Imaginar las constelaciones no cambió las estrellas, por supuesto, ni el vacío negro que las circunda.
Lo que cambió fue la forma en que la gente leyó el cielo nocturno.
John Berger, Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos
A nadie deberá sorprender que a partir de este momento el malestar, el descontento, el rencor, la ira y la protesta cada vez menos temerosas y contenidas, aunque todavía ineficaces, tiendan a escalarse, a desbordarse; se modifique su dinámica espontánea, de simple resistencia instintiva y exigencia reparadora ante la injusticia y los abusos impunes cometidos por los grupos de poder, y las subsecuentes movilizaciones sociales se vuelvan más racionales, organizadas, audaces y creativas, en su desafío al autoritarismo del régimen y la manera de eludir o enfrentar a los aparatos represivos del Estado; se guíen por medio de programas más radicales, que trasciendan a la inmediatez peticionaria y contestataria, algunos de los cuales aspiren a derrocar el orden establecido, empleen métodos de lucha más efectivos y elijan atacar objetivos más sensibles y vulnerables, cuyos efectos realmente perturben y desestabilicen al sistema.
Las vistosas formas de acción y expresión política elegidas por algunos descontentos, entre ellos ciertos grupos anarquistas, desde el mismo día en que Enrique Peña Nieto asumió el trono, son los primeros escarceos del nuevo perfil que adquirirán los conflictos sociales y la lucha de clases, y que aspiran a un salto cualitativo de mayor trascendencia (para sobresalto de las buenas conciencias conservadoras, militantes del partido del orden y enaltecedoras de las supuestas virtudes de nuestra civilizada y tropical democracia representativa). Donde los representantes populares, señores de horca y cuchillo, deciden con pactos y traiciones palaciegas, tras bambalinas, lo que quiere y le conviene al pueblo autista; y al pueblo sólo le corresponde asumir el papel de silente o plañidero coro, de manso cordero propiciatorio en espera de ser destazado en canal y triturado en la maquinaria que maximiza la tasa de ganancia del capital nacional y trasnacional. Para irritación de las vísceras oligárquicas y de los dueños de los medios de manipulación colectiva, que han soltado a su jauría para linchar a los que califican como un hatajo de vándalos y terroristas, y exigen su crucifixión en la anchurosa Vía Apia que conduce a México a la modernización globalizada, como los esclavos y los gladiadores liberados de las cadenas imperiales romanas por el tracio Espartaco.
¿Cuál es el crimen cometido por los “radicales”?
Sin embargo, los aparatos humanos y los instrumentos represivos han sido empleados de manera generosa, indistinta, democráticamente, no sólo en contra de quienes responden a la espléndida brutalidad del sistema con púdicas escaramuzas; también han alcanzado a los cándidos bien portados que se manifiestan aferrados a las velas de las leyes inexistentes más allá del papel, dentro de una legalidad arbitraria y cuyos márgenes se estrechan cada vez más sobre el cuello de la sociedad, en virtud de las caprichosas tentaciones despóticas del cacique de Atlacomulco, las cuales reducen al mínimo el estado de los derechos civiles constitucionales, refrendadas por sus palafreneros del Congreso de la Unión que, a su vez, le tuercen el pescuezo a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos para satisfacer los atropellos de su amo; y por el Poder Judicial, que dicta sentencias que ahorcan al estado de derecho para complacer la mano que sujeta su correa; a los que aún creen en las instituciones y en su capacidad regenerativa, y que tratan de desmarcarse, de inocular y aislar a los calificados como extremistas, propiciando el debilitamiento de los movimientos y la represión estatal. Bertolt Brecht dijo: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, los socialdemócratas, los sindicalistas, los judíos, guardé silencio, no protesté; cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”.
Con un Congreso y un Poder Judicial como los mexicanos, los estadunidenses y las elites dominantes del Sur de los ríos Suchiate y Usumacinta nunca se hubieran visto obligados a fabricar recurrentemente a dictadores como el chileno Augusto Pinochet; Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Orlando Ramón Agosti y Roberto Eduardo Viola, de la junta militar argentina; o el hondureño Roberto Micheletti, por citar algunos de ellos. Nunca hubieran tenido necesidad de los golpes de Estado, de la mano autoritaria más que visible del Estado y de los baños de sangre para aplastar a sus pueblos, conditio sine qua non para imponer o mantener con vida la tiranía de la “mano invisible” del “mercado libre” neoliberal, y refrendar la condición de patio trasero de los estadunidenses de la región.
Gracias a la sumisión de dichos poderes al Ejecutivo, característica distintiva de nuestro autoritario sistema político presidencialista, Carlos Salinas, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto pudieron llevar a cabo sus higiénicos golpes de Estado “técnicos” y sus genocidios económicos neoliberales (como después aprendieron y aplicaron los gobiernos neoliberales, como los Carlos Menem o los Alberto Fujimori).
De paso, la violencia peñista y mancerista domesticadora se ha extendido hacia las personas ajenas a los descontentos, y cuya desgracia y cuyo único delito cometido ha sido encontrarse en el lugar y la hora equivocados (en el mundo clásico griego, el idiotés era el enfermo que se desinteresaba por la política).
El garrote, la fabricación de infracciones y el dolo de los jueces al momento de aplicar la injusticia eliminan las diferencias y, algunas veces, las uniforman en las cárceles, los centros de salud y bajo tierra, o en las cenizas de los crematorios.
Muchos de ellos han sido violentados por quienes eligieron como sus representantes, los que protegen a los delincuentes institucionales uniformados y disfrazados de paisanos encargados de la paz de los sepulcros. Por esos gobernantes, de la derecha neoliberal priísta-panista a la “izquierda” travestida e igualmente neoliberal, obsesionadas por mantener el orden, el de la miseria impúdicamente floreciente y las libertades a la sombra, encadenadas, que en el caso de Miguel Ángel Mancera –el comisario del pueblo defeño– llega hasta la esquizofrenia, pues ve radicales criollos e importados acechándolo por todos los rincones de la capital, mientras él asecha a los capitalinos.
Para consolidarse, los neoliberales, entre ellos los peñistas, no han reparado en los costos para imponer los intereses de la minoría oligárquica sobre los de las mayorías. Nada nuevo en la historia. Recuérdese, por ejemplo, el gobierno de los Treinta Tiranos impuesto por los espartanos a la Atenas antigua, en el 405 antes de nuestra era –poco después de la muerte de Pericles (429), el defensor e impulsor de la esplendorosa democracia de ese Estado-nación (por ello el siglo V fue llamado el “Siglo de Pericles”), por lo que algunos de sus críticos lo calificaron como “populista”–, que trataron de restaurar el viejo orden aristócrata y sólo contribuyeron acelerar la decadencia hegemónica y la ruina social de esa ciudad. Un curioso paralelismo histórico equiparable a la tiranía de los 30 y tantos miembros del Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, que avasalla al país, a sus fámulos administradores neoliberales, arropados por el gobierno estadunidense, y que casi han concluido su laboriosa tarea por borrar las anomalías que les crispaban en su reescritura de su historia de su México: la Revolución Mexicana y la fase posrevolucionaria (1910-1982), el cardenismo y la docena trágica populista (1970-1982).
Dos contrarreformas trascendentales, que destruirán los vestigios de los últimos símbolos heredados por la Revolución Mexicana, acercarán sustancialmente a la derecha a su cara utopía: la energética, que culminará la destrucción de las industrias petrolera y eléctrica, su reprivatización y trasnacionalización; y la político-electoral, que restauró la reelección de congresistas y presidentes municipales, y, eso es lo mejor para los usufructuarios, sin el irritante imperativo legal de rendir cuentas de sus acciones a los fantasmales representados: la ficción de la democracia representativa mexicana sin ciudadanos.
Sólo les queda el obstáculo final para concretar el dilatado sueño, el cual puede ser allanado en lo que resta del peñismo: la reelección presidencial. Hasta el momento no hay nada visible que pueda impedirlo.
De logarlo, la mano aristocrática de la decimonónica “modernización” porfirista podrá asirse a la mano neoconservadora de la “modernización” del new age porfirista, del postrero siglo XX y el alba del XXI. La regresiva línea de continuidad del presente con el rancio pasado será armoniosa. El viejo orden porfiriano está a tiro de piedra.
Lógicamente, en tributo a su exitoso empeño, Peña Nieto podría ser investido como Enrique I, el Restaurador, aunque tendría que disputárselo a Manlio Fabio Beltrones y Luis Videgaray, entre otros, con las mismas ambiciones, que consideran que también tienen el derecho de apoltronarse en el trono como pago justo a su papel jugado en la implosión del sistema político postrevolucionario.
El descontento, el rencor y la protesta no han surgido de la nada. No están clasificados como un deporte. Tampoco como una patología colectiva. Sus huellas están talladas en los anales de la historia por los ofendidos, como respuesta a un suceso o a un orden económico-social que consideran injusto. Algunas veces se limitan a exigir una corrección al sistema para aliviar sus penurias. En otras, cuando consideran que las cosas son incorregibles, las ansias de cambio, bienestar y libertad, el potencial de los movimientos sociales se convierte en revoluciones, como la francesa, la estadunidense o la soviética.
El perfil de las renovadas movilizaciones en el país se ha caracterizado, hasta el momento, por la naturaleza intuitiva, defensiva, desordenada, intermitente. Han sido estimuladas por la injusticia social derivada del modelo económico neoliberal, el autoritarismo político y el desencanto ante una alternancia gatopardista que cambió todo para que no cambiara nada, ya que permanece la ausencia del diálogo, la intolerancia, la violencia institucional. El priísmo rescatado del basurero de la historia por los llamados “poderes fácticos”, luego del desastre de los teócratas panistas, robustecieron el malestar. Son las manifestaciones del rechazo al golpismo de Enrique Peña Nieto, a sus crímenes cometidos en contra de los atenquenses, la impunidad de los oligarcas de los medios, liderados por los neofachos Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas Pliego, a las contrarreformas laboral, fiscal o energética.
Los regímenes políticos cerrados, con problemas de legitimidad y credibilidad, que atraviesan por una crisis de representatividad en los procesos electorales y del sistema de partidos, con la ausencia del estado de derecho y la naturaleza excluyente de su proyecto económico, constituyen un escenario ideal para catalizar las convicciones extremas, revolucionarias, que aspiran a los procesos insurreccionales y el hundimiento del estatu quo. No será una sorpresa que próximamente se observen los intentos de huelgas generales o los sabotajes, entre otras expresiones de un descontento de mayores proporciones. Las contrarreformas de 2013, debe reconocerse, representan una derrota para la sociedad y la izquierda –desde luego entre ellas no están las que se denominan como tales dentro del sistema de partidos–, que fueron incapaces de defender lo que consideran como suyo. También equivalen a un triunfo para quienes han apostado al neoliberalismo integrado a la economía capitalista mundial. Asimismo, implica la muerte del pacto social emanado de la Revolución Mexicana.
Pero el éxito de los neoliberales es relativo.
Un proyecto de nación despótico y excluyente es, por definición, endeble, ya que tenderá a amplificar las contradicciones y la lucha de clases, conflictos que redundarán en la estabilidad política del régimen, en la alteración de la acumulación de capital y el riesgo de la explosión social.
Asimismo, la eutanasia aplicada a la sombra de la Revolución Mexicana libera a la sociedad y a los grupos progresistas de su apego a viejas fórmulas construidas y empleadas por las propias elites dominantes, mientras fueron útiles para justificar ideológica y políticamente la necesidad del Estado-nación.
Sin duda, conceptos como nacionalismo, soberanía nacional o desarrollo autónomo mantienen su valor, pero tendrán que utilizarse en otra perspectiva.
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