La problemática de la violencia desde su perspectiva social y no meramente individual o de corte sicopatológico tiene que ver con la falta de equidad entre los géneros y la dominación masculina, raíz de la violencia.
La manera en que las afectadas viven y afrontan este problema es producto de un proceso social de acción y comunicación, que es responsable de los modos de comprensión del fenómeno en general y de la historia biográfica individual.
De esta concepción se deriva que las denuncias notificadas por las mujeres víctimas de violencia compartan ciertas representaciones del fenómeno como producto del intercambio social del que provienen.
Asimismo, hemos de considerar que el conocimiento social que orienta las prácticas se distribuye de manera desigual, de acuerdo con la posición que ocupan los individuos en la sociedad, ya sea en términos de su pertenencia de género, clase, etnia, etcétera y confiere de manera desigual oportunidades de ejercicio de poder.
Este breve análisis pone en evidencia que la violencia del hombre contra la mujer en una relación de convivencia es un problema que involucra, además del vínculo de pareja, un conjunto complejo de relaciones con el entorno social que favorecen la aparición de la violencia y contribuyen a perpetuarla.
La violencia de pareja resulta ser la manifestación más radical de la inequidad de género y dominación masculina y se rige o comporta según determinadas orientaciones, valores y normas, que establecen derechos desiguales para el hombre y la mujer. Esto se manifiesta no sólo al interior de la relación de pareja, sino también a través de los agentes sociales del entorno.
En el análisis que recogí revisando diversas notas en revistas y periódicos, percibí dos aspectos: el subjetivo, es decir, mujeres hablando de las razones de la violencia experimentada y los obstáculos para superarla. En relación con este último aspecto, me fue interesante observar la presencia de redes tanto informales como formales que colaboran u obstaculizan la trayectoria de búsqueda de ayuda.
La percepción subjetiva de la mujer acerca de las razones a las que obedece la violencia que ejerce su pareja contra su persona está directamente asociada con el modo en que ella vive este maltrato.
Asimismo, el análisis de las explicaciones subjetivas que brindan las mujeres víctimas o las autoridades que presentan “justificaciones” de la violencia se extiende a la prensa, que registra: la mató porque la encontró con otro individuo, pensó que le era infiel. De momento no se enteró que se trataba de su hermano que vivía fuera del país y que llegó al domicilio a saludarla…
Y es que resulta crucial entender las acciones que se llevan a cabo dando de antemano una “explicación” una especie de “disculpa” a la violencia masculina, es decir, en la búsqueda de la interpretación que dan a la violencia masculina.
Entre las causas de la violencia hay que mencionar, en la mayoría de los casos, el machismo reinante en la sociedad, pero también problemas no resueltos en la infancia del cónyuge o conflictos con la familia de origen, características sicológicas como la inseguridad o la necesidad de ser reconocido, y el consumo de alcohol.
Estas causas asociadas al maltrato parecen restar responsabilidad a la pareja, quien supuestamente la maltrata impulsado por cuestiones que van más allá de él. Pero la realidad es que hay mucho machismo. Y la mentalidad de muchos hombres redunda en que las mujeres no valemos lo mismo que ellos.
Incluso hay mujeres víctimas de violencia de su pareja, violaciones y golpes para obligarlas a responder a estas situaciones no deseadas, que encuentran una disculpa al pensar que su agresor tiene “justificación” en las normas sociales que pautan el rol femenino dentro del matrimonio.
Y ese rol es que “la mujer fue hecha para la procreación y por ende debe responder a los requerimientos del esposo”.
La obligación marital de la mujer de mantener relaciones sexuales con su pareja, independientemente de su propio deseo, lleva, con frecuencia, a la violencia sexual: “Me quiso forzar para que tuviera relaciones sexuales con él. Yo le dije que no quería y me dijo que era mi obligación, que por eso yo me había casado”. “Tenía relaciones sexuales a fuerza, porque si yo no accedía, era motivo de que me pegara o también decía: ‘no quieres acostarte conmigo porque quién sabe con quién te estás acostando. Eres una cualquiera”.
Lo anterior porque el hombre no considera relevante a la mujer. Muchas madres pasan la noche en vela por cuidar a su hijo o hija enfermo; madrugan para preparar el desayuno; atienden a los pequeños que van a la escuela: revisan que lleven sus tareas; asean la casa.
No pocas mujeres desempeñan roles de enfermera, empleada doméstica, cuidadora, asesora, chofer. Algunas de ellas, además, trabajan. Otras atienden tareas del hogar, pagan luz, agua, llevan al médico al hijo o hija, van a la farmacia, llevan la ropa a la tintorería, lavan, planchan en casa, etcétera.
No sólo la mujer es invisible, la violencia de género también lo es, no sólo para la sociedad sino también para las autoridades.
Cuando se lee en los diarios respecto de los crímenes cometidos contra la mujer –tanto feminicidios como denuncias de maltrato– no siempre tenemos la suficiente consciencia de que se trata de víctimas de violencia de género.
En el caso de las autoridades, en la mayoría de los casos se resisten a calificar de feminicidios estos crímenes. Y hasta los llegan a justificar: la pareja, en un arranque de celos o por cualquiera otra situación, la asesina; pero “no pensaba matarla, solamente corregirla”.
No reconocer esta violencia mortal como feminicida se refleja en estadísticas maquilladas, como ocurre en el Estado de México donde se presentan los más altos índices, lo mismo en Ciudad Juárez, Chihuahua.
Mantenerse fiel al marido es otra “obligación” de la mujer, pautada por los valores y normas sociales que orientan los modos de relación entre los cónyuges. La violencia masculina originada en la sospecha de infidelidad ocupa un lugar central entre los motivos percibidos.
Algunas mujeres suelen interpretar este tipo de violencia como expresión de celos de parte de su pareja. Sin embargo, una mirada más atenta permite advertir que el tema de la infidelidad no debe situarse necesariamente en el ámbito de los sentimientos de ambos cónyuges, sino en el de los intereses que la unión conyugal representa para cada uno: se trata de que ella no transgreda una norma que lo colocaría a él en una situación de poca hombría y de dignidad manchada.
En el caso de la mujer, la amenaza de que él le sea infiel conlleva el riesgo de perder eventualmente la manutención para ella y sus hijos y/o el estatus social que le confiere tener una pareja estable.
Con frecuencia, se observa la firme creencia de que una pareja es exitosa mientras permanezca unida, independientemente de la existencia de violencia. El riesgo de que la infidelidad del hombre se transforme en abandono, sin embargo, favorece durante largos periodos la tolerancia a la violencia.
El análisis de noticias al respecto me permitió observar que las normas sociales que gobiernan la relación conyugal se hacen explícitas a través de los argumentos del conflicto y éstas se expresan, en términos generales, como un ejercicio irrestricto de la voluntad del hombre y un control sobre el comportamiento de la mujer.
Asimismo, estas normas establecen la distribución de responsabilidades y obligaciones de cada uno de los cónyuges y ponen en evidencia la relación de profunda inequidad existente entre la mujer y el hombre.
En este contexto se ubican los motivos de la violencia masculina como intención consciente de castigo del hombre por el incumplimiento de las expectativas de rol de género femenino. Algunas mujeres se sienten en falta y aquejadas de sentimientos de culpa cuando el hombre justifica su maltrato por el incumplimiento de sus obligaciones domésticas.
Dado que parece incuestionable que el ámbito doméstico es exclusiva responsabilidad de la mujer, las expectativas de comportamiento femenino no cumplidas convierten la violencia en un castigo “merecido”:
“Me echa la culpa a mí: ‘es que tú no atiendes a los niños, es que tú no limpias la casa, es que la comida se echa a perder’”.
Además, el sentimiento de desconcierto vinculado a la violencia como castigo inmerecido hace evidente que la relación de pareja establece las pautas de lo que sí puede ser castigado en caso de incumplimiento.
No pocas veces leemos que los vecinos se solidarizan con la mujer golpeada y dice lo siguiente al golpeador: “La trae como su sirvienta y no como su esposa, y ahora usted le pegó muy feo sin que se lo mereciera”. “Ella no andaba haciendo nada malo, ya veíamos venir que un día la iba a matar”.
El control que el hombre ejerce sobre el comportamiento de la mujer también se hace evidente fuera del ámbito doméstico y se observa en la imposición y reglamentación de los modos de vestir, en la prohibición de relacionarse con vecinas o con su misma familia, padres, hermanos, y en la prohibición de trabajar aun a sabiendas de que el salario que él gana es insuficiente.
Así, la violencia masculina de tipo físico, emocional, sexual y económico sigue el patrón de reencauzar la conducta femenina y restablecer tanto las reglas del poder que el hombre detenta como la sumisión de la mujer.
Este tipo de explicaciones subjetivas permiten observar una clara atribución de responsabilidad del maltrato al hombre abusador, como también un umbral de tolerancia a la violencia menor.
Asimismo, se hace evidente que, debido a la precariedad emocional que caracteriza a las mujeres violentadas resulta de fundamental importancia contar con la presencia de redes de apoyo que faciliten la ayuda necesaria para salir de este círculo de violencia.
En general, las mujeres toleran diferentes formas de violencia durante mucho tiempo y sólo con el transcurso de los años y con ayuda de otros, aprenden a visualizar el maltrato y cuestionan ese modelo aprendido del “hombre que manda”.
Empero, cabe señalar que la sola presencia de redes sociales no siempre resulta una fuente de apoyo. Aquí interesa, en particular, mostrar el tipo de reacción y argumentos que ofrecen las personas del entorno de la mujer ante el fenómeno de la violencia, para dejar en evidencia los aspectos negativos de cierto tipo de vínculos.
Los valores y normas sociales que establecen las pautas de comportamiento femenino, y que se reproducen y transmiten en el ámbito familiar (entre otros), imponen a la mujer un imperativo de sometimiento a la violencia que se expresa de dos modos: como justificación al considerarse como un castigo merecido por el incumplimiento del rol de género prescrito y/o como tolerancia hacia el maltrato por aceptación de un destino natural de toda mujer.
Cuando acuden por lesiones o malestares causados por la violencia de género, muchas víctimas constatan que los médicos se muestran indiferentes. En contraste, las sicólogas o las trabajadoras sociales que laboran en los mismos servicios les merecen más confianza, en especial porque muestran un mayor interés o voluntad de ayudar:
En el proceso de búsqueda de ayuda, las mujeres suelen acudir directamente al ministerio público para levantar un acta de denuncia. Los funcionarios de estas instancias suelen responder con todas las representaciones rígidas de género que contribuyen a la violencia.
Incluso a quienes acuden al ministerio público heridas, sangrando, les restan importancia: las tratan con indiferencia, con indolencia. Para algunos funcionarios, se trata de problemas familiares normales. Así que no les importa.
De ahí que solamente un número infinitamente menor acudan a presentar denuncias contra su pareja, debido a que experimentan desaliento por el mismo procedimiento al que deben someterse, combinado con la falta de voluntad del personal que no les evita molestias o humillaciones y que las mujeres interpretan como intentos de disuasión por parte de las instituciones.
Cuando levantan un acta por lesiones, generalmente se les pide la constatación de las lesiones por parte de un médico que muchas veces no se encuentra presente. Por lo que es frecuente que se les pida regresar otro día, y solicitar otra cita.
Para entonces puede ser que las lesiones ya no sean visibles, en cuyo caso se envía a la mujer de nuevo a su casa sin ninguna solución. En otras ocasiones, la misma espera hace que la propia mujer se arrepienta y abandone el proceso.
Algunas instituciones, incluso, alientan a la mujer a “no deshacer la familia”. Se les aconseja dialogar y recomponer la situación “por el bien de los hijos”.
En contraste con estas reacciones de parte de funcionarios públicos, existen experiencias muy positivas en los centros de atención a mujeres víctimas de violencia.
Las mujeres que tienen la posibilidad de recurrir a centros de asistencia sicológica y orientación especializadas, muestran signos claros de empoderamiento y la posibilidad de obtener ayuda institucional.
Para entender la situación actual a la que estamos llamadas las comunicadoras, periodistas y escritoras, a presentar nuestros análisis para que la mujer ocupe el lugar que le corresponde, ni atrás ni adelante del hombre, siempre juntos para resolver los graves problemas que reinan en el país, de pobreza extrema, de corrupción, de antivalores.
Carmen Aída Guerra Miguel*
[ANÁLISIS SOCIAL]
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