Décadas de represión, desapariciones forzadas, despojo, miseria, corrupción, impunidad y muerte han hecho crisis en Guerrero con la desaparición de 43 normalistas rurales. La detención de dos de los responsables directos de la última agresión no parece contener la efervescencia social en el estado. Y es que tan sólo durante la gestión de Aguirre Rivero, es decir, 42 meses, en la entidad 18 activistas fueron asesinados, 53 detenidos desaparecidos y 17 se encuentran presos por motivos políticos. Los crímenes cometidos contra estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa muestran que las masacres “tan burdas” y “tan a mansalva” que caracterizaron al Guerrero de la década de 1970 son historia presente. La más reciente agresión contra alumnos inermes ha logrado aglutinar en un movimiento social a campesinos, maestros, estudiantes, trabajadores y deudos de represiones anteriores. La reactivación del Movimiento Popular Guerrerense ha encendido los focos rojos en los gobiernos estatal y federal: la organización es apartidista y las autoridades no tendrán un actor a modo con el que puedan negociar
Ayotzinapa, Tixtla, Guerrero. Esta entidad, considerada entre las más pobres de México, se convulsiona. La ejecución de tres estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, y la desaparición forzada de otros 43, hechos que datan del 26 de septiembre pasado en el municipio de Iguala, Guerrero, destaparon la cloaca: un conducto infestado de represión.
En Guerrero, luchadores sociales, ambientalistas y defensores de derechos humanos son blanco de constante ataque. La represión es tan natural como la tradición de lucha y resistencia de sus comunidades. Defienden el territorio y el derecho de los pueblos indígenas a tener sus propios sistemas normativos; se organizan frente al problema de inseguridad pública y de colusión entre gobernantes y grupos delictivos. A cambio, son criminalizados y ultrajados.
En el siglo XXI, el Guerrero de la Guerra Sucia no ha quedado sepultado. Peor aún, refiere Vidulfo Rosales Sierra, asesor jurídico, integrante del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, cuando parecía llegada la noche de masacres “tan burdas”, “tan a mansalva”, como las de la década de 1960 (la masacre estudiantil del 30 de diciembre de 1960 en Chilpancingo, la del 18 de mayo de 1967 en Atoyac, o la de los copreros del 20 de agosto de 1967 en Acapulco), la aurora simplemente ennegreció. De nada sirvió la “transición democrática”: el cambio de colores en el Ejecutivo local.
Durante la gestión de Ángel Aguirre Rivero, gobernador de Guerrero de abril de 2011 a octubre de 2014, 18 activistas fueron asesinados, 53 detenidos-desaparecidos y 17 se encuentran presos por motivos políticos: integrantes de organizaciones estudiantiles, ecologistas, campesinas, de defensa del territorio, policías comunitarios.
Otro gobierno represor precedió al de Rivero. Se trató del de Zeferino Torreblanca. Y antes de él, el de René Juárez Cisneros…
La ola de represión se desató a 8 meses de iniciado el encargo de Aguirre Rivero (el segundo, pues antes, entre 1996 y 1999, ya había sido gobernador interino ante la caída de Rubén Figueroa, luego de la masacre de Aguas Blancas).
El 7 de diciembre de 2001, Eva Fe Alarcón Ortiz y Marcial Bautista Valle, integrantes de la Organización Ecologista de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán, fueron detenidos-desaparecidos por un grupo de hombres armados, quienes presuntamente contaron con la protección de elementos del Ejército y de la policía ministerial. Apenas 5 días después, Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús, alumnos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, fueron ultimados por policías estatales cuando se movilizaban por la resolución de sus demandas estudiantiles.
En entrevista con Contralínea, Vidulfo Rosales Sierra explica que esta “historia trágica de represión” es la conjunción de tres factores: el hecho de que Guerrero esté en el “sótano del desarrollo,” dados los altos índices de pobreza y marginación que reporta; que la clase política que lo conduce conserve el “viejo cuño priísta de corte caciquil” y, por tanto, carezca de las coordenadas de los derechos humanos, la democracia y el uso proporcionado de la fuerza; y que su población sea, por tradición, movilizada y, así, dadora de importantes próceres de lucha: “Una sociedad que no se queda callada ante la injusticia y opresión, que cuestiona a los poderes públicos”.
En este contexto, acota el abogado, la represión vira en dos sentidos. Por un lado, los asesinatos y desapariciones forzadas en contra de luchadores sociales, cuya característica común es la impunidad. Por el otro, el injusto encarcelamiento de líderes sociales con la inminente fabricación de expedientes.
18 activistas asesinados
Luchaban por el derecho a la educación, por la justicia y por los derechos de los pueblos indígenas y campesinos. Se oponían al saqueo y despojo de los recursos naturales y, por tanto, a la construcción, en sus territorios, de megaproyectos. Este camino los llevó a la muerte.
Daniel Solís Gallardo, Julio César Ramírez Nava, Julio César Mondragón Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús, alumnos de la Normal de Ayotzinapa; Luis Olivares Enríquez y Ana Lilia Gatica Rómulo, de la Organización Popular de Productores de la Costa Grande; Rocío Mesino Mesino, de la Organización Campesina de la Sierra del Sur; Raymundo Velázquez Flores, Samuel Vargas Ramírez y Miguel Ángel Solano Barrera, de la Liga Agraria Revolucionaria del Sur Emiliano Zapata; Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román y Ángel Román Ramírez, de la organización campesina Unidad Popular; Juventina Villa Mojica, de la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán; Fabiola Osorio Bernáldez, de la organización Guerreros Verdes; Javier Torres Cruz, defensor de los bosques de la Sierra de Petatlán; Ascensio Villa Santana, ambientalista.
En total suman 18 los activistas asesinados durante la gestión de Ángel Aguirre Rivero. Cinco de ellos fueron ejecutados directamente por policías; seis, torturados antes del último aliento.
Juventina Villa Mojica, Rocío Mesino Mesino y Luis Olivares Enríquez contaban con medidas cautelares debido a amenazas previas, pero el gobierno incumplió en otorgarlas. A menos de 2 meses de que ocurriera su asesinato, Luis Olivares citó a conferencia de prensa para denunciar el hostigamiento del que era objeto por parte de presuntos paramilitares; esto no lo salvó de la muerte.
Marco Vinicio Dávila Juárez, integrante del Partido Comunista de México, conoce de cerca los detalles de los asesinatos de Raymundo Velázquez Flores (egresado de la Normal de Ayotzinapa), Samuel Vargas Ramírez y Miguel Ángel Solano Barrera, pues ellos también formaban parte de las filas del Partido Comunista.
Refiere que aunque el brazo ejecutor de estos crímenes fue, efectivamente, la delincuencia organizada actuando como grupo paramilitar, hay elementos que configuran la participación del Estado en los mismos.
El también miembro de la Comisión Política Nacional del Frente de Izquierda Revolucionaria relata que estos tres hombres habían gestionado y logrado un acuerdo con el gobierno de Guerrero para bajar recursos por más de 1 millón de pesos para los damnificados por las lluvias. “La maña [el crimen organizado], no por casualidad”, se entera de la fecha en que Raymundo recibe el monto del cheque y lo intercepta para quitárselo. El hecho culmina con una amenaza de muerte que se cumple el día en que los tres hombres regresaban de una reunión en Cuernavaca.
Dávila Juárez detecta una semejanza entre el asesinato de Raymundo Velázquez Flores, Rocío Mesino Mesino y Luis Olivares Enríquez. La califica de “sistematización” y “política de Estado” y no de circunstancia. Las tres muertes, ocurridas entre agosto y noviembre de 2013, estuvieron precedidas de diversas filtraciones a los medios de comunicación de supuestos informes de inteligencia que vinculan a estos activistas con grupos armados.
Trece presos políticos de la CRAC, cuatro del CECOP
Los guerrerenses organizados también padecen otro tipo de embate: la prisión como escarmiento político.
“Ella es una mujer muy luchadora; tiene mucha facilidad de palabra; es muy valiente”, así describe Cleotilde a su hermana Nestora Salgado García. Sin duda, estas cualidades llevaron a la mujer indígena a ser electa comandanta de la Policía Comunitaria de Olinalá y, posteriormente, a ser aprehendida como consecuencia de su labor.
Hoy, y desde hace casi 15 meses, se encuentra recluida en el Centro Federal de Readaptación Social de Tepic, Nayarit, penal de alta seguridad, acusada de secuestro agravado.
Los juzgadores mexicanos son omisos al mandato del Artículo 2 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que consagra el derecho de los pueblos indígenas al autogobierno y a la autodefensa.
La detención de Nestora, consumada el 21 de agosto de 2013, fue apenas el inicio. Después serían aprehendidos otros miembros de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), 12 de los cuales aún permanecen en prisión. Son acusados de delitos como secuestro, portación de armas de fuego de uso exclusivo del Ejército, terrorismo y lesiones.
Se trata, en orden de detención, de Bernardino García Francisco, Ángel García García, Eleuterio García Carmen, Abad Francisco Ambrosio, Florentino García Castro, Benito Morales Justo, Rafael García Guadalupe, José Leobardo Maximino, Antonia Cano Morales, Samuel Ramírez Gálvez, Gonzalo Molina González y Arturo Campos Herrera.
Como le ocurrió a Nestora, Gonzalo Molina y Arturo Campos Herrera también fueron llevados a una prisión de máxima seguridad con sede en otro estado de la República: al Centro Federal de Readaptación Social Número 1, Altiplano, ubicado en el Estado de México.
Al respecto Vidulfo Rosales Sierra, asesor jurídico del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, apunta que “hay un uso desviado del derecho penal y también del sistema de justicia. Se ajustan figuras legales para aplicárselas directamente a los policías comunitarios y hay un uso desproporcionado de la fuerza y de los sistemas penitenciarios. Así se va creando un patrón represivo que deja en indefensión, que obstaculiza la defensa: el ajuste de figuras legales para aplicarlas a los líderes sociales, seguido de la privación de la libertad y el envío a los penales de máxima seguridad, con lo cual también se quita toda posibilidad de forjar movimientos de exigencia de libertad, pues al llevarlos a otro estado se desmoviliza a los grupos de base”.
La CRAC, explica Tori, comandanta regional de la Casa de Justicia La Patria es Primero, surgió el 15 de octubre de 1995 en la Costa Chica de Guerrero como consecuencia de los altos índices de criminalidad y de inseguridad que privaban en la zona (robos, abigeo, violaciones, homicidios, entre otros ilícitos), mismos que no eran atendidos por las corporaciones oficiales.
El objetivo de la CRAC, sin embargo, no sólo recae en la seguridad, sino en el tema de justicia, “debido a que cuando haces una denuncia ante el Ministerio Público no te toman en cuenta o, incluso, hasta te discriminan.
“Sí detenemos –continúa la mujer de pantalones de mezclilla, camisa color caqui– pero también hacemos juicio. Nuestro juicio es con la persona. Se aportan pruebas pero no se aceptan abogados. Una vez que se le dicta al muchacho que tiene culpa, su castigo, por así decirlo, es que tiene que asumir su responsabilidad. Los consejeros hacen ese trabajo de hablar con los presos para hacerlos entender. Es reeducarte para ser un ciudadano de bien. Finalmente no queremos tenerlos encerrados; queremos que salgan, que sigan su vida, y que la sigan bien.”
Respecto de la capucha que le cubre el rostro, la comandanta Tori detalla que se trata de una medida de protección adoptada en Asamblea, luego de las detenciones de los 13 policías comunitarios.
A los presos políticos de la CRAC se suman los del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a La Parota (CECOP). Juntos suman 17.
Sobre Marco Antonio Suástegui Muñoz, Emilio Hernández Solís, Julio Ventura Ascencio y Maximino Solís Valeriano pesan cargos como robo calificado, lesiones y tentativa de homicidio.
Suástegui Muñoz está preso en el Centro Federal de Readaptación Social de Tepic, Nayarit, penal de alta seguridad. María de Jesús Pérez Hernández, su esposa, denuncia las condiciones inhumanas de esta prisión: les dan comida podrida, lo que les produce constantes molestias e infecciones estomacales; les niegan la atención médica; les dan a beber el agua que se utiliza para el riego…
Cincuenta y tres activistas, víctimas de desaparición forzada
La atención del mundo se posa en la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa, por tratarse de un crimen tumultuario que confirma lo que diversas organizaciones sociales y civiles han denunciado desde varios años atrás: que en México la línea que divide al narcotráfico y al gobierno es invisible.
No obstante, la historia de las desapariciones forzadas en Guerrero es añeja. De 1969 a 1979, durante la Guerra Sucia, se habrían perpetrado al menos 600 desapariciones de este tipo.
Durante el gobierno de Ángel Aguirre Rivero, 53 activistas han sido blanco de esta técnica acuñada por la Alemania nazi que, como lo ha señalado el analista Carlos Fazio, no es “una falla del sistema”, sino un método “contrarrevolucionario” aplicado por agentes del Estado con el objetivo de frenar la acción colectiva de los grupos que adversan a los gobiernos, vía la instalación del miedo y del terror.
A la fecha no hay indicios del paradero de 46 de estas 53 personas. Se trata, además de los 43 alumnos de la Normal de Ayotzinapa detenidos-desaparecidos en Iguala, de Eva Fe Alarcón Ortiz y Marcial Bautista Valle, de la Organización Ecologista de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán, y de Longino Vicente Morales, activista indígena.
De quienes sí se supo el paradero fue de Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román, Ángel Román Ramírez, Héctor Arroyo Delgado, Efraín Amates Luna, Gregorio Dante Cervantes y Román y Jimmy Castrejón, de la organización campesina Unidad Popular. Ellos fueron detenidos-desaparecidos el 30 de mayo de 2013 por un grupo armado que se presume actuaba bajo las órdenes de José Luis Abarca Velázquez, exalcalde de Iguala. Tres días después, los cuerpos sin vida de los primeros tres fueron localizados con huellas de tortura en la carretera federal México-Acapulco. Los demás lograron librar la muerte.
De 2005 (cuando el Partido de la Revolución Democrática asumió la gubernatura de Guerrero) a la fecha, han ocurrido en la entidad cerca de 700 desapariciones forzadas que ya no sólo afectan a luchadores sociales, sino a la población en general: pastores, amas de casa, estudiantes, trabajadores, refiere Isabel Rosales Suárez, integrante del Comité de Familiares y Amigos de Secuestrados, Desaparecidos y Asesinados en Guerrero. Éste se conformó en 2007 a raíz de la desaparición del promotor social Jorge Gabriel Cerón Silva.
Ahora, familiares, deudos de represiones anteriores, integrantes de movimientos sociales de las siete regiones del estado han reactivado la Asamblea Popular de los Pueblos de Guerrero y el Movimiento Popular Guerrerense. La propia normal se ha convertido en sede natural de sus trabajos. Junto con representantes de organizaciones sociales de todo el país construyen la Asamblea Nacional Popular. Los partidos están vetados. Los gobiernos federal y estatal tienen que empezar de cero para contar con interlocutores en un movimiento que crece semana a semana.
Flor Goche, @flor_contra / enviada
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Contralínea 411 / del 09 al 15 Noviembre de 2014