas en inglés, respectivamente), de la Oficina Federal de Investigación, también estadunidense (FBI, por su sigla en inglés) y anegaron en sangre a miles de mexicanos ajenos a su “guerra”. Los emisarios de los cárteles, así como del capo más buscado (con ganas de no encontrarlo), el Chapo Guzmán, se convirtieron en funcionarios de primer nivel en la Procuraduría General de la República, en la Secretaría de la Defensa Nacional y en la Secretaría de Seguridad Pública (¿seguridad pública?).
Los narcotraficantes fueron empleados de Calderón –lo supiera o no– que mataron, espiaron, se llenaron las bolsas con dólares, compran presidencias, hoteles, comercios; adquirieron acciones en la Bolsa Mexicana de Valores y dieron donativos, sobre todo al clero católico, para que los sacerdotes los casaran, bautizaran a sus hijos, los confesaran y les otorgaran el “perdón de sus pecados” para irse, cuando menos, al purgatorio y esperar el juicio final en el más allá…
Pero en el más acá cometen toda clase de delitos, y se escapan de las cárceles con apoyo de los custodios.
Si matan o aprehenden a un sicario, los narcos, bajo la filosofía del ojo por ojo, diente por diente, asesinan al hijo de un exdesgobernador o de un empresario. Secuestran y matan marinos, soldados y policías; y éstos a su vez, asesinan, violan mujeres y allanan domicilios. Así, los jefes de los cárteles de las drogas dominan gran parte del territorio al imponer la ley de la selva, a pesar del salvajismo, la barbarie y abusos de un Calderón que, adicto a mentir, beber y justificarse, creyó que los mantuvo a raya.
El periodista y escritor sonorense Carlos Moncada Ochoa, en su reciente investigación Oficio de muerte. Periodistas asesinados en el país de la impunidad (editorial Grijalbo, con prólogo de Miguel Ángel Granados Chapa, escrito meses antes de su fallecimiento) nos informa que las mujeres dedicadas al periodismo también han sido víctimas de homicidios, secuestros y desapariciones. Mientras los empresarios optan por mandar asaltar domicilios de editoriales, robar documentación y luego presentar demandas penales y civiles para amedrentar; la delincuencia criminal y política (matones y funcionarios) no se anda con miramientos y manda asesinar a mujeres y hombres del quehacer periodístico para tratar de impedir la publicación de hechos que los exhiben.
En el capítulo cinco titulado “Tocan a las mujeres”, Carlos Moncada nos informa que en 1986 Norma Figueroa Moreno fue la primera periodista asesinada (Miguel de la Madrid era presidente), 2 años después del homicidio de Manuel Buendía. Y que desde hace 3 décadas, los sicarios contratados por funcionarios y delincuentes han asesinado a mujeres del periodismo, como consigna en los capítulos “Mujeres asesinadas” y “Mujeres en la mira”. Un informe reciente arroja que más de 20 mujeres periodistas fueron privadas de la vida en los últimos años.
Durante el calderonismo, la nación sufrió la muerte violenta de periodistas en el mismo contexto de los más de 100 mil homicidios que tienen aterrorizada a la población en general. El gremio periodístico denuncia y condena las bajas sangrientas y demanda que cese la matazón de mexicanos con una política de seguridad social y una policía más preventiva que represiva, para combatir las conductas penales.
No son pues las periodistas, en las diversas modalidades de la comunicación, las únicas caídas. Empero, las mujeres periodistas caídas en estos 2 sexenios de la derecha panista son una cifra que se suma a los 82 trabajadores de los medios que han sido secuestrados y asesinados por funcionarios y delincuentes.
La violencia creciente del infame sexenio de la muerte que ha terminado, y que dejó al país bajo el golpe de Estado militar y policiaco, buscó sembrar el miedo para favorecer al mal gobierno de Calderón y su partido, y al narcotráfico, al hacer a un lado la vigencia de la legalidad constitucional. Y es que en un gobierno de facto (el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación buscan incinerar los votos de las elecciones federales de 2006 para que nadie investigue el fraude de entonces), como el calderonista, ha imperado la reducción de las libertades, sobre todo de expresión escrita y oral, de tal manera que narcos y funcionarios puedan abusar de la fuerza para matar impunemente.
Así el periodismo –como tituló Carlos Moncada su libro– es un oficio de muerte.
Las mujeres periodistas caídas en el cumplimiento de sus derechos y su trabajo son las muertes que le imputan a Calderón y al Partido Acción Nacional como delitos por los que, al no garantizar la protección la vida, deben ser procesados y sancionados.
*Periodista
Contralínea 315 / Diciembre de 2012