En Tlahuelilpan, Hidalgo, decenas de personas vivieron el infierno en la tierra, tras la explosión de una toma clandestina el pasado 18 de enero, de la que abrevaba combustible suficiente para tentar a un pueblo.
Deslumbrados por el oro negro, horas antes los pobladores se apiñaban en el vertedero para arrancarle unos cuantos litros. Todo parecía una fiesta a la que cada vez llegaban más y más invitados.
Luego sobrevino la desgracia: una chispa producida por la fricción de ropa sintética –según una de las hipótesis del gobierno federal– bastó para encender la hoguera que mató al instante a más de 60.
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Incontenible, el fuego alcanzó a decenas de personas. Las horas de dolor apenas comenzaban: los heridos, con quemaduras de segundo y tercer grados en el 60 y hasta en el ciento por ciento de sus cuerpos, se debatían entre la vida y la muerte; tres de ellos, menores de edad, fueron trasladados a Estados Unidos para intentar salvarlos.
Pronto el número de víctimas mortales dimensionaría el tamaño del accidente: del primer reporte de 20 fallecidos –dado a conocer esa misma noche– se pasó a 66 a la mañana siguiente; luego a 73 por la noche; a 79 al despuntar el día 20; a 85… a 89… a 94… a 98…
La tragedia y el crimen volvieron a cebarse en los más pobres. La fiesta del oro negro, del peso extra en el bolsillo, saturó de un día para otro el pequeño panteón de Tlahuelilpan. El pueblo llora, llora por una tragedia que les arrebató lo mismo a niños y jóvenes que a adultos y ancianos.
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