Moisés Saab/Prensa Latina
El Cairo, Egipto. Milicias desenfrenadas y un gobierno endeble que existe sólo de manera formal son las características que marcan la fragmentación de Libia en pequeños califatos, el resultado más visible de la geoestrategia de las potencias occidentales.
Otrora uno de los países con mayor índice de desarrollo humano en África, la antigua Jamahirya ha devenido campo de batalla de entidades armadas que se disputan zonas del país, en las cuales extorsionan a la población e imponen sus leyes por la fuerza de las armas.
El punto más crítico de ese cuadro desolador ocurrió a mediados de noviembre, cuando amparados en la impunidad que se han construido al abrigo de la debilidad oficial, los miembros de una de esas agrupaciones armadas ametralló a una manifestación pacífica convocada por las autoridades en demanda de su salida de Trípoli, la capital.
Casi medio centenar de personas murieron y centenares resultaron heridas en la masacre, sin que las potencias occidentales, ejecutores de la intervención armada a través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), asumieran la responsabilidad que les corresponde.
Esa matanza, más que un hecho aislado, es la síntesis de una situación que se ha gestado desde que los grupos armados tomaran control del país y lo fragmentaran en feudos, en los cuales reinan y por cuyo control combaten a sangre y fuego.
En realidad, la crisis por la que atraviesa ese país, rico en petróleo y de accidentada historia, surgió tras el derrocamiento en 2011, vía una agresión armada de los países miembros de la OTAN, del gobierno liderado por Muamar el Gadafi. Esos grupos armados, de composición heterogénea, incluso con miembros venidos del extranjero, sirvieron en bandeja de plata el pretexto para la peculiar interpretación de la resolución aprobada en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas sobre los disturbios que estallaron en el país, tras el inicio de lo que ha dado en llamarse la Primavera Árabe. La resolución 1973 del Consejo de Seguridad, aprobada el 17 de marzo de 2011, autorizó a “tomar todas las medidas necesarias” en Libia para “proteger a los civiles y a las áreas pobladas bajo amenaza de ataques”, incluyendo la creación de una zona de exclusión aérea sobre el país.
El texto descartaba de manera explícita la intervención terrestre en cualquier parte de Libia, pero las palabras clave estaban en la posibilidad de establecer una zona de exclusión aérea, el mismo mecanismo empleado contra el gobierno de Sadam Hussein, con el pretexto de proteger a las comunidades kurdas asentadas en el Norte del país.
Fue la única ocasión en que esa estación del año, que comienza con el renacimiento de la vida tras el invierno, cayó en diciembre, ya que el mote le fue adjudicado a partir de las protestas contra el expresidente tunecino Zine El Abidine Ben Ali y continuadas en Egipto a principios del año siguiente.
El documento del Consejo de Seguridad fue la plataforma evidente de una operación de control de daños lanzada por el gobierno de Estados Unidos, al que tomó por sorpresa la reacción en cadena contra el rais (gobernante) egipcio, Hosni Mubarak, su mejor aliado en el Norte de África y el Levante, obligado a renunciar semanas atrás.
Lo demás es historia: Washington abandonó a Mubarak a su suerte tras cerciorarse de que sus intereses geopolíticos estaban bien custodiados, y el rais, que había conversado por teléfono con su homólogo estadunidense Barack Obama, tuvo que ceder el puesto a una junta militar.
En realidad el gobierno libio de la época era una víctima fácil debido a las muchas enemistades que se había hecho Gadafi en el Levante y en el Continente Africano, además de su error estratégico vital: creer que su evidente acercamiento a Estados Unidos, Francia e Italia, además del asesoramiento del exprimer ministro británico Anthony Blair, lo reforzaba en el ejercicio del poder.
Después de más de 1 año de la captura y asesinato de Gadafi, en circunstancias más que oscuras y de ribetes horrendos, los jefes de las milicias armadas vieron la oportunidad dorada de hacerse de una base segura para lograr sus objetivos económicos e ideológicos.
Prueba de ello son los lazos de los irregulares libios con el movimiento secesionista en Malí, atenuado por una intervención armada directa de Francia cuyos gobiernos sucesivos, encabezados por Nicolas Sarkozy y su antípoda político, François Hollande, demostraron que la distancia que los separa cuando de temas geopolíticos se trata es mínima: si Sarkozy hizo un alarde de superpotencia en el caso de Costa de Marfil, Hollande tuvo su Malí.
El panorama libio se complicó aún más después que milicias armadas y jefes tribales de la región de la Cirenaica proclamaron a finales de octubre la autonomía, presentaron un gobierno y organizaron una compañía que se encargará de comercializar el petróleo que se extrae en la zona, lo que debilitó aún más al gobierno del primer ministro Alí Zeidan.
La crisis en Trípoli se repitió a fines del año en la ciudad oriental de Bengasi, con la diferencia de que los milicianos que controlaban la localidad rehusaban abandonarla, porque hacerlo implicaría una disminución de su dominio y, por ende, de sus ingresos.
Aún en el caso de que aceptaran abandonar las localidades que dominan, surge la pregunta de dónde se concentrarían, lo que lleva a pensar que la tragedia libia dista mucho de acercarse a su fin.
La amenaza de Zeidan de llamar a una intervención armada de las potencias para restaurar el orden no parecen haber tenido un efecto duradero, ya que es evidente que los gestores del caos carecen de la disposición mínima de involucrarse en un país que cada día tiene más aspecto de un pantano en el que nadie está dispuesto a hundirse.
Además, ¿a quién le interesa tener un país independiente cuando hay tanto petróleo en juego y de fácil acceso en ese clima de fragmentación?
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