Alberto Rabilotta/Prensa Latina
Montreal, Canadá. Sembrar la división y el odio, las disputas religiosas, lingüísticas, culturales y nacionales, y el racismo en todas sus variantes es una muy vieja y efectiva receta para dominar y explotar a los pueblos. Es la forma de arruinarlos, debilitarlos y dividirlos para avasallarlos, esclavizarlos o borrarlos del mapa en beneficio de los intereses de los colonizadores e imperialistas.
Esa política fue aplicada durante la Guerra Fría contra la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviética (URSS), China y demás países socialistas, y no desapareció con el derrumbe de la URSS y del campo socialista europeo.
En realidad la guerra ideológica y las prácticas subversivas de los tiempos de la Guerra Fría fueron adaptadas hace más de 4 décadas a los objetivos hegemónicos que el imperialismo de Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) estaban incubando al capitalismo que hoy día llamamos neoliberalismo, y desde entonces afectan a todos los países y regiones del mundo que rechazan la hegemonía imperial.
Es en ese contexto que se debe situar el terrorismo, sea por fanatismo religioso o la ideología neonazi, y comprobar que ha servido y sirve objetivamente a generar la destrucción y el caos que el imperio necesita para su expansión, y esto es así cuando asesina a inocentes en Irak, Siria, Libia, Paquistán o Yemen o cuando se vuelve contra sus patrocinados políticos en Estados Unidos, en Londres o París.
Siempre el terrorismo servirá a los objetivos políticos del imperio porque el simplismo de la explicación, la exagerada mediatización y la repercusión global de esos actos abominables en los países occidentales, como los recientes atentados en Francia, terminan casi siempre justificando políticas antidemocráticas y represivas, como se vio en Estados Unidos con la Ley Patriota (Patriot Act), cuya sustancia probablemente será incorporada en los proyectos que ya están siendo contemplados en la Unión Europea.
No estoy asumiendo una teoría conspirativa, sino resumiendo una de mis primeras experiencias periodísticas importantes a comienzos de la década de 1970, y de la cual sólo escribí una vez, pero que desde entonces ha sido una importante guía para mi entendimiento y análisis de la propaganda y los objetivos políticos del imperialismo.
En 1972, cuando comenzaba a colaborar con Prensa Latina y escribía algunas notas para medios mexicanos –El Día y Excélsior–, un colega canadiense me hizo saber que una muy discreta reunión de los responsables de la política de información del sistema de radios de onda corta de la OTAN (Radio Europa Libre/Radio Libertad –REL/LR–, La Voz de las Américas –VOA–, etcétera) tendría lugar en un hotel de Montreal.
Fui al lugar de la reunión sin mucha confianza de que me acreditarían como periodista, pero después de una negativa, y para mi gran sorpresa, me aceptaron porque tenía una credencial de “corresponsal” del diario mexicano Excélsior. La tal reunión fue en realidad una larga sucesión de presentaciones de los responsables de la línea informativa y editorial de esas radios, en particular de la VOA y de REL/RL, que (usando un lenguaje actual) formularon cómo construir la narrativa y la credibilidad de la propaganda contra la URSS y el comunismo, pero en realidad también contra todos los países que en esa época reclamaban una real independencia, un nuevo orden económico mundial, el fin del racismo y la discriminación racial en todas sus formas. Que asumían posiciones antiimperialistas y eran vistos como aliados de la URSS, en pocas palabras.
¿Cómo utilizar las religiones y los nacionalismos como armas?
La nueva ofensiva ideológica del imperio, y el contenido de su propaganda, según los ideólogos del aparato propagandístico de la OTAN en esa reunión de Montreal, debía alcanzar y echar raíces en los sectores de la población a la cual iba a ser dirigida: los musulmanes y los nacionalistas radicales en ciertas regiones de la URSS y otros países socialistas; los sionistas judíos (los refúsenik) rusos que querían emigrar a Israel, y los católicos conservadores en los países bálticos, en Polonia y otros más.
Lo que en realidad se buscaba en esas sociedades socialistas secularizadas era alimentar –para luego financiar y organizar– el “renacimiento” de las creencias y prácticas religiosas radicales que entrasen en franca contradicción con la sociedad y el poder político, y crear reivindicaciones o contradicciones en las sociedades y regiones con nacionalismos susceptibles de separatismo, lo que presuponía crear situaciones de confrontación civil, policial y hasta militar.
La semilla del “choque de civilizaciones” plantada por esa propaganda de la OTAN y adoptada sin reservas por los cada vez más concentrados medios de prensa de los países capitalistas, justificó la creación de Al-Qaeda para luchar contra los soviéticos y afganos progresistas en Afganistán; y con el derrumbe de la URSS y del campo socialista europeo fue usada extensamente en los Balcanes para la partición de la entonces Yugoslavia, y seguidamente para fomentar los ataques terroristas y el conflicto en Chechenia, en Daguestán y otras regiones de la URSS, incluyendo recientemente el caso de Ucrania.
Estado oficialmente ateo, la URSS era en realidad un Estado socialista multinacional y multicultural donde convivían muchas nacionalidades y religiones, desde la ortodoxa cristiana hasta la musulmana, pasando por la judía y la católica, entre otras más. Ésta era la fuerza aparente del internacionalismo proletario, como decían en Moscú, pero también su principal debilidad a los ojos de la dirigencia imperialista.
Empero, hay que recordar que la confrontación creada por las ambiciones imperialistas de Estados Unidos no se resumía a la Guerra Fría entre Moscú y Washington, y que en el Oriente Medio y en Asia predominaban –a comienzos de la década de 1970–, y como consecuencia de la descolonización y de la consolidación del movimiento de los Países No Alineados, Estados seculares en los cuales convivían, bajo regímenes políticos diferentes, las más diversas culturas, nacionalidades y religiones.
En otras palabras, se estaba en un momento de auge en la lucha para eliminar todas las formas de discriminación racial, incluyendo el Apartheid sudafricano y el sionismo, lo que se concretó en la votación de la Resolución 3379 de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en noviembre de 1975, anulada el 16 de diciembre de 1991, 8 días después de la disolución de la URSS, por la Resolución 4866 de la ONU.
Y en la coyuntura histórica en que los países No Alineados con el apoyo del campo socialista exigieron la creación de un Nuevo Orden Económico Mundial que pusiera fin a los desiguales “términos de intercambio” y poder así acceder al desarrollo socioeconómico, y batallando en la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura para establecer un Nuevo Orden Mundial de la Información y Comunicación, iniciativas que, sin embargo, el imperialismo y sus aliados lograron derrotar.
Pero ahora, a distancia y con documentos a la mano, podemos entender que ese fue también el momento en que en Estados Unidos y sus aliados en Europa y Japón lanzaban desde los círculos de poder la narrativa para justificar económica y políticamente el desmantelamiento del Estado benefactor (la intervención del Estado en la economía para garantizar cierto desarrollo socioeconómico), con el objetivo (finalmente realizado en las últimas 2 décadas) de poner el Estado al servicio exclusivo de los capitalistas y poder retornar así al liberalismo del siglo XIX y a las viejas prácticas imperialistas y colonialistas.
Desde cierta perspectiva fue el momento propicio para que el imperialismo y sus aliados de la OTAN ampliaran el contexto y la cobertura geográfica de la Guerra Fría, asegurando la continuidad en el paso de la confrontación entre un sistema capitalista-imperialista y un sistema socialista, a la preparación de la expansión imperialista del sistema neoliberal que ya estaba siendo cocinado.
No es pura coincidencia que haya sido en 1973 cuando David Rockefeller, con la asistencia de Zbigniew Brzezinsky, asesor de política exterior del entonces presidente demócrata James Carter, creara la Comisión Trilateral, que sirvió para vehicular a los más altos niveles la nueva ofensiva ideológica del imperio y de la OTAN; ni tampoco que Samuel Huntington, intelectual orgánico del imperialismo y autor del infame libro Choque de civilizaciones, estuviera ya en el paisaje.
Los documentos de la Comisión Trilateral, en particular The crisis of democracy, de 1975, deberían ser leídos a la luz de los hechos actuales y recientes para comprobar, fuera de toda interpretación conspirativa, que fue entonces y en forma bastante pública que se sentaron las líneas de la ofensiva política e ideológica del imperialismo para establecer la hegemonía en su fase neoliberal, incluyendo la liquidación de la democracia liberal con algún contenido real en las sociedades de los países del campo occidental, como estamos viendo.
Todo esto también explica la continuidad, desde entonces y hasta ahora, de la ofensiva ideológica y de las políticas destinadas a minar las sociedades y destruir los Estados de la URSS y del resto de los países socialistas, y ahora de Rusia, China y otros países en desarrollo o emergentes que pueden constituir la principal barrera a la hegemonía neoliberal.
Y si bien fue en 1979 el primer caso documentado en el cual Estados Unidos y sus aliados crearon, entrenaron y convirtieron en “luchadores por la libertad” a los extremistas islamistas para luchar en Afganistán contra los soviéticos y los afganos progresistas, no pasó mucho tiempos antes de que Estados Unidos efectuase operaciones ilegales con narcotraficantes en América Latina para armar y financiar a los “combatientes por la libertad” que luchaban contra los sandinistas en Nicaragua, política que llevó a la creación de los cárteles del narcotráfico y a la expansión de la criminalidad, la corrupción y la violencia en la región.
Nada nuevo o sorprendente si recordamos que desde finales de la Segunda Guerra Mundial, mediante la Operación Gladio, Estados Unidos y la OTAN conservaron los contactos y lazos con las fuerzas ultranacionalistas que apoyaron o participaron en los diversos regímenes nazi-fascistas europeos, y que ahora sirven en los países bálticos y en Ucrania –donde controlan el aparato de seguridad del Estado– para la política de enfrentamiento con Rusia.
Andre Vltchek enfatiza que “para el imperio, la existencia y popularidad de dirigentes progresistas, marxistas, musulmanes, gobernando el Oriente Medio o una Indonesia rica en recursos, era algo claramente inaceptable. ¿Si se acostumbraran a utilizar esos recursos naturales para mejorar las vidas de sus pueblos, qué quedaría entonces para el imperio y sus empresas? Eso tenía que ser frenado por todos los medios. El Islam tenía que ser dividido, infiltrado con cuadros radicales y anticomunistas, y con aquellos que no les interesa en lo más mínimo el bienestar de su propio pueblo”.
Victoria Nuland, subsecretaria de Estado de Washington, dijo públicamente que se habían “invertido” 5 mil millones de dólares para el “cambio de régimen” en Ucrania, y sin duda fue mucho más costosa la partición del Estado multinacional de Yugoslavia. ¿Y qué decir del financiamiento o apoyo de los países de la OTAN a los extremistas y terroristas islámicos en Chechenia y Daguestán, que se paseaban por Europa como “combatientes de la libertad”? ¿O de los extremistas islámicos recibidos por las autoridades políticas europeas y estadunidenses, financiados y entrenados por esos gobiernos para derrocar a los gobiernos en Libia y Siria, con muchos ejemplos más en África, que quedarán en el tintero?
En 1997 el gran intelectual Edward Said dio una charla sobre el “choque de civilizaciones”, cuya lectura o relectura es aconsejada, y de la cual me permito reproducir un largo párrafo:
Y cerremos con una reciente e importante reflexión del filósofo Enrique Dussel: “Los fundamentalismos (cristiano, como el de George Bush; islámico o sionista) son un retorno de un dios (o un politeísmo, como diría Max Weber) que justifica y absolutiza una política, una economía, una cultura, una raza, un género, etcétera, y usa las armas en vez de argumentos razonables, comprensibles para el otro interlocutor (nadie como el fundamentalismo estadunidense utiliza las armas en vez de argumentos: pretende imponer la democracia con guerras en vez de argumentar desde la tradición del otro, por ejemplo, con los creyentes del Islam a partir del Corán). Al fundamentalismo no se le vence con las armas (y no olvidar que fue la Agencia Central de Inteligencia estadunidense la que enseñó al fundamentalismo islamita en Afganistán a usar las armas contra la Unión Soviética, y ahora cosechamos las consecuencias sobre cuyo origen nadie habla), sino con argumentos razonables y con una praxis honesta (como enseñaba Bartolomé de las Casas respecto de la Conquista). Pero esto último no entra en el horizonte de los intereses del imperio. Se utiliza la violencia irracional islamita para justificar y aumentar la violencia irracional del neoliberalismo político-económico. La izquierda honesta, por el contrario, debe comenzar una crítica de la teología como momento de una crítica de la política liberal y de la economía capitalista, tal como la practicó Carlos Marx”.
Alberto Rabilotta/Prensa Latina
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