La puesta de Trump al bloqueo contra Cuba, parte de una estrategia mayor. El presidente de Estados Unidos quiere regresar a la época en la que estima Estados Unidos era grande y gozaba de un claro liderazgo mundial, algo imposible de lograr en un mundo que busca cada vez más desglobalizarse
La Habana, Cuba. Las medidas anunciadas por Donald Trump, que complican las accidentadas relaciones entre Estados Unidos y Cuba al echarle más levadura al bloqueo económico, causan irritación en unos y alegría en otros, pero en ningún caso sorpresa.
Cuba las rechaza y deja claro que ni reblandecen su posición de principios ni constituyen un freno para su programa estratégico de desarrollo económico y social, que se ejecuta sobre bases políticas muy sólidas y relaciones comerciales y financieras bien diversificadas en las que los escasos vínculos con empresas estadunidenses son apenas una pequeña parte.
Sin embargo, no deja de preocupar el hecho de que la retórica empleada por Trump en Miami, en un escenario y con un público selectivamente anacrónico y retrógrado, es el relanzamiento de actitudes políticas de la Guerra Fría que parecían superadas por la vida y por el tiempo.
Ese lenguaje soberbio, agresivo, disparatado, en apariencias contradictorio está, sin embargo, dentro del contexto de una visión muy peligrosa de Trump de lo que piensa debería ser el papel de Estados Unidos de ahora en adelante en un mundo en el que no se puede ocultar el vencimiento de los esquemas globalizadores del neoliberalismo.
Ese criterio atañe a lo que podría considerarse una nueva derecha en la cúpula imperialista que marca por vez primera de una forma clara que hay otra contradicción principal en este tiempo, nuestro tiempo, que poco tiene que ver con aquella descubierta por Carlos Marx entre el capital y el trabajo que sigue vigente.
Es una contradicción muy seria y determinante dentro de la clase dirigente del propio sistema capitalista, dividida por el agotamiento de un modelo socioeconómico que ya no puede dar alcance al supersónico desarrollo de las fuerzas productivas, impulsadas por una tecnología poco imaginada en la época de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, ideólogos de la ya obsoleta globalización neoliberal.
No es Trump quien se ha dado cuenta que esa situación dentro del capitalismo salvaje está marcando un cambio de época y no solamente una época de cambios reales, que él tampoco sabe interpretar; la cual él simplifica en la idea de una revisión total del sistema, en especial de instrumentos surgidos después de la Segunda Guerra Mundial como la Organización del Tratado del Atlántico Norte, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Comunidad Europea y la propia Organización de las Naciones Unidas, a las cuales critica frecuentemente.
Trump no es la causa de esa disfunción sistémica de Estados Unidos y Europa, sino su consecuencia, pues su elección como presidente es resultado directo de la degradación política, ideológica, moral y ética de un imperio en decadencia, cuyos electores no querían el “más de lo mismo” que les ofertaba Hillary Clinton, es decir, más concentración de la riqueza en unos pocos multimillonarios, y pobreza masiva.
Esa polarización en la cúpula se extrapola también a la base, donde los 59 millones de personas que votaron en contra de Trump están alertando a voz en cuello que hay una trombosis política en el corazón del sistema capitalista mundial, no en un país cualquiera, y sus consecuencias nunca serán buenas.
Esa polarización política –que según algunos analistas pudiera ser hipotéticamente causa de que incluso Trump no concluya su mandato en el tiempo constitucional– es mucho más que la simple separación matemática de un conglomerado en dos o más partes, porque no hay una homogenización de los factores enfrentados.
Lo más peligroso es que esa división de la sociedad atenta contra el sistema de valores, buenos o malos, en los que han nacido, vivido y desarrollado los ciudadanos de ese país y la inmigración, el cual se está rajando como el cristal con una política xenofóbica irracional y una limitación legal estúpida a la libertad de movimiento de la gente, que es lo que significan las prohibiciones de viajar a Cuba a los estadunidenses.
Aunque poco o nada se habla de ello, hay una crisis real del espíritu en Estados Unidos, la cual explica por qué ya el ciudadano estadunidense comparte cada vez menos la idea de que su país es el ombligo del mundo, que su estilo de vida es el mejor y otros mitos como que tienen una democracia modelo o que Dios es estadunidense. Con Trump en la Casa Blanca es imposible creerlo.
Todo ha ido fracasando porque la globalización convirtió en más salvaje al capitalismo y ni las campanas de alerta echadas al viento por el papa Juan Pablo II movieron a la cordura a quienes llevaban al sistema al abismo en medio de ríos de sangre, golpes palaciegos, conspiraciones y saqueos que concentraron de manera descomunal la riqueza y provocaron crisis migratorias brutales y permanentes.
Parecía que el discurso electoral de Trump era antisistema y contra el establishment. Craso error. El jerarca inmobiliario era una tuerca loca en el nudo de contradicciones de la cúpula que no encontraba el tornillo adecuado donde enroscarse, pero logró capitalizar en un sprint final a la nueva derecha representada en el Partido Republicano, y ganó.
Hillary perdió la batalla en los arrecifes de la democracia “modelo” por donde no se puede ir descalzo. Trump en las urnas donde fue rechazado por el voto popular, pero eso no cuenta en la “democracia perfecta” estadunidense.
El mismo día de la toma de posesión, Trump mostró su cara real y antes de los 100 días quienes lo censuraron en su propio partido se convirtieron en sus aliados, incluida la ultraderecha cubana que lo vetó. Miami no significó nada para él, pero él para Miami ahora es mucho.
Lo de Miami no es, por supuesto, lo más importante. Lo trascendente es lo que está por venir en esta cambiante época donde, al contrario de lo que estima Trump, en el vehículo en el cual viajamos todos los seres de este planeta, no hay espejos retrovisores.
Trump quiere regresar a la época en la que estima Estados Unidos era grande y gozaba de un claro liderazgo mundial –una admisión subliminal de que ya no lo es– y eso explica en parte su discurso de Guerra Fría en Miami y su eslogan preferido de “Estados Unidos primero”.
Dicen los teóricos que nunca se regresa a un punto dejado atrás, pues las vueltas que da la vida son siempre en espiral. Es muy probable que no haya retorno ni a la época del Plan Marshall, ni al New Deal, ni a la globalización neoliberal.
Es cierto que las praderas están en llamas. Arden las arenas árabes no por el sol sino por la metralla; se incendian por el terrorismo las selvas africanas de donde salieron los negros de América; la Europa blanca se fragmenta y amenaza con dejar de ser Unión y el Brexit se puede regionalizar.
Asia conoce nuevos paradigmas y expectativas, y en América Latina la lucha de clases se encona y la corrupción carcome sus estructuras institucionales. Trump se burla del cambio climático para seguir partiendo rocas subterráneas en busca de petróleo.
Todo ese panorama, que semeja en su caótica dimensión épica el paisaje de Vorodino en la derrota de Napoleón, es un reflejo del ajuste mundial a la desglobalización que seguramente será largo y doloroso, más allá de la vida y obra de un Trump cualquiera.
¿Qué vendrá más allá de una confrontación entre el capitalismo de ayer y el de hoy? Lamentablemente, como dice mi estimado amigo panameño Guillermo Castro, “no encuentra uno ninguna expresión clara de disposición de ir más allá de ese capitalismo”. Al menos por ahora.
Luis Manuel Arce Isaac/Prensa Latina
[ANÁLISIS INTERNACIONAL]
Contralínea 546 / del 03 al 09 de Julio de 2017