El viaje del presidente Andrés Manuel López Obrador a Colombia –en particular como el primer país a visitar así como la delegación que llegó con él– nos habla claramente de la búsqueda concertada con el presidente colombiano Gustavo Petro de un nuevo paradigma para el combate efectivo y con resultados en el corto y mediano plazo. Ello, con el objetivo de sustituir lo más rápido posible la devastación que en ambos países ha dejado la política de confrontación violenta mediante el uso de policías y ejército para combatir por la vía armada al crimen transnacional organizado.
Para valorar su trascendencia, hay que contextualizar adecuadamente esta visita en términos históricos y de política actual. Sobre la soberanía de ambos países –por lo poderosas de sus organizaciones del crimen trasnacional organizado, así como las estructuras de asociación en la producción, traslado y abasto del mercado estadunidense que las mismas han creado–, Estados Unidos de América ha volcado una parte muy sustantiva de su política de “guerra contra las drogas” y de la doctrina contrainsurgente para contener y luego destruir a tales organizaciones.
Lo anterior, fiel a su postura diplomática y militar de que el problema son los países productores y traficantes de las drogas prohibidas y no los que poseen –como el propio Estados Unidos–mercados (consumidores) ávidos del abasto de todo tipo de estupefacientes alucinógenos, y que los pagan a precios altos desde una postura de ingresos ampliamente solvente en la inmensa mayoría de los casos. Así, Estados Unidos ha convertido a Colombia y México en íconos internacionales de la “guerra contra las drogas”, con la consecuente devastación social y política provocada.
Fue durante la presidencia de Richard Nixon cuando se abandonó la lucha contra la pobreza y en favor de políticas sociales de satisfacción a las necesidades de grupos sociales y étnicos vulnerables, aplicada por los gobernantes del Partido Demócrata (desde Franklin Delano Roosevelt a Lyndon Johnson, con el paréntesis del presidente Truman), por una política de identificación de las drogas ilícitas como el gran factor de destrucción de la sociedad estadunidense, aplicando todo tipo de recursos contra dicha macro amenaza, exportada a todo el mundo, especialmente a Latinoamérica y el Caribe, y en ella, la amplia frontera con México y la producción de cocaína sudamericana, especialmente en Colombia, se volvieron ejes geopolíticos de la aplicación de dicha estrategia estadunidense.
En Colombia además, enderezando la lucha contra la izquierda armada insurgente (que antes del Plan Colombia llegó a controlar 40 por ciento del territorio colombiano) ahora denominada “terrorista”, ya no “comunistas al servicio de un gobierno extranjero”, junto a los “narcoterroristas”. Finalmente para Estados Unidos todos fueron identificados como “narcoterroristas”, empatando esta lucha en el subcontinente latinoamericano con la emergente “yihad islámica”, para desarrollar una ofensiva mundial luego del 11 de septiembre de 2001.
Aunque en realidad, antes del auge de los “cárteles colombianos”, el gran productor y abastecedor de cocaína a la región –que llegó a exportar 2 toneladas al día de pasta de coca– se ubicaba en Bolivia: Roberto Suárez Gómez, conocido como el Rey de la cocaína, financió con dinero del narcotráfico el golpe de Estado contra la presidenta constitucional de Bolivia, Lydia Geiller, en julio de 1980, sustituida por el general Luis García Meza, fundando así el primer narcogobierno surgido directamente del narcotráfico internacional. Pablo Escobar y los demás líderes del narcotráfico colombiano fueron sus discípulos, y era asesorado por criminales nazis fugitivos arropados por la CIA, como Klaus Barbie, el carnicero de Lyon, Francia.
En México, la política contrainsurgente aplicada al crimen transnacional organizado fue disfrazada en el gobierno de Vicente Fox con la iniciativa del Plan Puebla Panamá o Plan Mesoamérica (2001), creación de la AFI. Luego llegó en 2008 –con el calderonismo– el Plan Mérida, luego el Plan Puebla-Panamá (más orientado contra la izquierda armada en México y Centroamérica), y después con Felipe Calderón se desarrolló con más literalidad la “guerra contra las drogas”, como política-espejo del Plan Colombia (firmado en 1999 con el gobierno del presidente Andrés Pastrana pero desarrollado hasta sus últimas consecuencias por el presidente Álvaro Uribe).
Así en enero de 2012 llegó a México David Petreus, director de la CIA y antes comandante de las fuerzas de ocupación estadunidenses en Irak y Afganistán, para promover una salida de este tipo para México en el último año del gobierno de Felipe Calderón, y por ello su arranque se dio con Enrique Peña Nieto (éste retoma como tema pendiente con Estados Unidos la aplicación integral de la doctrina), cuando se aplica bajo la cobertura social de la Cruzada Nacional contra el Hambre (que reunió más de 200 programas sociales en una sola estrategia de gobierno), ineficaz y vencida finalmente por la corrupción.
Ahora, los presidentes López Obrador y Gustavo Petro se esfuerzan por desarrollar una lucha contra el crimen trasnacional organizado de carácter soberano (en su concepción política y estrategia operativa) distinta a la “guerra contra las drogas” y a la doctrina contrainsurgente. Al inicio de la administración de Donald Trump, la propuesta de sus responsables del Homeland Security y del Departamento de Estado fue, precisamente, implantar en México un Plan Colombia con gran importancia operativa de las agencias antidrogas de ese país, y de su inteligencia civil y militar. El presidente mexicano la rechazó.
Las instituciones encargadas de la política exterior de Colombia y México lograron concretar este encuentro del más alto nivel cuya temática es la búsqueda de una “nueva alterativa para enfrentar la problemática de las drogas y el narcotráfico”, como dijo el primer mandatario mexicano al llegar a la ciudad de Cali. Y cuando le inquirieron al presidente Petro cuál era su postura de “asfixiar a los narcotraficantes y ayudar los campesinos”, respondió: “vamos a tratar este asunto”.
Para tratar estos temas, el presidente López Obrado llegó solamente con su secretaria de Relaciones Exteriores, Alicia Bárcena; y sus secretarios de la Defensa, general Luis Cresencio Sandoval; y Marina, almirante José Rafael Ojeda. Una comitiva evidentemente para la toma de decisiones y su presentación e impulso en Washington y en toda Latinoamérica. Considero que faltó la presencia del responsable de la inteligencia civil en México, general Audomaro Martínez Zapata, con relevante función representando a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana.
El presidente AMLO planteó este cambio de paradigma desde su campaña y luego en el gobierno, y trató de resumirlo en ciertas frases y conceptos: cambiar la filosofía de la guerra por una filosofía de la paz; dar por terminada la guerra armada contra el narcotráfico; y la violencia no se responde con más violencia, pues la paz es fruto de la justicia –abrazos, no balazos–, etcétera.
Aunque nadie de su equipo y de los que pudiéramos considerar los más cercanos “ideólogos” de la 4T-4R –no llegan a cinco, con formulaciones de cierta consistencia; por lo menos los que se han expresado públicamente–, ha intentado sistematizar los planteamientos de las políticas de bienestar y seguridad con el resto de las políticas públicas y conceptos expresado sobre economía moral, la política exterior, política agrícola, gasto e inversión pública, salud, educación, nuevo rol de las Fuerzas Armadas, política de elevación de ingresos a las clases populares, etcétera. Todo lo anterior, el presidente AMLO lo ha englobado en lo que llama “humanismo mexicano”.
Hasta ahora, los resultados –con todo y los avances importantes– no se han consolidado como expresión de las bases de un nuevo paradigma consensuado, justamente por la falta de sistematización, explicación y coherencia conceptual interna y porque una tercera parte de la población y la clase política, al igual que el gobierno de Estados Unidos, siguen pensando en que en México la “guerra contra las drogas” y la confrontación armada mezclada con negociaciones y acuerdos de asociación criminal entre las organizaciones del crimen trasnacional organizado y altos personajes de las instituciones públicas de México (como Genaro García Luna y todo su grupo de los “siete jinetes del apocalipsis” y el propio Felipe Calderón, principalmente), debe ser la política rectora en esta materia.
Por su parte, el presidente Gustavo Petro a partir de su gobierno se ha movido en dos grandes direcciones políticas y programáticas: el cambio del estatus legal del cultivo y comercialización de la hoja de coca, sobre la base de los avances que se lograron en el Acta Final de los Acuerdos de Paz entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos en 2016 –revertida en el último gobierno de Iván Duque, que se orientó a la vuelta de las políticas represivas–; es decir, para el actual presidente era fundamental obtener una reforma legal constitucional en Colombia para cambiar drásticamente la relación del gobierno con los cultivadores de coca, y darle la vuelta a la visión negativa al cultivo de la hoja de coca. Y, por esa vía, también a la marihuana y la amapola.
Ha dicho el presidente Petro que no es donde se cultiva la hoja de coca en donde está el combate del Estado, sino en donde ello se vuelve “dinero colombiano”, es decir, en su exportación como producto criminal por las organizaciones del narcotráfico hacia determinados mercados. Ha dicho: “esto que llamamos narco son la tropa, los peones, los campesinos que no tienen más que hacer, los hijos del campesino… Pero el narcotráfico es de corbata y de poder, y hay que golpearlos si queremos que realmente haya paz en Colombia”. Es muy claro el planteamiento: la hoja y la pasta de coca, luego la cocaína, sólo se vuelven narcotráfico cuando intervienen los grandes aliados de las organizaciones criminales desde el primer círculo de poder económico y político, desde el poder del Estado.
Con esta filosofía política se trató de dar un impulso importante al Programa Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos, surgido de los Acuerdos de Paz, que pretendía la reinserción productiva de 200 mil familias apoyado también en la Reforma Rural Integral. Todo, orientado a lograr la reconversión productiva e industrialización agrícola colectiva. Esta política ha sido denominada “un modelo de sustitución y reconversión productiva”.
Como muchas comunidades y familias se sumaron a los programas (sin que por ello podamos decir que fue un gran éxito) se precipitó la llamada “crisis de la coca” (la producción traía una tendencia al alza, al llegar a 204 mil hectáreas cultivadas en 2021); pero aún con “la crisis”, los cultivos deben estar cerca de las 300 mil hectáreas para este año, debido a que muchas familias en Cauca, Caquetá, Nariño, Norte de Santander y Putumayo dejaron de poder vender su producto. La otra iniciativa del presidente Petro se centró en el diálogo con las organizaciones criminales.
A estos enfoques y conceptos se les ha llamado “la nueva política antidrogas” por el actual gobierno, integrada por tres grandes ejes: la seguridad humana, la paz total, el nuevo PNIS, la cual fue expuesta a la comitiva diplomática mexicana encabezada por el presidente AMLO. A su vez, este último expuso su propia concepción de la problemática arropada por los programas sociales y la política de distribución del ingreso público, su combate a la corrupción, su política de empoderamiento de las Fuerzas Armadas en instalaciones de la seguridad nacional, etcétera.
En particular, en Colombia el programa de “Paz Total” convierte la búsqueda de la paz en una política de Estado. Esto incluye la negociación de paz con grupos armados ilegales, pero también poner a la comunidad en el centro de esas negociaciones, por ser la que está en medio de la confrontación. Para ello se aprobó, en octubre de 2022, una ley que permite al presidente Petro iniciar o reiniciar el proceso de paz con la totalidad de los grupos armados, de la izquierda, la disidencia de las FARC (que rechazaron los acuerdos de paz en 2016) y los cárteles de las drogas anteriores y de más reciente emergencia, como el Clan del Golfo, la Segunda Marquetalia (disidentes de las FARC), las Autodefensas de la Sierra Nevada, y otras.
Dicha ley incluye también la creación de un Fondo para la Paz que garantiza los recursos necesarios para las inversiones sociales en las zonas de mayor marginalidad y violencia, menos comunicadas y con fuerte presencia de organizaciones delictivas, más la figura de un comisionado para la paz, con un cese al fuego que permita el diálogo. Diez grupos armados (entre criminales y de izquierda) manifestaron su interés en incluirse en el proceso.
Así, del encuentro podemos esperar una formulación híbrida: adopción de algunas políticas y medidas tomadas en México y otras adoptadas en Colombia, así como acuerdos específicos para combatir la asociación criminal entre los grandes grupos criminales colombianos y mexicanos, especialmente la exportación de pasta de la hoja de coca y de cocaína como tal, así como el masivo blanqueo de activos, y la inmigración de cuadros del narcotráfico internacional a ambos países, por ejemplo. El presidente Petro ha propuesto al gobierno de Estados Unidos cambios importantes en la política de extradición de narcotraficantes. Poco se sabe de sus términos. Pero hay que observar que la concepción comprende distintas áreas de la problemática.
¿Llegarán a acuerdos de relevancia? Sin duda alguna. Nos ocuparemos de tales acuerdos en cuanto se hayan publicado. Ésta es probablemente una de las más importantes iniciativas del presidente AMLO en materia de cooperación internacional contra el crimen trasnacional organizado para anular con mayor celeridad la geopolítica estratégica del gobierno estadunidense, que insiste en las acciones represivas, por un tipo de cooperación que ofrezca mayor margen a las iniciativas, concepciones y políticas soberanas de Latinoamérica en materia de drogas ilícitas y de la lucha social y política contra las organizaciones del crimen transnacional, muy lejos del modelo Bukele que en países más grandes y con organizaciones criminales más poderosas provocaría crisis humanitarias de muy amplias proporciones.
*Licenciado en economía con especialidad en inteligencia para la seguridad nacional; maestro en administración pública; doctor en gerencia pública y política social; docente de licenciatura y posgrado; exdirector de la Escuela de Inteligencia para la Seguridad Nacional.
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