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Los burreros, el eslabón más débil del narco en la frontera sonorense

Publicado por
Ramón Eduardo Ortiz

Los hijos de las familias pobres de la frontera sonorense sólo tienen dos opciones: el trabajo precario y el ilegal. Por cientos, se convierten en burreros de las bandas del narcotráfico. Transportan a través del desierto pequeñas cantidades de droga. Ganan unos cuantos pesos para sus empobrecidas familias. Su fin, casi invariablemente, es la muerte violenta

Caborca, Sonora. “Yo ya se los entregué a Dios, a los dos. Ya le pedí a mi tatita Dios y a la virgen: Si el me los va a mandar, que me los mande; si ya están con él, ni modo; ahora resignarme a todo, echarle ganas, salir adelante, porque tengo muchos hijos todavía”, dice doña Juanita.

Es una de las tantas historias de la región. Es la de dos hermanos que buscando ganar 1 peso más al que pudieran ganar trabajando como jornaleros, empleados o practicando algún oficio, decidieron contratarse a las órdenes del narco y servir como bestias de carga –de ahí el mote de burreros– para transportar pequeñas cantidades de droga hacia Estados Unidos por la frontera de Sonora. Su trabajo consistía en pasar la carga por alguna de tantas rutas a través del desierto.

El peso total de los paquetes que carga cada persona oscila entre los 20 y los 30 kilos. A veces más, según lo que cada persona pueda soportar, pues entre más kilos puedan transportar, mayor es la cantidad a ganar. Así, los burreros reciben entre 1 mil y 2 mil dólares por viaje, según las entrevistas realizadas por el reportero. Sus guías reciben mucho más, pues éstos les pagan por el “servicio”, por la carga y por el número de burreros que guían.

Caminan casi siempre de noche, exponiéndose a las picaduras y ataques de animales ponzoñosos; a quebrarse una pierna por un mal paso; a ser asesinados por grupos dedicados a asaltarlos para quitarles su carga (ya en territorio estadunidense); a ser asesinados para no pagarles; a extraviarse pese a la guía del encargado de su grupo; a que sus alimentos y agua se agoten, muriendo de hambre y sed.

Van también con miedo de perder la carga y que los patrones, pensando la robaron, los asesinen… Son incontables las situaciones que pueden llevarlos a  la muerte.

Sin embargo, son muchos los que aspiran a realizar esta chamba o jale, ante la otra opción: los trabajos mal pagados y jornadas extenuantes en campos agrícolas, donde el futuro es morir al final de sus vidas, sobreviviendo con una pensión raquítica y miserable cuando llegaran al final de su vida laboral (o sin ella en algunos casos). Y prefieren arrostrar los peligros que esta actividad conlleva la posible muerte o la cárcel, pues ganan en esos 2 o 3 días lo que ganarían en 2 o 3 meses de trabajo intenso y agotador.

Saben de los cientos de historias de quienes han quedado como alimento de coyotes, sin volver a sus casas con sus padres, madres, hijos, esposas, expuestos sus huesos para siempre en las arenas o matorrales del desierto, cubiertos con espinas. Saben que si nunca son encontrados, sus familias quedarán en el desamparo y más jodidos que antes. Pero intentan no pensar en ello. O, si lo hacen, se justifican diciendo que vale la pena el intento. Que vale la pena arriesgarse a la muerte por tener dinero para cuando enfermen sus niños, comprarles zapatos y enviarlos a la escuela.

Nunca se cuestionan acerca de si es moralmente válido embarcarse en un negocio ilegal. Lo moralmente condenable para ellos es tener desnutrida a su familia o ver morir a sus hijos por enfermedades curables.

Esta historia no sólo es de esos dos hermanos. Es también la de una madre que perdió dos vidas engendradas en su vientre. Esta mujer hoy está enferma y vieja. Por las noches llora por los hijos ausentes y, perdida ya la esperanza de volverlos a ver, sólo pide que cuando muera se encuentre con ellos en un cielo que cree que existe y al que van los que mueren.

Esta madre ve ahora que sus nietos, los hijos de sus hijos desaparecidos, han decidido emprender ese mismo camino. La posibilidad de perderles también para siempre la atormenta todos los días. Pero no los juzga: sabe que no hay opciones para sobrevivir dignamente.

Uno de estos nietos cuenta apenas 18 años de edad, pero ya está purgando una condena en cárcel extranjera. Doña Juanita ni siquiera sabe dónde está ubicada esa prisión. Cuando después de semanas de no saber nada de su nieto le dijeron que estaba en una cárcel de Estados Unidos, se sintió aliviada. Temía que hubiera corrido la misma suerte que sus hijos.

Ya había perdido un hijo en el Desierto de Altar, cuando el segundo le anunció que iniciaría un viaje peligroso. Antes de partir, le escuchó decir que si no volvía era porque había muerto en la inmensidad desértica; que no le llorara ni sufriera, pues, de todos modos, pronto moriría debido a un cáncer diagnosticado y que, por falta de recursos, no lo había combatido adecuadamente.

 “Cuento mi historia –dice doña Juanita– para que quienes son burreros o piensen serlo,  piensen en el dolor que finalmente causarán a sus familias, sobre todo a sus madres.”

Doña Juanita va por las calles con una andadera metálica por delante; padece diabetes; pero durante la charla retoma fuerzas y por momentos parece volverle la energía y el ímpetu de tiempos pasados.

“Un día tuve razón del Guacho –como le apodaban al hijo perdido recientemente–. Me dijeron que iba enfermo, ya habían caminado mucho y él empezó a sentirse mal.”

Avistó a agentes de inmigración estadunidense (la Migra) y les dijo a los que iban con él que se fueran y que tiraran sus mochilas para que, en caso de ser detenidos, no fueran acusados de narcotráfico.

“‘¿Y tú qué?’, le preguntaron. ‘Yo aquí me voy a quedar, ya no la armo; ustedes váyanse; yo me voy a quedar en el desierto’.”

A pesar de las insistencias de sus compañeros, no corrió junto con ellos sino tomó tranquilamente un camino distinto.

“Echaba sangre por la boca… Ya iba malo. Hacía poco que había tenido una operación: le detectaron cáncer en el páncreas. Duró mucho en Hermosillo, lo tenían todo entubado, cuando salió el doctor le dijo se cuidara mucho, pero…”

Es lo que le pasó a su hijo, el Guacho. O, por lo menos, es lo que le dijeron que le pasó.

Eso ocurrió hace ya 3 años. Pero hace 6, desapareció el primer hijo. Simplemente del Chivo no se supo nada. Nomás no regresó, como los demás del grupo que iban con él.

Y ahora al hijo del Chivo lo detuvieron precisamente por burrero.

?¿Ni viendo lo que le pasó a su papá?

?Yo no sabía, hasta que el vino después de echar una burreada y le fue bien. Pero yo le dije: qué bárbaro, no seas tonto. “Nomás dos voy a hacer”, me dijo.

En los pueblos de Sonora no son 10, ni 50, ni 200 las familias pobres. Se cuentan por miles quienes se van a burrear. A muchos los matan para no pagarles.

En la ruta de la droga en el corredor Sonoyta (Sonora)-Phoenix (Arizona), más de medio centenar de migrantes quedan en las arenas del desierto, atropellados o acribillados por algún migra racista o ranchero fronterizo. Poco se sabe de los burreros muertos que han optado por este modo de vida, pues no están dispuestos a dejar el lomo en trabajos mal pagados en el campo, en alguna tienda departamental o en algún oficio como albañil, plomero.

La opción de los hijos de familias pobres de la frontera sonorense se reducen a sólo dos: un empleo mal pagado o delinquir

En cantinas y calles de Caborca resuenan los acordes de un corrido compuesto por Alma Leticia Aceves:

 “Las noticias que acontecen/No son nadita agradables/Estos versos que les canto/es tan solo una parte/se está poniendo caliente, la cosa está pero que arde./Siguen cayendo burreros de la ciudad de Caborca/todos llegan a la Winslow/ enseñando la mazorca/unos poquitos con coca y otros poquitos con mota…”

Ramon Eduardo Ortiz León

[BLOQUE: ESPECIALES][SECCIÓN: A OCHO COLUMNAS]

Contralínea 515 / del 21 al 26 de Noviembre 2016

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